Cuestiones filosóficas con repercusiones interpersonales y psicológicas
Parece que no son muchas las personas que se interesan por asuntos o cuestiones considerados como temas o nociones filosóficos, aun cuando muchos de esos asuntos gravitan intensamente sobre áreas cruciales de la vida de cualquier persona.
Una de estas cuestiones fundamentales —que no se ha terminado de aclarar tras ser objeto de grandes debates a lo largo de la historia de la filosofía— posee una indudable vertiente metafísica junto a otras muchas facetas a considerar.
Se trata de la noción de ser y de las propiedades de todo aquello que es.
Sobre todo, en la filosofía escolástica, la mayoría de filósofos daban por cierto el dogma de que todo ser, por el mero hecho de serlo, era uno, verdadero y bueno. De ahí que si algo era un ser, se daba por supuesto que verificaba tales propiedades.
Además, la noción de realidad era prácticamente indistinguible de la noción de ser. Ser y realidad casi se podrían considerar sinónimos, siendo, por lo demás, el objeto central de la metafísica.
El dogma de presuponer a todo ser como bueno, conlleva implícitamente algo tan grave como la negación de la posibilidad de que existan seres malos —igual que tampoco los habría falsos.
Ahora bien, ¿cómo explicar entonces las malas acciones?, ¿cómo explicar dentro de la moral religiosa la comisión de pecados?
Parece que tal dificultad se resolvía entonces acudiendo a las potencias o facultades de la inteligencia y la voluntad. Cualquier ser, siendo bueno, podría cometer acciones malas por razón de errores intelectuales o voluntades gestadas erróneamente, sobre todo, habida cuenta de la suposición del libre albedrío.
El propio Sócrates, muchos siglos antes de la escolástica, creía que nadie podía hacer el mal más que por ignorancia.
En el caso de la escolástica, es posible que tal dogma hubiera venido dado desde la creencia de que, siendo todos los seres creados por Dios, y siendo imposible que Dios hubiera creado algo malo o falso, necesariamente todas las criaturas divinas tenían que ser buenas.
Indudablemente, bajo tal sistema de creencias, se imponen múltiples deducciones asociadas, que bloquean toda posibilidad de entender el mundo, al propio ser humano, e, incluso, cuál sería el objeto de la creación divina, de modos que expliquen mejor los existentes que podemos conocer.
Por otro lado, si se supone que la creación divina incluye la existencia del mal en el mundo, la idea fundamental de un Dios perfectamente bueno se desvanece, y emerge un Dios, más parecido al que por lo general se tiene en el mundo protestante, que consiste en creer que es todopoderoso, si no de modo exclusivo, al menos, como su característica fundamental.
Es posible que estos enfoques provengan de suponer que los seres son producto directo de la creación divina, tal como son en actualidad, sin considerar la posibilidad de que Dios no cree todos los seres completos o terminados en sus respectivos modos de ser, sino que cree seres con facultades suficientes para efectuar sus desarrollos de diferentes modos, de entre los cuales, un subconjunto de ellos acabarían mal o cristalizarían en alguna forma de maldad.
Dicha maldad sería el sujeto susceptible de explicar las malas acciones, de forma completamente diferente al caso en el que se atribuye a errores intelectuales o volitivos, cometidos desde la facultad del libre albedrío. Además, ya no sería atribuible a Dios, sino a los propios sujetos responsables de ellas.
Ahora bien, si ese fuera el caso, las propiedades de la bondad y de la verdad, ya no sería universales y, no dándose en todos los seres, su carácter trascendental, entendiendo la universalidad en dicho sentido, quedaría eliminado.
Entonces, ¿qué papel jugarían dichas cualidades en el orden de lo real?
Una posibilidad es que centremos el problema, entendiendo el bien y la verdad (junto a la belleza que podría considerarse una conjunción de estas dos), no como propiedades actuales de los seres, sino como esencias potenciales de los mismos.
Además, negando su verificación universal por todos ellos, podemos desplazar la trascendencia de tales cualidades, de los seres a los sistemas de seres existentes.
Es decir, el bien, la verdad y la belleza han de ser verificados necesariamente allí donde haya dos o más seres que necesiten coexistir, y, bastaría con que uno de ellos no los verifique, para que el sistema de existentes vea comprometida su posibilidad, y, por tanto, su continuidad.
Ahora bien, que sepamos, el sistema universal de existentes —cuyos integrantes son, todos ellos, naturales— los verifica de modo general, a excepción de una parte de los sistemas interpersonales y sociales humanos, en los que, precisamente aquellos seres que no los verifican, dañan a los sistemas y a los otros seres que los integran, generando irrealidad y problemas existenciales de todo tipo.
Dado que la existencia de un ser aislado es imposible, por lo que necesariamente ha de haber sistemas de seres para que haya algo real, la ubicación trascendental de tales propiedades (bien, verdad, belleza) hay que situarla en el terreno de hacer posible que la realidad exista, sin suponer que todos los seres se sitúan de forma favorable a dicha existencia de lo real.
Es decir, el bien, la verdad y la belleza, operan como constituyentes de la realidad existente y no como características de todos los seres existentes.
Sin tales cualidades no habría realidad, al menos existente, igual que no la habría sin seres, aunque en el primer caso, su eficacia ocurre en la coexistencia dentro de sistemas de seres, mientras, en el segundo, el ser individual ha de verificar necesariamente otras propiedades diferentes para poder ser, pero, estrictamente hablando, puede no verificar aquellas.
El ser, individualmente considerado, ha de verificar los principios reales de razón, para no romper su propia unidad estructural y no caer en el absurdo, y, además, ha de estar constituido sustantivamente con cierta autonomía, y, poseer ese carácter de ser él mismo que puede concebirse bajo la noción de identidad.
Cualquier ser humano que verifique tales requisitos de ser, puede ser y es, pero eso no significa que esté a favor de la existencia de la realidad de otros seres o de los sistemas de seres con los que se encuentre. Por lo tanto, puede no verificar los trascendentales que hacen posibles los sistemas reales.
Además, no hay que presuponer fallo alguno en las facultades intelectivas ni volitivas en la producción de malas acciones. Simplemente las malas acciones están caracterizadas por estar efectuadas por malas personas, mientras que si nos fijamos en las acciones de seres humanos con defectos de realidad, sí cabría apelar a errores en el ejercicio de las facultades que intervengan en la producción de aquellas que conlleven algún tipo de perjuicio.
Por último, decir que el hecho de que no nacemos con los trascendentales inscritos en nuestro código genético —lo cual parece ser diferente en el resto de especies conocidas—, sino que hemos de incorporarlos a la constitución de nuestro modo de ser en la ontogenia, efectuada dentro de sistemas familiares y sociales, determina que la responsabilidad de su adquisición se encuentre en nosotros mismos, tanto en nuestro papel de aprendices, como en el de formadores.