Blog de Carlos J. García

Análisis del resentimiento en el marxismo

La época de las grandes revoluciones que dan inicio a la era contemporánea se extiende, aproximadamente, desde el último tercio del siglo XVIII hasta el siglo XX.

La independencia de los Estados Unidos respecto a Gran Bretaña (1775-1783); la Revolución Industrial (1760-1840); la Revolución Francesa (1789-1799), etc., dejaron tras de sí consecuencias prácticas, económicas, políticas, culturales, etc.,  que dieron la vuelta por completo a los estados de cosas tradicionales.

En cuanto a la revolución rusa, presenta un fuerte vínculo con la obra de Karl Marx (1818-1883) que contiene dos núcleos principales.

El primero, por el que es más conocido, es una teoría económica que asume en gran parte tesis del liberalismo económico, como las de Adam Smith (1723-1790), para concluir, entre otras cosas, que la hegemonía económica debe ser tomada por la clase trabajadora frente a los dueños del capital que la explota.

Según el modelo marxista, el trabajo no sólo produce la economía de la vida material sino que, también, produce la organización social y política, y el sistema de ideas y creencias del hombre. De esos tres niveles, el más determinante es el económico.

Según Marx, cuando una forma histórica determinada de la división del trabajo, y de la estructura igualitaria o desigual de la sociedad civil en estamentos o clases, se convierte en una traba para el desarrollo de las fuerzas productivas, los hombres acaban revolucionando la sociedad civil y con ello, también, la forma histórica del gobierno y del derecho, y del sistema de ideas y creencias de la misma.

De ahí que considere que, la historia de todas las sociedades existentes hasta el presente, es la historia de la lucha de clases.

En tal ideología, desde el principio mismo de la civilización, la producción comienza a basarse en el antagonismo de los rangos, de los estamentos, de las clases y, por último, entre el trabajo acumulado y el trabajo directo. Sin antagonismo no hay progreso. Tal es la ley a la que se acaba subordinando hasta nuestros días la civilización y que no es más que una concreción de la de Hegel (tesis, antítesis, síntesis).

En la medida en que millones de familias viven bajo condiciones económicas de existencia que las distinguen —por su modo de vivir, sus intereses y su cultura—, de otras clases y las oponen a éstas de un modo hostil, aquellas forman una clase.  La existencia de una clase oprimida es la condición vital de toda sociedad fundada en el antagonismo de clase. La clase, primero se forma como clase en sí, y, cuando cobra conciencia de serlo, pasa a ser clase para sí.

Según el autor de El Capital, en el capitalismo, es la propia fuerza del trabajo del hombre lo que se convierte en mercancía. Obligado a vender su fuerza de trabajo en el mercado, el trabajador se convierte en asalariado del capital.

Los medios y objetos del trabajo son el capital constante. La fuerza del trabajo, el capital variable. El primero transfiere un valor fijo al producto; el segundo crea valor, y tanto más, cuanto más eficazmente se lo explota. El trabajador crea una plusvalía (al trabajar más de lo que requiere la simple reposición de la fuerza de trabajo que ha vendido) que es el origen del beneficio y de su reparto entre el capital industrial, el mercantil y el financiero.

En cuanto a la burguesía, se formó como clase social bajo el feudalismo medieval y la monarquía absoluta, para acabar por derrocarlos políticamente, al imponer su propia dominación de clase. La burguesía es una clase especial porque ejerce su dominación a escala mundial y la impone a los terratenientes, la mayoría de las clases sociales tradicionales, a todas las culturas pre-capitalistas y a la mayoría de la población reducida a la condición común del proletariado, que consiste en la venta de la propia fuerza de trabajo en el mercado para poder sobrevivir.

El proletariado no se liberará a sí mismo sin acabar con la sociedad de clases, en general. Su liberación será la última revolución política y el comienzo de un orden cultural completamente diferente y superior.

