El mundo como debe no ser
Nota.- Un artículo estrechamente relacionado con el presente, publicado en este mismo blog, cuyo título es Introducción a la compleja relación entre lo que es y lo que debe ser, puede resultar de utilidad para aclarar algunas nociones relacionadas.
Mucho se han cuestionado ―e, incluso se han juzgado muy mal― los regímenes, teocráticos o no, que imponían o que imponen criterios de índole moral sobre la población.
Nietzsche, como paradigma de un inmoralismo, de gran utilidad para el pensamiento característico del mundo contemporáneo, en su obra El Ocaso de los Ídolos[i], escribió lo siguiente:
«Consideremos todavía la ingenuidad que constituye el decir «así debería ser el hombre». La realidad nos muestra una deliciosa variedad de tipos, la exuberancia de un derrochador juego de formas y cambios: y cualquier miserable moralista salido de algún rincón se atreve a decir: «no, el hombre debería ser así o asá….» Él sabe muy bien cómo debería ser, ese mojigato infeliz: se pinta a sí mismo sobre una pared y señala «ecce homo». Pero aun cuando el moralista se dirija simplemente a un individuo y sólo a él le diga «así debes ser», su actitud no es menos ridícula. El individuo es un pedazo de los hechos, de la realidad, desde atrás y hacia delante, una ley más, una necesidad más con respecto a lo que es y será… ¡Mísera locura y mísera forma de la inmodestia!… Nosotros, los inmoralistas hemos, por el contrario, abierto nuestro corazón a toda clase de comprensiones, de recepciones, de aprobaciones. No negamos con facilidad, ponemos nuestra honra en ser afirmativos. Nuestros ojos se abren cada vez más a aquella economía que necesita y trata de servirse de todo lo que la locura del sacerdote, la enferma razón del sacerdote reprueba…»
Por su parte, Ortega y Gasset[ii], también criticó los planteamientos tendentes al juicio de seres, cosas o sociedades, bajo criterios exclusivos de índole moral o de justicia, si bien, desde una perspectiva bien distinta, y, en mi opinión, más acertada, de la que extraigo la siguiente cita:
«Porque, no hay duda, ese deber ser que desde el siglo XVIII, inventor del “progresismo”, pretende operar mágicamente sobre la historia, es, por lo tanto, un deber ser parcial. Cuando hoy se plantea la cuestión de cómo debe ser la sociedad, casi todo el mundo entiende que se pregunta por la perfección ética o jurídica del cuerpo social. Queda así la expresión normativa debe ser reducida a su significación moral, y ello hasta el punto de que casi se ha olvidado que la sociedad y el hombre contienen otros muchos problemas extraños por completo a la moralidad y la justicia».
¿A qué se refiere Ortega? Veamos:
« ¿No es sospechosa una ética que al dictar sus normas se olvida de cómo es en su íntegra condición el objeto cuya perfección pretende definir e imperar? / Sólo debe ser lo que puede ser, y sólo puede ser lo que se mueve dentro de las condiciones de lo que es. Fuera deseable que el cuerpo humano tuviese alas como el pájaro; pero como no puede tenerlas, porque su estructura zoológica se lo impide, sería falso decir que debe tener alas. / El ideal de una cosa, o, dicho de otro modo, lo que una cosa debe ser, no puede consistir en la suplantación de su contextura real, sino, por el contrario, en el perfeccionamiento de ésta. Toda recta sentencia sobre cómo deben ser las cosas presupone la devota observación de su realidad».
Ahora bien, siendo cierto que una ética real solo puede fundar un «deber ser» en lo que algo «puede ser», eso no significa que la mera condición de posibilidad de ser, sea suficiente para aportar carácter real al deber-ser de lo que sea. De hecho, Ortega agrega la precisión del respeto a la contextura real y, por lo tanto, a la realidad del ser de que se trate.
Los mayores crímenes de la historia, efectuados sobre poblaciones, arrancan de tesis que afirman cómo debe ser la sociedad o cómo el hombre, sin tener el menor respeto a su efectiva contextura real.
También, las mayores violencias efectuadas contra personas, especialmente niños y adolescentes, operan mediadas por tesis de cómo deben ser, que no atienden, en absoluto, a como son por su propia naturaleza.
