El proceso antimetafísico y el odio a la realidad
El juicio que emite Watzlawick[i] al respecto de la realidad, y de lo que el ser humano debe hacer al respecto de ella, resulta demoledor, aunque, también, muy esclarecedor:
«La historia de la humanidad enseña que apenas hay otra idea más asesina y despótica que el delirio de una realidad «real» (entendiendo, naturalmente, por tal, la de la propia opinión), con todas las terribles consecuencias que se derivan con implacable rigor lógico de este delirante punto de partida. La capacidad de vivir con verdades relativas, con preguntas para las que no hay respuesta, con la sabiduría de no saber nada y con las paradójicas incertidumbres de la existencia, todo esto puede ser la esencia de la madurez humana y de la consiguiente tolerancia frente a los demás. Donde esta capacidad falta, nos entregaremos de nuevo, sin saberlo, al mundo del inquisidor general y viviremos la vida de rebaños, oscura e irresponsable, sólo de vez en cuando con la respiración aquejada por el humo acre de la hoguera de algún magnífico auto de fe o por el de las chimeneas de los hornos crematorios de algún campo de exterminio.» (p. 226)
De ahí, parece desprenderse que creer que «la realidad es real», convierte a un ser humano en un espécimen inmaduro, intolerante, oscuro e irresponsable, susceptible de llegar a cometer crímenes abominables contra la humanidad. Y, también, parece desprenderse que la capacidad de vivir con verdades relativas, con preguntas sin respuesta posible, creyendo no saber nada y con las incertidumbres existenciales de índole paradójico, convierte la esencia del ser humano en algo maduro y sin la posibilidad de cometer crímenes horrendos.
Es verdad que, en general, ninguno sabemos demasiado, que hemos de convivir con un cierto conjunto de incertidumbres y que podemos hacernos preguntas para las que no tenemos respuesta. No es verdad que todo eso tenga necesariamente algo que ver con la suposición de que la realidad no es real, ni que de tener como principio fundamental el de que la realidad no es real, nos haga, ni más maduros, ni mejores personas. En mi opinión, puede ocurrir lo contrario.
Ahora bien, ¿cómo se ha llegado a este punto en el que podemos leer una aseveración como la que acabo de citar? El historial del pensamiento antimetafísico más relevante que ha desembocado en la presente situación podemos clasificarlo en tres corrientes relacionadas: racionalismo, empirismo e idealismo.
Manuel García Morente, prologuista del libro en español de Descartes[ii] que incluye el Discurso del Método y las Meditaciones Metafísicas, reconoce el impacto decisivo de Descartes en más de tres siglos de filosofía occidental y le considera “el primer filósofo del Renacimiento” (p. 10). García Morente, no duda en reconocer el idealismo de Descartes que marca prácticamente todo el tronco posterior de la filosofía en Occidente y se reconoce sin mayor esfuerzo hasta Kant, Hegel y otros autores de la era contemporánea.
Dice G. Morente: «El Renacimiento se presenta, pues, primero como un acto de negación; es la ruptura con el pasado, es la crítica implacable de las creencias sobre las que la humanidad venía viviendo. El realismo aristotélico, que servía de base a ese conjunto de convicciones, perece también con ellas. Recibe día tras día durísimos certeros golpes. El hombre del Renacimiento se queda entonces sin filosofía. Mas el hombre no puede vivir sin filosofía; porque cuando le falta una convicción básica en que apoyar las plantas, siéntese perdido y como náufrago en el piélago de la incertidumbre. Esta angustia intolerable de la duda ha sido magistralmente descrita por Descartes…» (pp. 10-11)
Estas notas de G. Morente son, obviamente acertadas, aunque no sé si es exacto el orden completo de los factores. La negación, como observa Bergson, no es una postura simétrica a la afirmación de algún enunciado ante las cosas. La negación no es negación directa de las cosas, como pueda ser la afirmación, sino que es negación de enunciados afirmativos acerca de las cosas. Remite, por tanto a un no creer y no, a un no saber.
Ese hombre del Renacimiento toma la postura de no creer. De no creer cualquier cosa que se hubiera dicho durante la era precedente, que fue la era católica, aunque parece obstinarse en volver a creer lo que, algunas filosofías previas a los grandes sistemas metafísicos de Platón y Aristóteles, habían afirmado muchos siglos atrás. Se trata de una negación del pensamiento católico o del derivado de la cultura católica y una afirmación o, al menos, una consideración respetuosa, de cualquier otro tipo de pensamiento previo al catolicismo.
