El imperio de los protocolos sobre las personas
Los protocolos de actuación especifican de qué modo hay que comportarse ante determinadas situaciones o cosas, que son clasificadas dentro de determinadas categorías.
Los protocolos, pueden implantarse por tradiciones, al estilo de muchos usos sociales; por decisiones tomadas por grupos de individuos, comités de expertos, instituciones, comités ejecutivos, etc.
Hay protocolos en muchísimos ámbitos. En la investigación científica; en las aplicaciones tecnológicas; en las prácticas médicas; en muchas operaciones comerciales; en la judicatura; en la educación y la enseñanza; en la mecánica de funcionamiento de medianas y grandes empresas…
En todos los casos, los protocolos especifican qué deben hacer los profesionales ―que se ocupan de llevar a efecto un tipo trabajo que se le encomienda― en relación con las cosas o personas que son objeto de sus actuaciones.
La extensa implantación de protocolos de actuación ha llegado al extremo de que, a menudo, ya no son aplicados por seres humanos, sino por máquinas, como cuando al ponernos en contacto con alguna gran empresa, interaccionamos con una máquina programada para “interaccionar” con nosotros.
Por otra parte, las administraciones públicas, ya se han sumado a la implantación de protocolos de funcionamiento, con toda persona que necesite ponerse en contacto con ellas para tratar cualquier tipo de asunto.
Al final, todo lo que funciona bajo un protocolo de actuación, es radicalmente impersonal, y, siendo esto así en todos los casos en que las interacciones están determinadas por protocolos, llevando el sello de la impersonalidad, la cuestión es si la otra parte de las interacciones determinadas por ellos, podemos conservar nuestro estatus de personas.
Los protocolos, no solo determinan lo que una parte de los intervinientes debe hacer, sino que, también, imprimen un carácter radicalmente objetual a aquellos que son sus destinatarios.
Dicho en otros términos, los protocolos nos convierten en cosas a las que se aplica una amplia colección de metodologías.
No hay mucha diferencia entre los protocolos que determinan el funcionamiento de una cadena de montaje industrial, y, aquellos otros, que se aplican en una sala de urgencias de un hospital.
Como decía antes, los protocolos se aplican a categorías de casos, de objetos, o de individuos.
Esto lleva implícito el hecho de que antes de ser aplicados, se toman algunos datos generales del caso, y, desde ellos, se le coloca dentro de una de las categorías disponibles para aplicarle el protocolo que corresponda.
En ese mismo acto, se produce el desprecio de la información individual, que, en la mejor de las posibilidades, será obtenida a continuación para especificar alguna subcategoría en la que incluir el caso.
La cuestión es que siempre se tratará, no el caso individual, sino al individuo como si de una categoría se tratara.
Todo esto no estaría mal si, dicha información categorial, fuera completada con la información propiamente individual, pero esto no llega a ocurrir nunca, dado que no hay protocolos para individuos propiamente dichos, sino para clases de individuos.
Bajo los protocolos, desaparecen, el individuo, la persona, y toda propiedad personal.
Todo esto, se puede considerar, con razón, una deshumanización que establece relaciones entre clases de individuos, pero elimina las relaciones entre personas, lo cual es un hecho dramático.
Decía Gilson que, las falsas ciencias, se reconocen, entre otras cosas, porque se hacen preceder por sus métodos. El conocimiento realista, por el contrario, se funda en que aquello que causa el conocimiento son las personas o las cosas que constituyen su objeto, ya que no se puede saber de qué manera se conocen los objetos, antes de haberlos conocido.
Cuando toda una civilización se protocoliza, tratando de manera indistinta cosas, animales y personas, considerados como clases de objetos a las que se les aplican metodologías establecidas a priori, accede al tratamiento industrial de la vida y del propio ser humano.
Todo podría ser de otro modo. Unos profesionales, que estuvieran bien formados en sus respectivas disciplinas, deberían poder investigar cada caso con el que traten, sin menospreciar ninguna información que pudiera ser relevante para su auténtico conocimiento.
Una vez que tuvieran un conocimiento amplio y comprensivo del asunto, esos mismos profesionales deberían poder elaborar un modo óptimo de actuación, para abordar el tema de que se trate, adaptándolo ad hoc a la persona, sin que esta sufra consecuencias indeseables debidas a graves lagunas de su conocimiento.
Pongámonos en la situación de un buen médico que, libre de protocolos, conociera al paciente con toda la profundidad que le fuera posible y, en cada caso, elaborara el tipo de trato y de tratamiento que correspondiera por el bien de su paciente, de su familia, del suyo propio y de la sociedad en general.