Este asunto, es el que me dio pie a titular la segunda versión de la obra Realidad y psicología humana, como La naturaleza real del ser humano y sus alteraciones, título bajo el cual expongo una variedad de formas de violencia susceptibles de generar graves trastornos y alteraciones a aquellos que, estando en edades formativas, las padezcan.
Sin duda, el término naturaleza puede ser aplicado de forma universal a aquellas realidades que no hayan sido alteradas por el hombre, si bien, las propiedades de cada ser natural, presenta un cierto conjunto de propiedades características, a las que conocemos como la naturaleza de la especie a la que tal ser corresponda.
La existencia de dicho conjunto de propiedades de especie, implica una pre-formalización natural de cada uno de sus individuos que, en tanto las conozcamos y deseemos respetarlas, impedirán que les obliguemos a ser aquello que no deben ser.
También, podemos conocerlas y no respetarlas, obligándoles a ser lo que, ni pueden ser, ni deben ser, lo cual producirá condiciones en las que tales individuos padezcan daños esenciales.
Yendo algo más lejos, si ni siquiera conocemos a un determinado ser, imponerle ciegamente un deber ser, del tipo que sea, raya con la locura, pues equivale a prejuzgarlo como materia prima.
Ahora bien, las diversas categorías de deber ser pueden proceder de distintos orígenes, tanto morales, como no morales. Al parecer, a Nietzsche le pareció que todo deber ser, siendo de categoría moral, dañaba al ser, sin pensar que su privación en una determinada persona, garantizaría el daño a otras muchas, ni que, su privación general pudiera destruir a la propia humanidad.
Por su parte, Ortega, considerando otras categorías de deber-ser, afirmaba lo siguiente: «¿No tiene el labrador un ideal del campo, el ganadero un ideal del caballo, el médico un ideal del cuerpo? De estos ideales, ajenos a la moral y derecho, los cuales no son más que la imagen de aquellos seres en su estado de mayor perfección, emanan normas expresivas de cómo debe ser este campo, este caballo, este cuerpo humano».
De ahí que Ortega reivindique a Píndaro con la siguiente expresión: «Volvamos la espalda a las éticas mágicas y quedémonos con la única aceptable, que hace veintiséis siglos resumió Píndaro en su ilustre imperativo “llega a ser lo que eres”. Seamos en perfección lo que imperfectamente somos por naturaleza. Si sabemos mirarla, toda realidad nos enseñará su defecto y su norma, su pecado y su deber.»
Además, dicho autor, en una nota al pie aclara: «Porque al olvidarnos de analizar con sumo respeto la realidad, propendemos ligeramente a declarar indebidas muchas cosas que poseen un profundo sentido moral. Así se ha deducido frívolamente que son injustas las diferencias jerárquicas, sin las cuales no hay sociedad que pueda nacer ni persistir».
Nietzsche, por su lado, parece confundir los términos «así debería ser el hombre», y «así debes ser», como si se trataran de lo mismo.
No parece ningún disparate que, por ejemplo, conociendo bien a los caballos, podamos decir «así debería ser un caballo», pero, lo que sí es un disparate es que, estando ante un caballo andaluz, digamos o, incluso, exijamos, que debe ser un caballo mongol. Por tanto, una legítima autoridad moral, que conociera muy bien a nuestra especie y estuviera cargada de sabiduría, podría decir “así debería ser el hombre”, pero jamás diría “así debes ser tú”.
No obstante, siendo interesantes este tipo de debates, en las correspondientes épocas en las que se plantearon, en la actualidad nos encontramos ante un nuevo escenario, no sé si más amplio, o sencillamente distinto.
En cuanto a Nietzsche, ya se salió con la suya, por lo que, actualmente, casi no hay peligro alguno de que un sacerdote le diga a alguien consigna moral alguna.
En cuanto a Ortega, tal vez llegó a creer que el problema quedó bien delimitado al referir el deber ser, a la naturaleza del ser, si bien, es posible que el problema actual exceda con creces a aquella delimitación.
El mayor problema actual es que el deber-ser no opera sobre seres sino sobre la propia naturaleza, y sobre las naturalezas de especie de los seres.
