El laberinto legal
Uno de los dogmas sobre los que descansa el denominado Estado de derecho podría considerarse en términos de que el estado tiene todo el derecho que quiera tener. Su enunciación es conocida por todos: La ignorancia de la ley no exime de su cumplimiento.
Para aclarar de qué estamos hablando hay que decir que no hay una sola ley. Tal vez nadie sepa cuántas hay de verdad. Si sumamos a las normativas europeas; las leyes del estado en sus muchas variedades (civiles, penales, fiscales, hipotecarias, etc.); los decretos-ley, las leyes orgánicas; las leyes que generan las comunidades autónomas; las normativas de los ayuntamientos; los reglamentos profesionales; las reformas de las leyes precedentes; las sentencias judiciales que crean jurisprudencia, etc., accedemos a tal cantidad de ellas que comprendemos de inmediato por qué no hay simples abogados que entiendan de leyes, sino que hay variadas especialidades y subespecialidades que, a quienes las ejercen les dan muchos quebraderos de cabeza y la necesidad imperiosa de ponerse al día continuamente.
Por otro lado, si pudiéramos examinar el conjunto legislativo al completo en un momento dado, bajo la óptica de un lógico o de un matemático que juzgara su congruencia interna, la compatibilidad o incompatibilidad existente entre ellas, etc., no tardaríamos demasiado en darnos cuenta de que esa tarea sería totalmente innovadora, aunque, seguramente imposible de efectuar. Además, su resultado sería asombroso, por su previsible o manifiesta incongruencia.
Otro asunto digno de examen sería el relativo a sus consecuencias: a cuántas personas se les llegan a aplicar cada una de ellas y con qué efectos, si justos o injustos.
Sería estupendo que las leyes tuvieran una eficacia preventiva en vez de ser aplicadas cuando alguna persona es cogida por sorpresa en algún incumplimiento de facto. Pero para poder serlo, las personas habrían de conocerlas al dedillo y tener una disposición favorable a cumplirlas. No obstante, ¿qué instancias del estado se dedican a la tarea de darlas a conocer?
Una de las responsabilidades de un estado de auténtico derecho, fundado en un ingente cuerpo legislativo, sería formar a sus súbditos en el conocimiento eficaz de toda su legislación. Además, si esa tarea se considera imposible de efectuar, como de hecho parece ser, al menos debería reducir el número y complejidad de sus leyes hasta hacer que el volumen de ellas fuera accesible a su conocimiento por todas las personas obligadas a cumplirlas.
A los actuales legisladores no parece costarles demasiado trabajo redactar leyes y más leyes, día a día, para lograr que cada acción humana quede sometida a una o más de ellas, pero parece darles pereza hacer lo contrario: ir revisando una a una e ir derogando, sintetizando, resumiendo y, en definitiva simplificando el camino de cualquier persona por este laberinto legal que, cada vez más, se asemeja a un campo de minas escondidas.
Solo entonces, el dogma de que ignorar las leyes no nos libra de la obligación de cumplirlas dejaría de ser un enunciado de una profunda irracionalidad.
Otro asunto que merece especial atención es la razón que pueda explicar este empeño en fabricar un cuerpo legislativo ingente e interminable, que gravita sobre la población a modo de una gran amenaza acerca de algo desconocido. Si se trata de generar incertidumbre en la población acerca de las posibles consecuencias legales de las propias acciones de cada cual, es obvio que lo van consiguiendo.
El problema es que la libertad de acción no coexiste nada bien con las minas enterradas en el camino.
Tema de actualidad este que tratas, ya que el número de leyes va en aumento conforme te acercas al momento actual.
Yo no he tenido la oportunidad de votar ninguna de las leyes que rigen en España, y que te dicen lo que puedes o no puedes hacer, con fuertes sanciones si no las cumples.
La legislación restringe, en mi opinión, cada vez más, nuestra libertad de acción.