En este tipo de actuación, lo más seguro es que optimizara al máximo sus habilidades profesionales, si bien, en algunos casos, lo previsible sería que su actuación no tuviera los buenos resultados deseados.
No obstante, dada la protocolización universal, que opera a modo de leyes de obligado cumplimiento, el buen médico que actuara fuera de los protocolos establecidos, sería crucificado de inmediato ante cualquier caso que no pudiera curar habiéndose salido de ellos.
Dicho en otros términos, los protocolos, no solo operan como pautas de abordaje de clases de casos, sino como reglamentaciones de obligada verificación, cuyo cumplimiento servirá de coartada para evitar penalizaciones derivadas de actuaciones fuera de ellas.
La medicina defensiva a la que se ha accedido, viene a obligar a los profesionales a actuar de unos modos reglamentados, aun cuando algunos de ellos pudieran saber que, actuar de un modo diferente, habida cuenta del caso de que se trate, sería mejor para el paciente.
Por otro lado, ¿para qué se van a formar los profesionales, adquiriendo capacidades que vayan más allá de las estrictamente necesarias para aplicar protocolos preestablecidos? Es obvio que, no solo resulta innecesario, sino, además, podría ser contraproducente.
Ahora bien, la merma esperable de formación integral de los profesionales en múltiples campos; la reducción del desarrollo de sus capacidades para tomar decisiones de modo autónomo; el castigo previsible al ejercicio de una cierta independencia, etc., también conllevan privaciones de sus respectivas cualidades personales.
Por lo tanto, una protocolización abusiva, no solo daña la condición personal de aquellos a los que se aplican los prejuicios de actuación, sino que, también, la reduce en todos aquellos que los aplican.
Ahora bien, si dejamos el campo de la medicina para hacer una incursión en el de la psicología, que lleva el mismo camino que aquella, los resultados pueden ser bastante peores, habida cuenta de que la psicología es la disciplina en la que más habría que respetar la condición personal de aquellos que solicitan su ayuda.
Al hacer un balance final de estas consideraciones, procede traer a colación la crítica que hizo Platón [i] a una forma de educación, ceñida al aprendizaje memorístico de esquemas «estímulo-respuesta», que era el modelo educativo que subyacía a la obra de Homero.
Dicho modelo, del tipo «si estás ante esta situación, debes hacer tal acción», se parece mucho más al funcionamiento de un mero animal que al que cabe esperar de un homo sapiens.
[i] Véase: HAVELOCK, ERIC A.; Prefacio a Platón; trad., de Ramón Buenaventura del original de 1963; Visor Distribuciones, S.A., Madrid, 1994
MUY INTERESANTE. Le felicito. Acabo de recomendar su lectura reflexiva a mis seguidores de la cuenta de Twitter @JFCalderero.
También lo leerán mis seguidores de Facebbok, ya que tengo sincronizadas ambas cuentas.
Se lo agradezco. Un saludo
Ante tal panorama, no dejan de surgirme unas preguntas que creo debiéramos hacernos: ¿quién elabora tales protocolos?; ¿son realmente los más adecuados para esas situaciones?; ¿se tienen en cuenta todos los factores personales para resolver una situación concreta a la hora de la ejecución de dichos protocolos?; ¿cuáles son los posibles intereses de quienes los elaboran?; ¿cuántas personas elaboran los protocolos?; ¿son normas aceptadas por todos?, ¿hay que estar de acuerdo con esos procolos para parecer una buena persona?, ¿están elaborados siguiendo principios reales?, etc.
Es lógico que surjan tantas preguntas. El campo es digno de una amplia investigación.
Los protocolos, ¿serían un ejemplo de la racionalización del trabajo característica de la modernidad, aspecto descrito maravillosamente bien por Zygmunt Bauman en «Modernidad y holocausto»»?
Has dado en la diana. El diseño de la mayoría de los protocolos de actuación se origina en función de la consecución de un fin, y de hacerlo con la máxima eficacia posible. Su racionalidad, o la lógica, tanto de su elaboración, como de su materialización, se ciñen al objetivo perseguido, de tal forma que, la percepción de los factores implicados en el contexto, se reduce al mínimo posible para garantizar la utilidad perseguida o la eficacia. Entre los factores excluidos suele encontrarse la moralidad. La racionalidad que tienen es su fin y solo su fin, lo cual nunca debería ser razón suficiente. Además, tal como afirma Bauman, los protocolos aplicados a personas, están asociados a la despersonalización de las mismas. La obra que citas es de lectura obligada para quienes deseen descubrir las características fundamentales de nuestra civilización y los factores pertenecientes a ella que hicieron posible el genocidio nazi.