Es obvio que la solución que ofrece Marx, a la dominación de los dueños del capital que ejercen el poder, es oponer otro poder: la organización de las clases oprimidas para luchar contra el capitalismo e imponerse como única clase, y, en tal momento, las clases desaparecerán. No queda muy claro si tras esa guerra a muerte la humanidad progresaría, o no, habida cuenta de que en sus presupuestos se establece que la lucha entre clases es el motor de todo progreso.

No hay que pasar por alto que la necesidad que el marxismo plantea de que cada trabajador tome conciencia de clase para sumarse al colectivo que se enfrentará a la clase dominante, es equivalente a que asuma una nueva identidad personal, que ya no será identidad individual de ser, sino de pertenencia a un colectivo cuya finalidad es la lucha por el poder y que se especifica como militancia.

En el capitalismo, el presupuesto beligerante que subyace es equivalente, en términos de que la libre competencia de empresas y capitales, produce el desarrollo económico de la sociedad. Produce desigualdades que se atribuyen a una diversidad de factores, pero, todos ellos, dentro de algún mérito atribuible a quien más riqueza acumule de entre todos los competidores. Además, se establece una  pugna entre el capital y los trabajadores en aras de conseguir la mayor competitividad y el máximo beneficio posible para el capitalista que, de diferentes modos, repercuten negativamente en la vida del trabajador.

Se admite, de forma muy generalizada, que una cultura está compuesta de cuatro estratos: a) económico, b) socio-político, c) conjunto de creencias, d) actividades no productivas. Marx intenta explicar los estratos b, c y d, desde el estrato económico, tanto en una secuencia histórica no revolucionaria, como en cualquier hecho revolucionario.

Esto, a su vez, reduce toda la cultura a un plano estrictamente materialista y elimina toda posibilidad de explicar, tanto a las culturas, como a las revoluciones, desde cualquier otro cambio previo que se produzca en cualquiera de los otros tres estratos.

Esta tesis queda desmentida ante las pugnas del poder político con el poder religioso anteriores al siglo XV y que, en absoluto, tienen nada que ver con cambios en la economía, en la producción o en la tecnología.

Marx toma el modelo liberal capitalista (sobre todo tal como es recogido por Adam Smith) como la gran y única verdad económica y sobre él despliega su modelo de revolución económica y política.

No obstante, el modelo productivo capitalista es un modelo derivado de una revolución religiosa, pero, ni es el modelo único —dado que antes de él había formas de producción sujetas a otros principios—, ni justifica las medidas revolucionarias que Marx propone.

Por lo tanto, haciendo esto, Marx justifica el modelo capitalista y, en vez de desmontar sus graves defectos, opone a él un modelo comunista que lo destruya.

Marx considera la propiedad como si fuera el mal fundamental que causa el capitalismo. No obstante, la propiedad había existido desde muchos siglos antes de que emergiera el capitalismo y no se la puede considerar sujeto de lo que con ella hagan unos hombres u otros.

Además, toma de Darwin la idea evolutiva y de Hegel la idea de la dialéctica, que sintetiza y transforma en la idea de progreso determinado por luchas entre clases, que ha de culminar en que una de ellas gane la guerra y extermine a todas las demás.

A pesar de esto, es obvio que la evolución natural tiende a la diversificación de las especies, y, si se quiere ver así, de las clases, pero no a su convergencia, ni a que se trate de una guerra que concluirá cuando una sola especie gane la guerra contra todas las demás.

Por otra parte, Marx toma de Francis Bacon la idea de ciencia, definida como saber para dominar, y se centra en el análisis de la economía liberal para destruirla e implantar la dictadura del proletariado.

Marx no opone nada en contra del Estado totalitario, tan bien considerado por Hobbes como por algunos idealistas alemanes, como es el caso de Hegel, y, de hecho promueve una tiranía estatal a manos de un único partido político, que es el de los proletarios, hasta una supuesta e ideal muerte del Estado, una vez que se hayan depurado todas las clases, tanto de religiosos como de patronos.

