Acerca de la voluntad de perdonar y de pedir perdón
En el aparente renacimiento que está teniendo la antigua moral, equiparable a la conservación de algunas tradiciones populares, entramos de lleno en el culto contemporáneo a las meras apariencias.
Como casi todo, las acciones humanas y las palabras pronunciadas, constan de un núcleo y de una cáscara. Cuando algo se vacía de su contenido pero se conserva su cáscara exterior, no solo se juega con las apariencias, sino que, también, la desaparición de aquella sustancia podría pasar inadvertida para observadores poco avezados.
Hay que distinguir los mundos de verdad, de aquellos otros de cartón piedra, si no se quiere caer en la pesadilla a la que se refiere la película El show de Truman.
Hoy en día, quedan bien, la humildad; las disculpas; la empatía; perdonar; reconocer los propios errores, pedir perdón,… todo ello tan blandito que, como Platero, parecería ser de algodón.
Algo habrá de verdad entre algunos de quienes usan de tales actitudes, manifestaciones, hechos o simples intenciones, pero en el gran océano que configuran tantas como hay, no parece que abunden las genuinas.
En concreto, es difícil creer que alguien sea capaz de perdonar a quien le haya ofendido, de manera que tal hecho obedezca a su voluntad de hacerlo.
El perdón efectivo solo ocurre cuando el que ofendió ha dejado de ser un peligro activo, es decir, cuando el ofendido sabe que ya no recibirá nuevas ofensas o daños de aquel que le ofendió.
Es difícil encontrar antónimos del verbo perdonar. Tal vez, guardar rencor, mantener la condena…, pero, en caso de serlo, no parece que sus significados se ubiquen en oposición al del perdón.
La carencia de perdón hacia el ofensor, que quien ha sido ofendido conserva para sí, no es más que una defensa ante posibles reiteraciones futuras del agresor.
Solo cuando el ofendido tiene la convicción de que su enemigo no volverá a hacerle daño, sea por la razón que sea, entrará en un estado de paz, y, a menudo, de olvido, que se parecería a lo que alguien sienta cuando, de hecho, haya perdonado.
Mientras no se dé tal condición de inmunidad, ante las potenciales operaciones del agresor, será imposible bajar las defensas y poner las cuentas pendientes a cero. Es decir, no se podrá perdonar de manera efectiva.
Ahora bien, si alguien dice en público que no es capaz de perdonar alguna ofensa, de inmediato será tildado de rencoroso o resentido, lo cual posee connotaciones morales extremadamente negativas, aunque solo sea por simple tradición.
Es obvio que no se trata de alimentar, odios, rencores o resentimientos, pero tampoco se trata de obligar a la gente a ser hipócrita bajo el chantaje moral de que si no es capaz de perdonar es que es una mala persona.
Del otro lado, tenemos a los ofensores que han de decidir si solicitan, o no, el perdón de aquellos a los que hayan ofendido.
El ofensor, arrepentido de haber cometido la ofensa, será quien mejor comprenda la falta de perdón del ofensor, si bien, también sería el caso más fácil de perdonar, pues junto al arrepentimiento, se supone el propósito de enmienda, y, por tanto, la posibilidad de que no reitere sus agravios.
Ahora bien, ¿cuántos ofensores llegan a estar verdaderamente arrepentidos? De hecho, el cuestionamiento moral de uno mismo no está de moda, y, además, empiezan a ser mayoritarias, aquellas relaciones que conllevan algún tipo de perjuicio para una parte de los implicados.
Además, es fácil pronunciar la palabra “perdóname”, sobre todo, si hacerlo conlleva beneficios colaterales, pero lo difícil es que dicha palabra emerja de un verdadero arrepentimiento y del necesario propósito de enmienda.
Por otro lado, ¿cuántas personas se ven obligadas a decir que otorgan el perdón, sin poder llegar a hacerlo?
¿No sería mejor presenciar algún arrebato de sinceridad de vez en cuando, al tiempo que nos detenemos a pensar qué significan las acciones que vemos cotidianamente?