El escepticismo y las falsas apariencias
Sea p una proposición o un enunciado cualquiera como, por ejemplo, «Juan es buena persona».
La llamada paradoja de Moore se formula del modo siguiente: «p, pero no creo que p», que se refiere a que alguien afirme algo sin creerlo.
Por ejemplo, si una persona conocida llamada Cristina me dice que «Juan es buena persona, pero no creo que Juan sea buena persona», sería equivalente a decir «Juan es buena persona pero yo no me lo creo».
Ahora bien, este tipo de enunciados de proposiciones de creencia pueden ser debidos a varios motivos.
Suponiendo que mi amiga Cristina tenga buena fe, me está diciendo un enunciado acerca de Juan y otro acerca de sí misma. De Juan me dice la verdad acerca de que es buena persona. De sí misma me dice que, por algún problema que ignoro, no puede creer algo que sabe que es verdad.
Otra cosa es que mi amiga Cristina me diga que Juan es buena persona y que me oculte que ella no cree que Juan lo sea. En este caso se podrían dar dos posibilidades: que no lo crea porque sepa que no es verdad, en cuyo caso simplemente me está mintiendo, o, también, que, siendo verdad, ella no se lo pueda creer pero que este último hecho no me lo diga.
Suponiendo la buena fe de Cristina y, dando por cierto que Juan es buena persona, la paradoja de Moore pone en evidencia una posible relación problemática entre saber y creer, entre verdad y creencia. ¿Acaso no basta saber que algo es verdad para creerlo? Efectivamente, puede no bastar.
Por otro lado, tampoco puede bastar saber que algo es falso para no creerlo, lo cual parece ofrecer un cierto balance acerca de la relativa independencia entre verdad y creencia.
Ahora bien, la mayor parte de las veces en que se producen este tipo de paradojas, ocurren de forma que, la discrepancia entre el enunciado y la creencia, se sitúa en dos planos diferentes: se dice el enunciado mientras la creencia queda oculta.
Así, aquello que se dice es lo contrario de lo que se cree, lo cual elimina la paradoja lógica, pero nos pone en un escenario en el que las falsas apariencias se imponen sobre aquello que verdaderamente es.
El término griego doxa se traduce habitualmente por opinión [i]. La doctrina de la opinión inicialmente se contrastó con la de la verdad o la ciencia ―por Parménides o Platón. En el primer caso, la opinión hacía referencia a la apariencia, la ilusión y el engaño, mientras, en el segundo, se hacía referencia a un saber verdadero.
En la época moderna, muchos autores han considerado equivalentes doxa u opinión, vinculados a suposición o conjetura, en cuanto opuestos a certidumbre.
Es decir, el terreno de las opiniones, cuya carencia de certidumbre las convierte en suposiciones o conjeturas, se corresponde con el mundo de las falsas apariencias.
En una época en la que se encuentra tan extendido el hecho de que se generen falsas apariencias, que ocultan lo que verdaderamente es, se produce el efecto colateral de que el volumen de opiniones se incrementa geométricamente, con la consiguiente inseguridad generalizada en la esfera del conocimiento.
Podemos imaginar un mundo en el que la gente dijera o manifestara aquello que verdaderamente creyera, y en el que, esas mismas personas dispusieran de certidumbres sólidamente asentadas, acerca de que aquellas apariencias que observaran eran verdaderas.
En un mundo utópico de ese tipo, el campo de la opinión se reduciría a generar enunciados inciertos, solamente cuando algunos objetos o asuntos fueran muy difíciles de conocer, pero quedarían excluidos la mayor parte de asuntos, cosas o personas, acerca de los cuales dispondríamos de un saber verdadero.
Por otro lado, casi se da por hecho que, lo que cualquier persona dice acerca de cualquier asunto, es su opinión, siendo, por lo demás, todas las opiniones humanas igual de válidas o de inválidas.
Es decir, se supone, en general, que ninguna persona dispone de saber verdadero alguno que pueda comunicar a otros, por lo que, quienes recibamos sus opiniones hemos de escucharlas bajo la presunción de que carecen de verdad o de certeza.
Sin duda, este extremo del asunto, hace mermar seriamente la posibilidad de confiar seriamente en lo que diga cualquier persona, salvo que disponga de algún crédito que la haga especial para nosotros.
Toda esta conjunción de características sociales confluye en la generación de una postura de escepticismo generalizado, más o menos especificado en términos de que no se puede conocer nada verdaderamente, ni, por lo tanto, podemos creer en nada, ni en nadie, a ciencia cierta.
No obstante, no debemos suponer que tal escepticismo nos defenderá de caer en engaños de gran envergadura. Los expertos en hacer creer lo que ellos quieren; los vendedores carismáticos; los grupos de presión organizados; las instituciones que cuenten con cierto prestigio; la opinión llamada pública; los comunicados oficiales de la ciencia…, se salvarán de nuestro escepticismo general y tienen muchas más posibilidades de hacernos creer lo que les interese.
[i] Véase entrada Doxa en: FERRATER MORA; Diccionario de Filosofía; Círculo de Lectores, S.A., Barcelona, 1991