El estorbo de la realidad en los mundos de ensueño
El sueño más famoso de la historia o, mejor dicho, quien hizo más famosa la palabra “sueño”, para referirse al futuro estado de cosas de una clase social mejor que el que entonces había, fue Martin Luther King, allá por 1963 en el monumento a Lincoln de Washington D.C., que fue quien proclamo la abolición de la esclavitud en EEUU un siglo antes. Luther King repitió la expresión “Hoy tengo un sueño…” por lo menos media docena de veces en aquel discurso que quedó titulado de ese modo.
No obstante, dicho sueño encajaba muy bien en el eslogan más empleado para caracterizar a dicha nación en términos de “El gran sueño americano”.
Ese discurso pasó a los anales de la historia estadounidense, como también pasó el texto de William James en su presentación de la doctrina del pragmatismo, prototipo de su pensamiento nacional, en una famosa universidad americana, doctrina paradójicamente elaborada en el Club Metafísico de Boston en 1872.
En el pragmatismo la piedra angular es la voluntad de creer, dado que las creencias tienen la utilidad de mover a la acción, y la acción es lo que importa. Da igual si son verdaderas o falsas hasta el punto de que se juzgan verdaderas si son eficaces para conseguir lo que uno quiere y, falsas, si son ineficaces.
En esa irrealidad, soñar y creer tienen mucho en común: se plantea que cuando alguien desea algo con tanta intensidad que llegue a creer en su materialización, eso seguramente ocurrirá y, entonces, esa creencia habrá adquirido rango de verdad profética.
El discurso de Luther King convenció lo suficiente como para hacer creer a mucha gente que podían acabar con la discriminación racial, lo cual contribuyó a mejorar el estado en el que se encontraba ese problema, unido a otros factores que también ayudaron ─ya estaba prescrito en la Constitución de EEUU, la labor del presidente católico J. F. Kennedy, la participación de soldados estadounidenses de color en la guerra de Vietnam, etc.
Ahora bien, el pragmatismo no siempre funciona y, esos “sueños”, ni siempre se cumplen ni siempre son tan benignos.
Además, una característica que diferencia a los sueños de las fantasías, es que en éstas el «yo» se divierte, mientras en el sueño duerme como si fuera un objeto pasivo.
En el caso de las fantasías incumplidas se encuentra, por ejemplo, el socialismo utópico anterior a la fundación oficial del comunismo proclamada en su Manifiesto de 1848. Aquel socialismo premarxista —pacífico a diferencia del marxismo científico—, representado fundamentalmente por Robert Owen en Inglaterra y por Saint-Simon en Francia, quedó triturado en poco tiempo bajo el comunismo que todavía persiste.
Ahora bien, aquel extinto socialismo utópico, ¿por qué se calificó de utópico en vez de considerarse un proyecto que podía materializarse? Tal vez fuera porque el sueño comunista tenía más potencial pragmático que él, al ser mucho más fácil de llevar a cabo: cien millones de personas, o tal vez más, fueron una mera dificultad que quedó eliminada bajo aquel sueño criminal.
No sé bien si el término sueño está bien empleado en el caso ruso, en su modalidad de pesadilla, o si sería mejor calificarlo de utopía como, por ejemplo, la utopía cristiana de Tomás Moro a quien se le cortó la cabeza en la Torre de Londres, “demostrando” que sus creencias no eran lo suficientemente verdaderas como para que cambiaran el curso de la historia.
Es posible que esas ensoñaciones diurnas solo puedan ser pesadillas si no encajan debidamente en ciertos lugares.
No hará más de diez años que en España se ha puesto de moda el empleo de la palabra sueño con el significado de ser la liebre que debe perseguir el galgo, la zanahoria del conejo o salir en un programa de televisión. Dicha palabra suena mejor que, por ejemplo, meta, objetivo, ambición, aspiración, etc., en tanto expectativas de consecución de algo.
Según parece, ahora debemos perseguir nuestros sueños o, más bien, tratar de materializarlos, lo cual debe obedecer a la inculturación anglosajona en la que estamos inmersos.
Los sueños, la magia, las brujas, las hadas…, parece que estamos ascendiendo a las nubes en las que habitan las ideas, igual que se suben a la nube los datos informáticos. Todo muy nebuloso, flotante, ingrávido y espirituoso. De hecho, en Platón coinciden el mundo platónico de las ideas y la primera utopía seria de la historia contada en su República, aunque Platón fuera mucho más que eso.
Estas consideraciones nos llevan de nuevo al idealismo. Su significado más común se refiere a una clase de actitudes fundadas en ideas de futuro investidas de valoraciones positivas, en conjunción con una cierta ingenuidad de aquel que las sostiene. Un ejemplo de esto lo encontraríamos en los antes mencionados, Robert Owen y Saint-Simon, calificados de utópicos. En tal sentido, el idealismo resulta sinónimo de lo utópico.