Se recuperan muchos autores clásicos famosos y se hunde a Aristóteles, parece ser que por el mero hecho de que Aristóteles había sido el filósofo más mimado por el catolicismo. Ahora bien, con el realismo aristotélico se va por la borda todo realismo y se inaugura la moda de la negación, del nihilismo, del escepticismo y del idealismo que vienen acompañando secularmente a todo el mundo moderno y contemporáneo. Si algo hace Occidente estupendamente bien es el ejercicio de la negación.
En Montaigne, quizá, todavía pesaba demasiado el catolicismo, como para dar el salto hacia el idealismo y, por ello, parece que se limitó a la prudente postura escéptica de la cautela y la duda, posiblemente por su aversión hacia las guerras de religión. Sin embargo, en Descartes encontramos ya un idealismo de cuño plenamente moderno que, simplificando mucho, se puede resumir en que hay ideas pero no hay cosas y, en caso de que las hubiera, no las podríamos conocer.
¿Por qué puede llegar a decir esto un autor que dice sentirse tan incrédulo y tan inseguro en su modo de abordar los asuntos filosóficos?
Es obvio que antes de Descartes ha habido mucha gente que afirmaba que había cosas y que se podían conocer, mejor o peor, pero, en última instancia, que el hombre podía saber algo de ellas. Es posible que algunos hombres, como pudiera ser el caso de Aristóteles, hubieran llegado demasiado lejos en sus afirmaciones acerca de las cosas y que, de entre todo cuanto dijeron, en unas afirmaciones estuvieran en lo cierto y, en otras, equivocados.
Del hecho de que Descartes afirme no saber si existe, o no existe, algo que otro ha dicho que existe, o que él mismo siente mediante sus órganos sensoriales, no se desprende que pase a negar la existencia de eso que otro ha dicho que existe o que él ve, pues para dar ese salto a la negación hace falta un dogmatismo de igual o mayor calibre que el que profesara quien hizo la afirmación previa.
Ese salto del escepticismo al idealismo, de la duda a la negación, no puede ser dado por la incredulidad o por la inseguridad sensorial, sino que requiere una actitud nueva que es exactamente la del nihilismo. El idealismo radical es el nihilismo acerca de las cosas y el dogmatismo sobre las ideas. Las cosas no existen, pero las ideas, sí.
No obstante, ¿por qué fiarse de la conciencia, que es el único órgano con el que constatar la existencia de las ideas, y no fiarse ni de los sentidos ni de la impresión de la propia existencia, o de la de las otras personas que interaccionan con uno, ni de la congruencia entre algo tan simple como el hecho de ver una piedra y ser capaces de coordinar nuestro movimiento para no tropezar con ella, para luego ver que, efectivamente, no hemos tropezado? ¿Qué tiene la conciencia de seguro e infalible que no tenga nuestra percepción, consciente o inconsciente, de las cosas?
Descartes utiliza la primera parte de su Discurso del Método, para efectuar una primera negación de todo lo precedente por el mecanismo simple de la negación de su veracidad. Esto, por cierto, es común a otros autores, como, por ejemplo, hace también, David Hume en su Tratado de la Naturaleza Humana.
Por supuesto, Descartes no se queda ahí. En la segunda parte de su Discurso, nos encontramos con una simple y directa afirmación del “yo”. Lo anterior a él, no vale, pero, la singularidad en que él consiste, sí vale.
La tercera parte la destina a afirmar que ha decidido portarse bien y ser bueno poniéndose unas reglas virtuosas de conducta mientras resuelve sus dudas filosóficas.
En la cuarta parte es en la que, por fin, expresa lo que quería decir desde el principio: «yo pienso, luego soy». Dice: «Pero advertí luego que, queriendo yo pensar, de esa suerte, que todo era falso, era necesario que yo, que lo pensaba, fuese alguna cosa; y observando que esta verdad: “yo pienso, luego soy”, era tan firme y segura que las más extravagantes suposiciones de los escépticos no son capaces de conmoverla, juzgué que podía recibirla, sin escrúpulo, como el primer principio de la filosofía que andaba buscando.» (pp. 49-50)
Cuando dice él mismo: «queriendo yo pensar que todo era falso», nos encontramos con una actitud que no puede ser entendida como escéptica, sino como el origen mismo del idealismo. Pero, ¿por qué quiere pensar eso? Según dice él para llegar a la verdad, pero, ¿de qué clase de verdad habla?
