El estrés que agrega la irrealidad en la crisis del coronavirus
La situación que vivimos nos ha puesto a todos o casi todos en unas condiciones cuya singularidad puede hacernos reaccionar de modos novedosos o suscitar la producción de estados a los que éramos vulnerables sin ser conscientes de ello. También puede extremar reacciones emocionales o de otros tipos que ya conocíamos pero elevándolas a extremos imprevisibles.
Entre otros asuntos importantes, conviene reflexionar en las manifestaciones que son producto de nuestras creencias relativas a las relaciones del propio ser, el yo y el entorno, en interacción con el elevado nivel de estrés que experimentamos.
Analicemos un primer esquema de este tipo de problemas: Personas que creen que si enferman o les ocurre algo malo durante la pandemia es por culpa suya.
Ante un riesgo de enfermar tan elevado para el conjunto de la población general, que es debido a la elevada transmisibilidad del virus, las dificultades de confinamiento para determinados sectores de trabajadores, la carencia de protecciones materiales por falta de suministros, los contactos inevitables con personas próximas, etc., parecería un poco raro que una persona pretendiera controlar por ella misma el cien por cien del riesgo de contagiarse o se auto-atribuyera plena responsabilidad al respecto.
Esquemáticamente se puede plantear como «yo soy absolutamente culpable/responsable de todo lo malo que me pase en la vida con total independencia de los factores causales exteriores que participen en la producción del daño que experimente».
En este caso, estamos ante una creencia que vincula al propio ser como objeto de cualquier estado negativo con lo que haga el propio yo, e independizándolo de cualquier factor causal del entorno.
De ahí se deriva una auto-exigencia extrema que afecta a todas las relaciones «yo-mundo» y a una hetero-exigencia nula sobre las condiciones exteriores que se puedan padecer.
Por lo tanto, fijada como constante una situación peligrosa como la que vivimos, esa misma auto-exigencia funciona como un estresor de alta intensidad que demanda elevar el control hasta niveles muy altos, pero siempre insuficientes, por lo que el riesgo percibido no puede reducirse. De ahí que se dispare el miedo a la propia incapacidad de control de la situación, la tensión emocional, la ansiedad y, en términos del propio ser, una caída de la autoestima vinculada a la constatación de la insuficiencia de capacidad y al sentimiento de culpa por no poder garantizar la evitación de lo temido.
Se podría decir, estrictamente, que la persona tiene miedo a contagiarse en vez de tener miedo a ser contagiada, dado que se percibe a sí misma como un ser que se contagia a sí mismo.
Un esquema paralelo al expuesto es el referido a personas que creen que si otras personas enferman o les ocurre algo malo durante la pandemia es por exclusiva culpa suya. Se trata del miedo a contagiar a otros lo cual confirmaría que son personas dañinas o destructivas.
En este caso, la identidad personal ha sido elaborada en la niñez en términos de que es un ser que ha venido a este mundo nada más que para hacer daño y perjudicar a terceros. De ahí que el control sobre todas sus actividades de relación se extrema ante la más mínima posibilidad de hacer daño a alguien.
Creen que cualquier cosa mala que les ocurra a las personas con las que tengan relación es culpa suya, ya sea como agentes activos, pasivos, conscientes, inconscientes, por acción u omisión, etc., descartando que lo malo que les pase a ellos pueda ser debido a ellos mismos o a otros factores causales ajenos del entorno.
En el caso que vivimos de la pandemia de un virus, siendo invisibles el agente patógeno, los mecanismos de la transmisión, las defensas orgánicas de los afectados, y todo cuando concierne a la enfermedad salvo los síntomas manifiestos que se den, se dan las peores circunstancias para poder tener una cierta sensación de control sobre la posibilidad de contagiar a terceros.
No basta con tener las mayores precauciones al tocar manubrios, exhalar el propio aliento a terceros, la tos, los estornudos, llevar mascarillas, las manos limpias, etc. Una persona que cree ser transmisora de males o una mera carga para los demás, no podrá descansar tranquila un solo momento. En tales casos, ante la manifiesta imposibilidad de control y evitación de lo temido, tenderán a generar supersticiones seguidas de actos compulsivos de todo tipo, totalmente ineficaces para incrementar el control, pero cuya materialización contribuye a reducir en cierto grado el nivel de angustia vinculado a la posible confirmación de su propia malignidad.
La auto-exigencia puede llegar a niveles como el de desconfiar de todas sus funciones, su memoria, su conciencia, sus motivos, etc., creyendo que han olvidado los males que supuestamente han causado, que no son conscientes de las propias acciones que efectúan, que inconscientemente pueden desear contagiar a otros, etc. Lo cierto es que todas sus funciones mentales discurren en plena normalidad, pero al desconfiar del yo desconfían de todo lo que el yo hace.
En el lado opuesto a las personas regidas por estas creencias que se ceban cuestionando al propio ser, se encuentran las que estructuralmente atribuyen al mundo, a terceros, a la sociedad, o a cualquier causa o sujeto exterior, al tiempo que exculpan sistemáticamente al propio ser, de todo cuanto de malo les ocurra a ellas mismas o a cualquier persona con la que tengan relación.
Si les pasa algo malo, es que son víctimas de algo exterior, y si causan algo malo a otras personas, es culpa de ellas por no haberlo evitado.
Este tipo de personalidades son de sobra conocidas, pero debemos fijarnos que puestas en el rol de agentes educativos, de padres o de madres, son, precisamente, las que culpando a sus hijos de los males que estos padezcan o culpándoles de los males, que ellas mismas u otras personas relacionadas puedan padecer, son las responsables de la producción de las creencias que determinan los dos esquemas expuestos anteriormente relativos a la auto-exigencia.