Por otro lado, una utopía es una idea sin lugar en el que materializarse en el mundo. Se trataría, entonces, de un ideal inaccesible, algo cuya perfección resulta excesiva. En este caso, el idealista es alguien que se mueve por alguna utopía, o, como se dice ahora, por un sueño.
La visión de ese idealismo se vincula al deseo de alguien de acceder a un gran bien. Un bien, enorme, descomunal y fantástico, anhelado desde su inocencia.
De ahí que ese idealismo se haya cargado de un sentido extremadamente positivo. ¿Cómo va a ser malo un ingenuo que aspira a la consecución de un gran bien del que, a menudo, disfrutará toda la humanidad? Sus buenísimos deseos le caracterizan: es, sin duda, una muy buena persona.
El otro significado importante de la palabra idealismo es el filosófico.
Este es un idealismo menos bonito, del que es descendiente, entre otras muchas variantes, el pragmatismo. Niega la realidad y la existencia del mundo real. Solo admite que existe el pensamiento. No hay otra cosa más que las ideas y, por eso, lo único que es algo es la idea.
Las ideologías poseen, todas ellas esencia idealista.
Al rechazar la realidad, no se plantea si una idea tiene, o no, correlato real. Le da lo mismo si tiene, o no, relación con algo real, ya que la idea misma de realidad es una simple idea más.
Al ser las ideas lo único que existe, las ideas son la única realidad, por lo que esta identificación funda la igualdad entre una idea acerca de algo que es y otra idea de algo que debe ser.
En este punto convergen, el idealismo de las personas idealistas utópicas con el idealismo filosófico y con las ideologías: todo puede ser porque nada es.
La actitud originada en una fantasía buenísima de cómo deber ser el mundo, partiendo de la creencia de que el mundo real ni siquiera existe, es tan idealista como creer que lo único que existe es el pensamiento.
¿Dónde está el problema? Si el mundo real no existe, el mundo real no vale nada y, en su lugar, lo que tiene valor es la idea del mundo que tenga aquel que la piense, el cual, por eso mismo, desprecia el mundo real.
Una deducción obvia es que, dado que en el mundo real hay personas, despreciar ese mundo incluye el desprecio a todas ellas, salvo al genial detentador de la magnífica idea que se salva a sí mismo por tenerla.
El genio en cuestión puede pensar que el mundo, la sociedad, el vecino, y, ¿por qué no?, toda la población mundial, las naciones, los reinos, las repúblicas o lo que se le ocurra, deben ser como a él mismo se le antojen, dado que no son nada en sí mismos.
Aquí es donde esa buenísima persona empieza a saborear los placeres de su divinizada posición y las mieles potenciales del ejercicio de una tiranía ejercida desde su libertad absoluta.
A poco que se le deje, y arropado por alguna pequeña cohorte de otros idealistas amiguetes, todos ellos de cepa cartesiana, se pondrán a jugar con el mundo para hacerlo muchísimo mejor de como es. Bastará comunicar sus ideales a un conjunto algo mayor de necios para ir consolidando una asociación destinada a revolucionar un mundo que es una simple idea despreciable.
Sus ideas y sus ideales, incuestionablemente perfectos y bondadosos, se inscribirán en los anales de las ideologías destinadas a mejorar el planeta sin escatimar esfuerzos.
Ahora bien, para un idealista es fácil dar el salto de imponer sus ideas para operar sobre un mundo, tan despreciable, que ni siquiera existe. Triturará, sin inmutarse, todo aquello que no cuadre con sus maravillosas ideas, pero ¿por qué hacerlo si el mundo real es una invención de la mente? ¿Si nada es, para qué cambiarlo? Habría que preguntárselo a él para ponerle en ese aprieto.
No obstante, la salida a esa encrucijada lógica no le resulta tan complicada: las ideas que él tiene, de lo que es o de lo que hay, son muy malas, mientras las que tiene de lo que debe ser son muy buenas. Eso es suficiente para entrar en acción, una acción que tampoco es más que una idea práctica.
Mientras la lleve a efecto, su propio distanciamiento idealista de lo que materialmente está produciendo en el mundo, le llevará a experimentarlo como si jugara con un videojuego en el que, además, vaya ganando.
Por otro lado, para convencer a los necios, no les puede decir que el mundo real no existe por muy necios que sean, pero siempre tiene a su disposición la generación de ideas desconectadas de la realidad para persuadirles.
Conociendo tan bien la mente humana como solo lo puede saber un idealista, no tendrá dificultad alguna en inventar ideas acerca del mundo actual, igual que las inventa sobre el mundo futuro que depende de él. A la comunicación de esas ideas a los necios para que se las crean no le llamará mentir, sino dar su propia visión subjetiva de esas cosas que en realidad no existen.
