Acerca de los trastornos mentales. La irrealidad y su producción (I)
La denominación como trastorno mental de cualquier condición anómala en la que se encuentre un ser humano, que no sea del grupo de las enfermedades orgánicas de ocurrencia constatada, resulta inapropiada e improcedente en muchos sentidos, y, en especial, si no se define correctamente el adjetivo mental. Además, si con el uso del término mental se está haciendo referencia a una cierta funcionalidad de carácter informativo, cuya causa se supone que es una alteración orgánica o fisiológica, sin la demostración pertinente, la oscuridad y la ambigüedad de tal denominación la hacen inservible.
Por regla general, la experiencia común demuestra que los trastornos de las actividades de relación con el entorno de los seres humanos son, exactamente, eso que parecen: seres humanos dañados, en tanto los seres que son, cuyas anomalías se manifiestan en sus existencias, de tal modo que hay una correspondencia regular entre la violencia recibida y las alteraciones que padecen.
Ahora bien, las concepciones implantadas acerca de tales tipos de problemas, constituyen solamente una parte del enfoque ideológico predominante acerca del ser humano que, en general, es de cuño estrictamente materialista, y que devuelve al ser humano una imagen grotesca que empaña su propia identidad entitativa.
La perspectiva rigurosamente materialista, no sólo de los seres humanos, sino también de la vida misma y del conjunto de los seres vivos, en especial del resto de especies animales, bloquea toda posibilidad de percibir su complejidad al completo e impide entender hasta su propia naturaleza.
Hasta la propia noción de materia parece estar rebajada a un plano próximo a la simple materia prima, próxima a la nada, y privada del diverso grado de complejidad de sus aspectos formales en sus estructuras sistémicas.
En la actual civilización occidental no se trata bien, ni a los seres humanos, ni al conjunto de la naturaleza, empezando porque en su percepción se inyectan presupuestos que la distorsionan e impiden ver la mayor parte de su complejidad y su riqueza.
Bajo disposiciones y actitudes, asociadas al hábito de menospreciarlo todo, salvo al sujeto que las sostiene y la satisfacción de sus propios intereses, caracterizados por la injusticia más elemental, el poder más intenso que ha operado a lo largo de la historia, ha generado un sistema de dogmas de carácter ideológico que solo sirve a esos mismos intereses y amenaza con romper todo lo demás, incluyendo, en primer lugar, al ser humano.
Son formas específicas de ese mismo poder, operando en entornos, tanto sociales y colectivos, como de tipo familiar, las que, mediante sus prácticas de propaganda e ingeniería humana, causan, no solo los mal llamados trastornos mentales, sino, también, una notable reducción de la realidad humana, faceta que es primordial en nuestra especie.
Hay que entender por irrealidad la privación de ciertas propiedades reales de los seres humanos, que resultan imprescindibles para su correcta constitución y su buen funcionamiento. Los trastornos de la realidad de los seres humanos pertenecen a dicha categoría de lo irreal, y, aunque solo llamen la atención los más graves de dichos trastornos, lo cierto es que las relaciones interpersonales que se establecen en una atmósfera colectiva manejada por el poder, dan lugar a que todos sus integrantes se irrealicen en mayor o menor grado.
La irrealización, sea la que sea, se materializa en los seres humanos dentro de la estructura más básica de cuantas se puedan considerar, que es «yo existo».
«Yo» es el pronombre que significa «mi ser» y consta de dos constituyentes, sin los cuales un ser humano no puede, ni ser, ni existir. Se trata de la sustantividad y de la identidad personal. Ambas constituyen ese «yo» que utilizamos continuamente en expresiones tan simples como, por ejemplo, “yo hago…”, “yo creo…”, “yo pienso…” o “yo soy…”.
El «yo» es la esencia de cualquier ente humano y, de hecho, es lo más importante que se puede dañar bajo diferentes formas de violencia, ya sea como efecto colateral de la misma, ya sea que se tome como objetivo.
Ahora bien, el poder no suele esperar a que un niño llegue a ser adulto para empezar a ejercer violencia sobre él. La violencia empleada contra niños y adolescentes daña su realización, su «yo» y su existencia, dando lugar a variadas formas de privaciones y defectos del potencial carácter real de la estructura «yo existo» con la que el ente dañado llegue a experimentar su ciclo vital.
El «yo» es imprescindible para la existencia del ente y todas las actividades que efectúa en sus relaciones con el entorno. Ahora bien, no se trata de una estructura que venga dada de manera natural, como si se tratara de un órgano del sistema biológico, sino de una superestructura que debe formarse correctamente mediante aprendizaje, desde que el niño nace, hasta que cristaliza en su edad adulta y que, de no hacerlo, se frustrará la lógica subyacente a la pre-formalización natural del ente, dando lugar a diversas alteraciones estructurales y funcionales.
Dicha superestructura es de naturaleza informativa y su finalidad consiste en regir al ente en tanto ente, es decir, en gestar, formalizar, y determinar todas las relaciones que un ser humano sostenga con el exterior, que no sean de estricto carácter biológico.
Así, la violencia que recaiga sobre el «yo» de un ente ya formado, o aquella que se efectúe sobre un ente en desarrollo, dañarán al ente integralmente considerado, como ser en sí, y en todo el ámbito de su existencia. Esto ocurrirá en diferentes grados, según sea la violencia ejercida y el nivel de formación real en que se encuentre el ser sobre el que se hace recaer.
La naturaleza informativa del «yo» se establece en un formato concreto, que es el sistema de creencias, interno y residente en el ente, que opera informando sus actividades. Dicho sistema cumple los requisitos de un verdadero sistema de carácter unitario, verificando los principios reales de razón y sosteniendo una apertura semipermeable de comunicación informativa, tanto con el sistema orgánico del propio ente, como con otros sistemas exteriores de entes existentes.
El elemento fundamental de dicho sistema informativo es la creencia. Ésta consta de dos componentes. Un componente informativo con estructura de meta-enunciado, vinculado a la causa de su carácter de verdad o de falsedad, y otro componente de tipo ejecutivo por el que posee la capacidad de formalizar y activar funciones de relación como, por ejemplo, las acciones y reacciones del propio ente.
La mayor parte del aprendizaje y del conocimiento humano vierte sobre dicho sistema informativo interno, por lo que, el tipo y carácter de la información que se ponga a su alcance, reviste una enorme importancia en orden a la constitución del propio ente y la producción de sus actividades.
Dicho modo constitutivo, aporta al ser humano un gran potencial de desarrollo y de realización, si bien, al mismo tiempo, le dota de una enorme vulnerabilidad a ser configurado por información perjudicial procedente del entorno, lo cual, también, le confiere grandes posibilidades de irrealización o de padecer diversos grados de privaciones de propiedades reales, que alterarán su existencia.