El segundo núcleo teórico del marxismo —como veremos, no menos importante que el anterior— consiste en postular el ateísmo en plena concordancia con Feuerbach.

El alumno del filósofo idealista Hegel,  Ludwig Feuerbach (1804-1872), que estudió teología protestante en la Universidad de Heilderberg y buen aficionado a la ciencia, acomete la tarea de liquidar la creencia religiosa en la otra vida y dejar a la religión o en nada, o en un deísmo irrelevante para el creyente. En su primera obra importante, de 1830, Feuerbach[i], sentencia la muerte verdadera como conclusión a toda vida individual. ¿Qué es el más allá? Nada o, simplemente una bella, pero falsa, esperanza.

Ahora bien, no hay que preocuparse, pues, reproduciendo la idea de Epicuro («si existo yo, no existe la muerte; si existe la muerte no existo yo»), dice Feuerbach:  «Por consiguiente, el fin del individuo, puesto que no es para él mismo, tampoco tiene ninguna realidad para él, pues para el individuo sólo tiene realidad lo que es objeto de su sensación, lo que es para él.» (p. 229)

La muerte, puesto que no se siente, no se padece. Más adelante dice el autor: «Ahora bien, si la muerte es sólo una negación que se niega a sí misma, entonces, también la inmortalidad en el sentido habitual es, como pura oposición de una nada, una afirmación irreal e indeterminada del individuo, de la vida, de la existencia.» (p. 234). Por lo tanto, ni la muerte ni la inmortalidad son nada.

El pensamiento de Feuerbach, en lo relativo a su crítica de los sistemas filosóficos anteriores,  considera la Filosofía, incluyendo la de su maestro Hegel, como un reflejo algo modificado del pensamiento religioso. Toda Filosofía  —hasta él—  vendría a ser una traducción del misticismo religioso a términos aparentemente racionales. Sería puro y simple pensamiento apartado del mundo “real”, de la tierra, y del hombre (de la “miseria humana”).

La obra de Feuerbach se puede considerar algo así como un intento de ruptura con toda la Filosofía precedente, acusada de hacerse de espaldas a la realidad del hombre, y, también, como una forma de materialismo reactivo al idealismo de Hegel, que sirve de puente al materialismo dialéctico de Marx.

Por su parte, Marx da por hecho que el mayor de los males que explica y mantiene la explotación del hombre por el hombre es la religión. Haciendo esto, descarta la lucha política como explicación de la explotación y del dominio de unos hombres sobre otros.

No obstante, hay que recordar que en una sociedad de cazadores, religiosa y monoteísta como la de algunas tribus de indios americanos, se daban condiciones democráticas y de ausencia de explotación y de dominio. Marx no toma en cuenta que las mayores tiranías políticas emergieron paralelamente al proceso de la destrucción de la religión en occidente.

Dice Marx[ii]: «Feuerbach parte del hecho de la autoenajenación religiosa, del desdoblamiento del mundo en un mundo religioso y otro terrenal. Su labor consiste en reducir el mundo religioso a su fundamento terrenal.» (p. 63)

Según Marx, la irreligiosidad tiene su razón de ser en que el hombre hace la religión y no al revés. Desde ahí, examina la función de la religión:

«La religión es la teoría universal de este mundo, su compendio enciclopédico, su lógica popularizada, su pundonor espiritualista, su entusiasmo, su sanción moral, su complemento de solemnidad, la razón universal que le consuela y justifica. Es la realización fantástica del ser humano, puesto que el ser humano carece de verdadera realidad. Por tanto, la lucha contra la religión es indirectamente una lucha contra ese mundo al que le da su aroma espiritual. La miseria religiosa es a un tiempo expresión de la miseria real y protesta contra la miseria real. La religión es la queja de la criatura en pena, el sentimiento de un mundo sin corazón y el espíritu de un estado de cosas embrutecido. Es el opio del pueblo.» (ibid, p. 62)

Por lo tanto, Marx explica la religión a causa de un estado de cosas que hace al hombre infeliz y le lleva a necesitarla. De ahí que para cambiar tal estado de cosas, hace falta, en primer lugar, acabar con la religión que anestesia el sufrimiento producido por él.

