El buenismo y la bondad
Tengo la impresión de que el neologismo buenismo, no solo está bien acuñado, sino que su pertinencia resulta indiscutible.
¿Cómo designar, si no, a ese nuevo fenómeno social en expansión, que parece estar apoyado por los grandes medios, e instigado desde altas instancias?
Su cuño ideológico lo convierte en algo más serio que una simple moda pasajera. Parece ser una pieza fundamental del camino que ha tomado la nueva ideología dominante.
¿En qué consiste? Quienes lo practican acumulan algunas horas al año a base de sumar minutos de silencio; han elevado su presupuesto para disponer de pañuelos limpios, siempre dispuestos para secar algunas lágrimas de cocodrilo, ya sean propias o ajenas; también, han incrementado el negocio de las floristerías y de quienes suministran velas para los velatorios; dan pésames y consuelos por doquier; se escandalizan cuando alguien no se solidariza con lo que ellos deciden que hay que hacerlo…
No obstante, no se trata solo de mostrar sentimientos de muy dudosa autenticidad, cuando hay cámaras al acecho, sino que presenta un cierto paralelismo con alguna forma moral caída en desuso.
Si la memoria no me falla, las antiguas obras de misericordia consistían en: 1) dar de comer al hambriento, 2) dar de beber al sediento, 3) dar posada al peregrino, 4) visitar al enfermo, 5) vestir al desnudo, 6) enterrar a los muertos, y creo que alguna más, pero seguro que no se limitaban a enterrar a los muertos.
Las mal llamadas primaveras árabes, de siniestras causas, no solo han dado lugar a múltiples guerras civiles, estados de anarquía, hambre, destrucción, pobreza y muchos más males, sino que, debido a la habilitación geográfica de un camino entre ellas y, nosotros, los europeos, han puesto en evidencia nuestra capacidad de ser auténticamente buenos.
Ante la oportunidad histórica de que esta civilización occidental demostrara alguna dignidad moral, ejerciendo las obras estándar de misericordia, aunque solo fuera de tipo corporal, ha resultado lo contrario.
La inmoralidad básica en la que estamos envueltos, y de la que, la mayor parte, estamos impregnados, se ha manifestado ―y lo sigue haciendo― en toda su apoteosis. Las obras de misericordia, que no se diferencian mucho de lo que hoy se da en llamar solidaridad, se han reducido a una sola: enterrar a los muertos, lo cual, a menudo, puede hasta ocurrir por simples medios naturales.
No obstante, nuestra bondad, no solo brilla por su ausencia en momentos tan espectaculares como los que estamos atravesando, sino que se echa de menos como si se tratara de una hambruna colectiva y se manifiesta en los más nimios detalles de las relaciones interpersonales.
El lema del buenismo parece ser «ni una mala palabra, ni una buena acción», pero incluyendo muchas acciones que son, tanto peores, cuanto más se falsifican.
Va llegando la hora de que reconozcamos que, como civilización, no somos los buenos de la película. Para serlo, no basta con que nos lo creamos, o simplemente, con que nos gustaría serlo, sino que, lo mejor, sería serlo.
Ahora bien, dicho esto, la pregunta es: ¿qué tendrá la bondad tan importante, como para que, una vez casi extinguida, se haya tenido que inventar el buenismo?
Al parecer, a casi todo el mundo le gusta verla en los demás y simularla ellos mismos, pero no le gusta ejercerla de verdad, ni descubrir que otros, también, la simulan.
Da la impresión de que, a la bondad, le ocurre exactamente lo contrario que al poder. A mucha gente le gusta tenerlo y ejercerlo, pero no le gusta que otros lo tengan y lo ejerzan con respecto a ellos.
No obstante, sé de mucha gente a la que le gustaría poder ser buena de verdad, pero, ¿qué se lo impide?
Si no se profundiza demasiado en el asunto, la bondad se ha tornado antieconómica. Siendo bueno de verdad, se tienen muchos gastos y pocos ingresos, se pierden muchas oportunidades de hacer negocios, no se puede entrar en los clubes de los privilegiados, e, incluso, la presencia de la buena persona acaba por molestar a quienes solo simulan dicha condición.
Dicho en otros términos, la bondad se ha tornado en algo relativo, quedando supeditada a otros principios superiores, como son ahora el poder o la economía.
Es más, resulta casi heroico sobrevivir en un mundo como este en el que vivimos conservando la bondad, y, a menudo, quien es bueno, acaba cayendo en las desgracias pertinentes.
También hay que decir que, al resto de los antiguos principios reales les está ocurriendo lo mismo.
Ser, lo que se dice ser, con cierta autonomía, independencia, integridad, etc., no está nada fácil. La verdad, atraviesa por momentos muy difíciles, y la belleza se ha enquistado, igual que la bondad, en la esfera de las falsas apariencias.
Se dirá que tenemos una larga lista de ONG´s, que se ocupan de hacer misericordia en las tuberías de desagüe por las que descarrilan los desafortunados. Sin embargo, su necesidad imperiosa nos delata como el sistema que conformamos, y no bastan para lavar su cara. Algunas de ellas, van paliando los efectos indeseables del propio sistema, pero no pueden hacer nada para corregirlo.
Sin duda, los juegos en torno a la bondad ante su manifiesta carencia, no constituyen un capricho ideológico, sino que son una de las demostraciones más inapelables del carácter real de la misma y de su imperiosa necesidad para que el mundo pueda seguir adelante.
Si no se ejerce, dicha necesidad se amortigua mediante su falsificación, aunque esto sea pan para hoy y hambre para mañana.
Ahora bien, ¿cómo es posible que, sabiendo todos que la bondad es buena per se, hayamos llegado al absurdo de convertirla en algo, cuyo ejercicio personal, se considera malo para uno mismo?
La respuesta es obvia. Cuando las leyes, normas y costumbres que rigen en un determinado ámbito, tienen como una de sus consecuencias que la bondad resulte antieconómica o, simplemente, inviable, es que algo grave está fallando en la propia estructura cultural, política, social y económica.
Me ha gustado mucho tu reflexión. Hoy en día ser auténticamente bueno es sinónimo de ser tonto. Si nuestras acciones no van unidas a un rendimiento económico o a ser más “poderosos” se consideran absurdas. Uno se plantea incluso si el actuar de forma bondadosa pudiera mal interpretarse por la persona receptora como una intrusión en su vida, lo que termina a la postre aislándonos más, que es otro de los efectos que “el poder” va buscando.
Bien es cierto que en España aún quedan ramalazos de bondad colectiva, como cuando hubo los atentados del 11 de marzo o en cualquier otra tragedia, por ejemplo, el descarrilamiento del tren a las puertas de Santiago, donde la gente salió sin pensar en los peligros o en lo desagradable a lo que se enfrentaría al ayudar a las víctimas del suceso, donaciones de sangre incluidas. Esta reacción no es igual en otros países que no cuentan con nuestra historia, que guste o no guste, ha estado tan ligada al respeto de los principios reales. Pero, el español “Quijote” está prácticamente desaparecido.
Por cierto: me llama la atención que consideres a las obras de misericordia o a los principios reales “antiguos”. Supongo que los católicos auténticos considerarán las obras de plena vigencia. Y son 14: 7 corporales y 7 espirituales. Te faltaban de las primeras hospedar al peregrino y redimir al cautivo.