Por otro lado, la situación de pandemia que vivimos, siendo un estresor de gran intensidad para las personas aquejadas de excesos de auto-exigencia, podría ser utilizada como una situación clínica óptima para que puedan llegar a percibir con mayor realismo el carácter irreal de las creencias que fundamentan dichas estructuras de personalidad.
Obviamente los dos modelos expuestos de auto-generación de estrés, relativos a la responsabilidad de cuidarse y de cuidar, se refieren a extremos entre los cuales pueden darse todos los grados posibles, por lo que pueden considerarse como patrones conceptuales que sirvan para mejorar la percepción individual ya sea por contraste o por semejanza con ellos.
Hola Carlos. Respecto de este artículo un par de ideas.
1. La responsabilidad para con uno mismo y los demás en esta situación, y salvo en casos de maldad, se deriva del conocimiento de la realidad. Si uno sabe bien cómo funcionan los mecanismos de transmisión hará lo posible por minimizar riesgos. Por lo tanto NO hay que centrarse tanto en hacer sino en saber. El hacer viene después.
2. En este sentido nuestras autoridades, proclives a tratar a la gente como a un rebaño gregario, en lugar de aportar la última información científica, se limitan a dar instrucciones basadas en su, a mi juicio, pobre conocimiento de la realidad haciendo, además, responsable al individuo de la marcha de la pandemia. Es triste ver cómo el poder da instrucciones para limitar toda actividad personal y a la vez hacer descansar la responsabilidad de cómo se resuelva esto en las personas a las que mantiene desinformadas y- o mal informadas y completamente desactivadas (‘pararemos esto si estás quietecito: sigue las instrucciones, no confíes en fuentes no oficiales y no te muevas’)
3. El antídoto, en este y en todos los asuntos, es el ‘pensar por uno mismo’ al que aludias en otro artículo. Y mucho más en entornos ideologicos que se llevan mal con la razón individual.
Si todos sabemos cómo se transmite, el periodo en que el virus permanece activo en superficies, en qué tipo de superficies y por qué en ellas y solo en ellas, qué sustancias lo desactivan, etc, en lugar de guiar nuestra actividad por mantras ritualizados e instrucciones externas, lo haremos desde la razón de una manera mucho más efectiva y, además y esto es muy importante, dejándonos con la sensación de que nuestra acción es nuestra, lógica, real, sensata desactivando así intranquilidad, obsesividad, acciones automáticas y supersticiones. Un ejemplo claro es ese al que aludías en el que directamente consideras con razón ridículo seguir la recomendación de no usar mascarilla si no hay síntomas, pues se sabe bien que cualquier persona puede ser portadora.(a este respecto la desinformación es peligrosa sobre todo cuando se basa en sandeces del tipo de que el virus es tan pequeño que pasa por cualquier tela o papel.. un simple pañuelo en la cara reduce enormemente el riesgo porque los virus se alojan en las macrogotitas, muchísimo más grandes, que sí detiene la tela o el papel. Si tenemos una imagen mental de esto sabremos inmediatamente que no debemos tocar la mascarilla o pañuelo y después hay que desecharlo).
Nuestros Estados nacionales no son nuestros padres y desde luego a mí me parece que no buscan el bien general. Lo importante es saber y luego proceder y nuestra única responsabilidad es conocer y después actuar. Sólo saber salva vidas y aporta tranquilidad y confianza individual.
Un abrazo y gracias por compartir tus ideas, especialmente en estos momentos.
Estoy casi plenamente de acuerdo con tu comentario.
Agregaría que el conocimiento es necesario para cambiar creencias falsas que determinan nuestras actividades y, por lo tanto, es la base de la realización personal.
El hecho de que no se promueva en la población general, que es lo que se debería hacer desde la escuela y las familias, hace a las personas mucho más vulnerables a la manipulación, a creer mensajes falsos, a depender más del entorno y del grueso de la “opinión pública”, etc.
Saber es fundamental para ver, para percibir y para tener conciencia, de lo cual depende hacer valoraciones, actitudes y acciones correctas y para creer acertadamente, con sus consiguientes sentimientos y emociones acordes con la realidad. Esto repercute tanto en nuestra dimensión psicológica como en la orgánica.
He dicho que «casi» estoy de acuerdo con todo lo que dices y ese casi se refiere a que la ciencia es solo un campo del conocimiento que, aplicado a la psicología, no sirve. En materia psicológica hay que entrar mediante otras vías y disciplinas -tan rigurosas como la ciencia en el terreno físico-, como son la filosofía, la lógica, la metafísica, la experiencia personal e interpersonal, la cultura, la historia, la antropología, etc., que han de tener en cuenta el saber científico pero no reducirse a él.
Por otro lado, actualmente vemos a diario muchas aseveraciones “científicas” o que se presentan como tales en los medios, que resultan erróneas o discrepantes entre ellas. Con esto quiero decir que también hay que saber distinguir a los científicos rigurosos de los que no lo son, por servir a otros intereses diferentes al conocimiento o por insuficiencia de su propia formación y dedicación.
Solo agregar que el gobierno está haciendo un uso torticero de “la ciencia” cuando le interesa usándola demagógicamente para justificar sus errores políticos. El deber del político es adquirir conocimiento riguroso y amplio para luego tomar decisiones correctas, no entregarse a cualquiera que diga cualquier cosa, por muy científico que diga o parezca ser, para luego culparle a él de los errores que el propio gobierno cometa.
Muchas gracias, como siempre, por tus aportaciones. Un fuerte abrazo, ánimo y cuídate mucho.