Como no podía ser de otra manera, en la lógica del proceso revolucionario en Occidente, empeñado en dinamitar el altar y el trono, no podía faltar la contribución marxista a dicho fin.

Lo cierto es que la intensa explotación obrera ocurrida a lo largo de la Revolución Industrial en Gran Bretaña, exportada a otros muchos países, corrió a manos del liberalismo burgués, una de cuyas especialidades era atacar a la religión, como se vería nítidamente en la propia Revolución Francesa.

No obstante, Marx, admitiendo la existencia de dicho poder, opta por atribuir a la religión tradicional la razón principal de la explotación.

Ahora bien, ¿existía esa lucha de clases (entre explotadores y explotados) antes de que Marx comenzara a promoverla, generando la clase mundial de los trabajadores y agitándola, hasta hacerla explotar?

Más bien parece que, para que las clases explotadas se subleven contra los explotadores, dando lugar a una verdadera lucha de clases, hay que formar la clase de los explotados, modificar sus creencias, empoderarla e instigarla para que se enfrentara a sus enemigos.

Por lo tanto, no hay levantamientos espontáneos de población sin que ésta sea manejada por algún grupo organizado para que se subleve. Ahora bien, ¿con qué tipo de instrumentos se puede soliviantar a una población para que su descontento se traduzca en una actitud beligerante?

El motor revolucionario será la frustración, el descontento, la ira, el ánimo de lucha…, la promoción de una actitud beligerante que no cesará nunca hasta la materialización de la utopía de hacer un mundo terrenal que sustituya a la fantasía del mundo celestial.

Por lo tanto, ¿con que ojos habrá que mirar el mundo que nos rodea, de forma que no decaiga nunca el espíritu revolucionario[iii]?

Al parecer se trata de la elaboración teórica de un resentimiento estructural que sirve de impulso revolucionario para llevar a cabo los cambios que Marx postula.

En un artículo anterior de este mismo blog, titulado El motor imparable del resentimiento, expuse el modelo del resentimiento en Scheller, tal como es descrito por Pintor-Ramos[iv]: «Se trata de un autoenvenenamiento anímico que se desarrolla a partir de ciertos afectos, en sí naturales (la envidia y la venganza, sobre todo), los cuales, al quedar reprimidos en su satisfacción inmediata por un sentimiento personal de impotencia, actúan hacia dentro y crean un perenne foco infeccioso; ello genera una conducta esencialmente reactiva y pasiva  que lleva a un falseamiento de la imagen del mundo, a un talante de odio contra los valores y, finalmente, a una falsificación de la recta escala axiológica a beneficio de una escala subjetiva a la medida de nuestros intereses particulares. Como fuerza esencialmente reactiva que es, el resentimiento no tiene capacidad para aportar nada nuevo; tan solo puede alterar y pervertir algo dado previamente.»

Dicha explicación del resentimiento seguramente sea válida para la mayor parte de los casos en los que ocurre, pero no parece servir para dar cuenta del resentimiento como un ingrediente político de tipo teórico que resulte estable a largo plazo, ni menos aún, cuando ya han ocurrido las venganzas pertinentes —tras la Revolución Industrial, etc. —, como fueron los casos de la revolución bolchevique, de cuño marxista, que cristalizó en el nacimiento de la URSS, la revolución cubana que puso a Fidel Castro en el poder, etc.

En España, el resentimiento de la izquierda tras la guerra civil (1936-1939) resulta prácticamente inexplicable, una vez disuelto el régimen anterior y tras más de 75 años de finalizada aquella. ¿Qué puede explicar el hecho de que dicha actitud siga estando presente en la actualidad?