Actualmente, y, cada vez más, el hombre mira a un ser y, moviendo negativamente la cabeza, afirma: “No me gusta la naturaleza de especie en la que te has originado. Te dotaré de una nueva”. Es decir, el hombre mira a un ser que posee una concreta naturaleza, se fija en la misma, la conoce y, no solo no la respeta, sino que pretende dotarle de otra naturaleza diferente.
¿Acaso no se parece más esta forma de mirar y de juzgar a aquella de la que protestó Nietzsche, que a las formas de Ortega y de Píndaro?
Ya no se hacen trajes a la medida de los cuerpos, sino que, cada vez más, se hacen trajes, bajo protocolos insospechados, para que los cuerpos se adapten a sus hechuras. ¿Qué pasará cuando un cuerpo no encuentre protocolo alguno en el que meterse? No se cuestionará el traje, sino el cuerpo.
Bien, pero, hasta ahora, no he hecho otras cosa que iniciar el planteamiento del asunto.
El auténtico problema nos lo encontramos a la hora de preguntarnos por el origen del criterio de quienes miran a la humanidad pensando: “No me gusta la naturaleza de especie en la que te has originado. Te dotaré de una nueva”.
¿Qué criterio puede determinar que a alguien no le guste una concreta naturaleza de especie, siendo todas ellas perfectas en su género? Debe tratarse de algo humano, demasiado humano.
Los revolucionarios siempre empiezan por decir que lo que hay es malo y que ellos van a traer algo mucho mejor, pero no conozco un solo caso en que eso haya sido verdad.
No obstante, hasta hace poco, dicha propaganda se refería a condiciones sociales, políticas o económicas de la propia sociedad y, que yo sepa, nunca se había planteado una revolución para cambiar la naturaleza por una naturaleza mejor. De hecho, visto así, parece cosa de locos, aunque, tal vez, se trate de un paroxismo de la maldad.
Estamos en un mundo en el que hay muchas cosas que no son como deben ser, pero si hay alguna cosa que sigue siendo como debe ser, es la poca naturaleza que queda en él. No hay una naturaleza mejor que la naturaleza, y si la hay, es cosa de ella sola mejorarse a sí misma. De ahí que si el hombre mete mano en ella, sea para lo que sea, deja, ipso facto, de ser naturaleza.
Por otro lado, ¿qué diría Nietzsche ahora? ¿Aplaudiría esa exhibición de ausencia de límites en honor al poder y en detrimento de la vida?
¿Qué criterio puede haber para justificar la destrucción de la naturaleza, incluyendo la humana, por el que su resultado compense el proceso de destrucción?
Reflexionando en la diferencia que hay entre algo que debe ser y algo que debe no-ser, la auténtica moral ha hilvanado, como diría Ortega, lo que es y lo que debe ser, fundado en la naturaleza real del ser, mientras que, lo que debe no-ser, solo podría fundarse en lo que no es.
No obstante, cuando se dice de algo real que es, que debe no-ser, la única actitud que puede derivarse es la del aniquilamiento de aquello, bajo el criterio del mero odio al ser.
Parece que hay algunos a quienes no les gustan demasiado, la realidad, la naturaleza, el ser humano y hasta el propio mundo.
Las maquinaciones genéticas; las ideologías de género; las masacres educativas; la preterición infinita de la historia; la prohibición de pensar en beneficio de la adopción de un único pensamiento; la macro-revolución política; el acopio de la mayor parte de la riqueza mundial en pocas manos; la generación de condiciones de vida cada vez más difíciles, si no imposibles; el asesinato de Dios y la divinización del hombre; la radical ausencia de autocrítica y la autocomplacencia con el propio sistema; la manipulación estructural de la información; la propaganda a favor de lo artificial, lo creativo y lo nuevo… Todo ello parece ser simple anti-realismo.
[i] NIETZSCHE, FRIEDRICH; El ocaso de los ídolos; edición, prólogo y trad. de Roberto Echavarren; Tusquets Editor, Barcelona, segunda edición, 1975
[ii] ORTEGA Y GASSET, JOSÉ; España invertebrada. Bosquejo de algunos pensamientos históricos; La deshumanización del arte; Editorial Planeta DeAgostini, S.A., Barcelona, 2010 (pp. 86-88)