Es obvio que, en el idealismo, ni hay ni puede haber mentiras ni verdades, dado que tales categorías proceden del contraste de las ideas con sus referentes reales, los cuales no son más que otras simples ideas.
Así que se inventa cómo es el mundo en la actualidad, igual que se ha inventado cómo debe ser el mundo en el futuro, y, con su cohorte, se dedica a pregonarlo.
Tampoco le costará esfuerzo de ningún tipo, inventarse una historia de cómo fue de malo el mundo pasado, como para haber traído a la actualidad un mundo tan horrible que está profundamente necesitado de sus reformas. El reformismo es su diversión, mientras la revolución su ocupación más apasionante.
Ha inventado la historia, ha inventado el mundo actual y ha inventado el mundo futuro, y, gracias a su activismo idealista, ha llegado a implantar su posvedad idealista. Todo ello, por lo demás, lo suficientemente lúdico como para generar adictos a ese juego.
Ni siquiera la receta que dio Ortega podría detener al idealista. En su libro España invertebrada[i], Ortega y Gasset hacía una pregunta fundamental acerca de la relación entre ser y deber ser:
¿«No es sospechosa una ética que al dictar sus normas se olvida de cómo es en su íntegra condición el objeto cuya perfección pretende definir e imperar? / Sólo debe ser lo que puede ser, y sólo puede ser lo que se mueve dentro de las condiciones de lo que es.» (p. 86)
Así, la condición de posibilidad real, Ortega la encuentra indisolublemente unida a la de actualidad real, siendo fundamental la especificación del límite de lo realmente posible, para poder definir el conjunto de lo que cabe dentro de lo que debe llegar a ser.
Ahora bien, el pensamiento ético de Ortega ahondando en el bien o en lo que es bueno, no cayó en la cuenta de precisar la vertiente destructiva del idealismo: las depuraciones; las cribas; las guillotinas; los hornos crematorios; los archipiélagos psiquiátricos; etc., todos ellos efectuados por idealistas convencidos de cómo debía llegar a ser el mundo, y ejerciendo su poder para operar sobre el mundo que encontraron, enlazando «ser» ─ «poder-ser» ─ «deber-ser» en un acto de liberación absoluta de la realidad.
Tampoco Nietzsche[ii] hubiera podido frenar al idealista. En su irracionalismo no llegó tan lejos como para negar la existencia de la realidad.
«Consideremos todavía la ingenuidad que constituye el decir «así debería ser el hombre». La realidad nos muestra una deliciosa variedad de tipos, la exuberancia de un derrochador juego de formas y cambios: y cualquier miserable moralista salido de algún rincón se atreve a decir: «no, el hombre debería ser así o asá…» Él sabe muy bien cómo debería ser, ese mojigato infeliz: se pinta a sí mismo sobre una pared y señala «ecce homo». Pero aun cuando el moralista se dirija simplemente a un individuo y sólo a él le diga «así debes ser», su actitud no es menos ridícula. El individuo es un pedazo de los hechos, de la realidad, desde atrás y hacia delante, una ley más, una necesidad más con respecto a lo que es y será… ¡Mísera locura y mísera forma de la inmodestia!».
Ambos autores hacen referencia a la ética, cada uno a su modo. Ambos la fundan en lo que es real, pero a ambos se les desliza el problema de fondo por el que se les escapa vivo el idealista: la negación de la realidad tachándola de irreal, y la afirmación de sus ideas, sosteniendo que éstas constituyen lo único real: el idealista está a una gran altura por encima de la realidad.
Ahora ben, ese anti-realismo con forma de un subjetivismo atroz y terrorífico, del que presumen esos idealistas buenísimos, plantea un problema irresoluble para ellos mismos. Si ellos mismos solo son ideas, ¿cómo es posible que piensen ideas? ¿O es que ellos mismos sí se consideran personas reales capaces de pensar, mientras niegan que todas las demás personas también seamos algo real?
El idealismo, no solo es anti-real en sentido filosófico, sino que también puede serlo en sentido ético y moral. El narcisismo; la egolatría; el solipsismo; el sadismo; el belicismo; el desprecio; la criminalidad; la falsedad; la manipulación; la ofensa, y su infinita ambición de poder, dejan poco hueco para la ingenua creencia de que muchos idealistas y todos los ideólogos solo quieran nuestro bien.
[i] ORTEGA Y GASSET, JOSÉ; España invertebrada. Bosquejo de algunos pensamientos históricos; La deshumanización del arte; Editorial Planeta DeAgostini, S.A., Barcelona, 2010
[ii] NIETZSCHE, FRIEDRICH; El ocaso de los ídolos; edición, prólogo y trad. De Roberto Echavarren; Tusquets Editor, Barcelona, segunda edición, 1975