El hecho de que persista a pesar de la gigantesca distancia temporal de los hechos que supuestamente lo hayan producido, e, incluso, efectuadas las venganzas pertinentes, parecen hacer necesaria una explicación alternativa.

La respuesta, tal vez no sea, exactamente, la de aquella mirada fundada en un resentimiento perpetuo, aunque se aproxime mucho a ella.

Ahora bien, si al marxismo, se le desproveyera de dicha actitud, ¿qué quedaría de él? Posiblemente, nada.

El descontento crónico, la amargura permanente fundada en las condiciones materiales de vida, sean las que sean, imaginar continuamente un mundo del revés a como esté en cada momento, la pasión sistemática por cambiarlo todo, el materialismo puro y duro… ¿cómo denominar a esa actitud?

¿Acaso no se trata de un resentimiento contra el propio mundo, sea cual sea el mundo en el que vivamos?

Al parecer, no solo la religión, sino cualquier cosa que pudiera aplacar ese estado de animadversión estructural y beligerancia activa, serían poco menos que una traición a la causa revolucionaria.

El marxismo exige la militancia con un estado de frustración permanente hasta que el mundo haya cambiado materialmente por completo, lo cual, aparte de ser imposible, conlleva, de forma implícita, la misma o mayor avidez por el poder que la que tenga cualquiera de sus enemigos.

Es decir, las actitudes que el marxismo necesita instalar para movilizar a las masas requieren la creencia de ser víctimas de explotación, que justifique una actitud estructural de resentimiento, no solo de forma individual, sino como clase social.

De ahí emana una actitud dominante, que justifica su violencia mediante la supuesta superioridad moral y la imputación de inmoralidad a quienes no sean marxistas.

En este, como en otros casos similares, parecería que a todo marxista se le debe un favor, un reconocimiento de culpa, la oportuna penitencia y el consiguiente propósito de enmienda.

Todo ello está muy lejos de la teoría económica del materialismo científico que, desprovista de toda la carga emocional-ideológica descrita, se quedaría para el mero estudio de algunos economistas curiosos.

Ahora bien, en la obra de Marx, que sostiene el papel de la religión como opio del pueblo, se omite decir que el liberalismo comenzó a formarse a partir de las revoluciones protestantes, y tuvo un papel exactamente opuesto al que Marx atribuye a la religión.

En la medida en que el protestantismo, en lucha contra el cristianismo tradicional, fuera el punto de partida del liberalismo que participó como factor causal necesario en la ocurrencia de la Revolución Industrial, con todas sus consecuencias referidas a la explotación de los trabajadores, lo último que cabría sostener sería el papel que Marx le atribuye a la religión en dicha explotación.

Muy al contrario, sería la muerte de la religión tradicional la que habría favorecido el ejercicio del poder durante la Revolución Industrial, sin frenos de ningún tipo, sobre la población trabajadora.

De hecho, el primer oponente fundamental al liberalismo es el tradicionalismo, muy vinculado al catolicismo que pone serios límites a los modos de adquisición de la propiedad.

Examinemos, aunque sea someramente, algunas cuestiones históricas relacionadas con la corriente liberal en Gran Bretaña.

Inicialmente hay dos ejes de disputa en el conflicto entre tradicionalistas y liberales en la Inglaterra de los siglos XVI y XVII. Por un lado están las disputas religiosas de los protestantes y los católicos, en especial en lo referido al acceso al trono de Inglaterra y, por otro, las que se establecen entre el poder de los oligarcas que componen el Parlamento y el poder del rey. Hay facciones favorables al protestantismo enfrentadas con aquellas que defienden el catolicismo y las hay que defienden el mayor poder del Parlamento sobre el poder real y las contrarias.

Carlos II, católico que reinó entre 1660 y 1685, restableció la monarquía tras la dictadura de Oliver Cromwell y nombró a su hermano Jacobo lord almirante supremo. Jacobo se hizo católico y al año siguiente el Parlamento aprobó el Acta de Prueba,  por la que se inhabilitaba para cargos públicos a los católicos, y, debido a esto, Jacobo dimitió como almirante supremo. Al año siguiente, en 1679, la Cámara de los Comunes trató de excluir a Jacobo de la sucesión al trono pero sin conseguirlo. Durante el reinado de Carlos II, Thomas Osborne, que fue canciller con Carlos II,  fundó la agrupación Tory que, a partir de 1834 se constituirá en el partido conservador británico.

El intento de exclusión de los católicos al trono de Inglaterra dividió a la población influyente en dos fuerzas políticas contrapuestas. En líneas generales, las facciones que se alinearon con la defensa del protestantismo y del mayor poder de las oligarquías sentadas en el Parlamento, vienen a confluir con los primeros liberales denominados whigs.

Los whigs eran los que apoyaban la exclusión de Jacobo de York, de los tronos de Inglaterra, Irlanda y Escocia. Los ataques de Jacobo II a la Iglesia Anglicana llevaron a algunos tories a apoyar la revolución de 1688, pero en su mayoría se opusieron al cambio dinástico. Se les consideraba jacobitas, lo que les apartó del poder durante todo el siglo XVIII.

Los whigs provenían de los covenanters, facción presbiteriana radical, en Escocia, que apoyaban a los presbiterianos. Por lo tanto, el partido Whig surge en oposición a Carlos II que era católico y al acceso al trono de Jacobo II y fue responsable de la revolución de 1688 que estableció la supremacía del Parlamento sobre el rey.

Los whigs representaban a los comerciantes y dissenters. Rechazaban el anglicanismo (como un protestantismo que conservaba demasiados aspectos católicos) y la monarquía absoluta. Impulsaron la proclamación del Bill of Rights (Declaración de Derechos) y apoyaron la revolución de 1688.

Así, el catolicismo y la monarquía, eran los aspectos que mejor diferenciaban a los tories frente a los whigs, que defendían el protestantismo presbiteriano y un mayor poder del Parlamento sobre el rey. Ahora bien, ese Parlamento era ocupado por las oligarquías comerciantes y, en general, económicas.

El liberalismo tiene, por tanto, una fuerte raíz calvinista y oligárquica, mientras el tradicionalismo, la tiene en el catolicismo y la monarquía.

Roland Mousnier[v] hace un análisis profundo de las implicaciones políticas y económicas del calvinismo y su repercusión en esta contienda (sus reflexiones de las páginas 486 a 495 carecen de desperdicio). El autor refiere con bastante precisión el enfoque, que inicialmente podría ser atribuido al sociólogo alemán Max Weber[vi], por el cual el calvinismo repercute en la acumulación de riqueza y en otros factores que pudieran tener una gran relevancia moral y política.

Al respecto del calvinismo y de su ramificación presbiteriana en Escocia, dice Mousnier:

«El cristiano se salva por la fe, pero la verdadera fe es aquella que engendra las obras y el hombre será juzgado por el bien común. Su deber de cristiano consiste, pues, en trabajar de la mejor manera posible en sus ocupaciones. Pero lo que demuestra que el cristiano lo hace bien, que ha sido fiel a su vocación, que Dios ha bendecido su negocio, es el éxito, la propia ganancia. […] El cristiano conquista, al mismo tiempo, la riqueza y la vida eterna y, a pesar del Evangelio, proporciona satisfacción, a la vez, a dos señores: el dinero y Dios. El ansia de la ganancia se convierte en una virtud moral; el progreso económico, en un fin; la producción siempre mayor, en un culto. Con ello se invierten los términos del cristianismo, mientras se abre la vía a la libre avidez del rico y al imperialismo comercial de la nación.» (p. 487)

Por lo tanto, la influencia de la religión presbiteriana fue favorable al funcionamiento del liberalismo económico y el capitalismo, mientras la influencia del catolicismo operaba en el sentido contrario.

Por otro lado, si la imputación de Marx, no se refiere al protestantismo, sino al catolicismo, habría que analizar minuciosamente si éste habría jugado algún papel importante, o no, en la explotación laboral, habida cuenta de que en la población de la Gran Bretaña de la Revolución Industrial, quedarían muy pocos católicos, y, los que quedaran, seguramente actuarían bajo criterios poco cooperativos con dicha explotación.

Por otro lado, la actualidad, cada vez más, va desmintiendo la tesis religiosa de Marx, por cuanto el incremento imparable de la irreligiosidad en estos siglos, XX y XXI, no hace sino favorecer la aglutinación de capital en pocas manos y la tendencia a la consideración de las personas que trabajan como simple mercancía.

Si hubiera que sostener algún tipo de animadversión teórica que pusiera algún freno a la explotación, habría de tener por objeto el poder (político, económico, social o cultural) en crecimiento sistemático desde el inicio de la era moderna hasta nuestros días, en cualquiera de sus versiones ideológicas, marxista, liberal o su híbrido final que va cristalizando en el presente siglo.

 

[i] FEUERBACH, LUDWIG; Pensamientos sobre muerte e inmortalidad; trad. y estudio preliminar de José Luis García Rúa; Alianza Editorial, S.A., Madrid, 1993

[ii] JEREZ MIR, RAFÁEL; Marx (1818-1883); EDICIONES DEL ORTO; Madrid, 1993

[iii] Puede verse un artículo de este mismo blog titulado El espíritu revolucionario

[iv] PINTOR-RAMOS, ANTONIO; Scheller (1874-1928); EDICIONES DEL ORTO, Madrid, 1997

[v] MOUSNIER, ROLAND; Los siglos XVI y XVII. El progreso de la civilización europea y la decadencia de Oriente (1492-1715); Dentro de la colección Historia general de las civilizaciones; publicada bajo la dirección de Maurice Crouzet; trad. Juan Reglá; Ediciones Destino; Barcelona, 1981

[vi] WEBER, MAX; Ensayos de sociología contemporánea I; trad. de Mireia Bofill; Editorial Planeta-De Agostini, S.A., Barcelona, 1985

4 Comments
  • Ignacio Benito Martínez on 24/10/2016

    Me gustó el artículo. Creo que los hechos acontecidos en las revoluciones del S.XVIII, así como las corrientes de pensamiento anteriores que dieron lugar a estos sucesos, debieran de ser analizados bastante más de lo que se hizo hasta ahora, ya que una época tan crucial en la historia de la humanidad no se examinó con exhaustividad.
    Cambios, no solo en lo económico, si no en la forma de pensar de las personas, que nos llevaron hasta donde estamos.

    • Carlos J. García on 29/10/2016

      Estoy totalmente de acuerdo en que cada vez hay una menor claridad histórica, y, además, se echa en falta una auténtica filosofía de la historia que explore las causas de los hechos históricos y extraiga los significados de los mismos para que no parezcan simples cadenas de acontecimientos sin razón alguna.

  • Rosalía on 29/10/2016

    Es un artículo extenso, intenso e interesante pero me surge una duda: ¿cuál sería el modelo político que funcionaría?, dada la coyuntura.

    Gracias Carlos por hacernos pensar.

    • Carlos J. García on 31/10/2016

      Me temo que este lugar no es el espacio idóneo para darte mi opinión al respecto de lo que preguntas, habida cuenta de la extensión y complejidad que tendría la respuesta. No obstante, no descarto ofrecer más adelante alguna aproximación a dicho asunto por algún otro medio.
      En cuanto a tu agradecimiento, que a mi vez te agradezco, he de decirte que lo único que hago es proponer asuntos que puedan ser de interés para los lectores potenciales del blog, pero, está fuera de mis intenciones y, sobre todo de mis posibilidades, hacer pensar a alguien. La tarea de pensar forma parte exclusiva de las competencias y disposiciones de cada cual.

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