Hasta ese momento se consideraba que la verdad, en el mundo humano, era la correspondencia de las ideas con las cosas referidas por ellas. Pero si su primera y gran verdad encontrada es que tras negar las cosas, descubre que existen las ideas, y luego se deduce él mismo del hecho de pensarlas, ¿acaso no podría ser él, también, una mera idea sin cosa a la que referirse?
Esto mismo se observa en “su demostración” de la existencia de Dios.
Santo Tomás de Aquino (1225-1274)[iii], unos cuatrocientos años antes de que Descartes hiciera su discurso, expuso cinco vías para probar la existencia de Dios. 1) Cosmológica: todo lo que se mueve es movido por otro por lo que ha de haber un primer motor; 2) Causal: debe haber una causa eficiente primera; 3) Relación entre posible y necesario: hay algo que es necesario por sí y sea causa de la necesidad de lo necesario por otro (tomada de Avicena); 4) Los grados: Aparte de los grados intermedios, hay un grado máximo de todas las perfecciones como la verdad y el bien que es la causa de los grados menores de perfección; 5) El gobierno de las cosas: las cosas están orientadas a un fin porque hay un ser inteligente que así las ordena.
Por otro lado, San Anselmo (1033-1109) dijo que su idea de perfección incluía la existencia real de aquello que era perfecto, pues de lo contrario su idea de la perfección sería imperfecta y entonces la haría perfecta, añadiendo al resto de perfecciones una más, que sería la de que la perfección existe, y, por lo tanto, lo perfecto existe. Esta vía de demostración de la existencia de Dios, como se ve, deduce la existencia de Dios de una idea de la mente humana.
La crítica a la afirmación de San Anselmo consiste en que si a “Dios” se le atribuye la existencia, como cualidad estable, entonces “Dios” no sería un ser como los demás (aunque perfectísimo). Otra cosa es que pensemos de otro modo y construyamos la idea de “Dios” en términos de que se trata de una realidad auto-fundamentada en términos absolutos e inalterables, en cuyo caso tal existencia solo depende de sí misma, y, por tanto, “Dios” sería la existencia en sí misma. Pero, en tal caso, la atribución de su existencia ya no sigue la lógica de San Anselmo (“Como es perfecto, debe existir”) sino que sería al revés, “puesto que tiene (le atribuyo) existencia eterna, se trata de un ser perfecto”. La existencia es petición de principio no es deducción.
Pues bien, de estas seis demostraciones de la existencia de Dios que Descartes tenía ante su vista, apuesta por un híbrido entre la de los grados de santo Tomás y la de San Anselmo: Él se ve imperfecto, porque duda en vez de conocer, pero, se pregunta «¿de dónde había yo aprendido a pensar en algo más perfecto que yo?». Rechazando la idea de que en la naturaleza hubiera algo más perfecto que él, Descartes concluye que, la idea de un ser más perfecto que él, debía haber sido puesta en él…«por una naturaleza verdaderamente más perfecta y poseedora de todas las perfecciones de que yo pudiera tener idea; esto es para explicarlo en una palabra, por Dios.»
Es decir, afirma que la idea de perfección se la ha puesto Dios y por eso, afirma que Dios existe. Luego, dada Su existencia, dice: «Mas si no supiéramos que todo cuanto en nosotros es real y verdadero proviene de un ser perfecto e infinito, entonces, por claras y distintas que nuestras ideas fuesen, no habría razón alguna que nos asegurase que tienen la perfección de ser verdaderas.» (p. 53)
La argumentación expuesta, en un siglo en el que se están tirando abajo las creencias religiosas, hay una pelea feroz entre protestantismo y catolicismo, se niega todo lo anterior, etc., no deja de ser sorprendente. Resulta que, después de haber negado toda creencia adquirida o recibida con anterioridad, las ideas verdaderas de Descartes proceden directamente de Dios, y, por lo tanto, habría que deducir que para poder creer lo que uno siente, sabe o conoce, ha de pasar, primero, por creer en Dios, pues sin Él, interviniendo directamente en el propio pensamiento, no sería posible sentir o saber verdaderamente las cosas.
El trabajo de Santo Tomás, conciliando la filosofía con la teología, hechas por separado, como dos vías independientes para saber de Dios, había sido derruido, al eliminar todo el valor potencial de verdad al pensamiento filosófico, por su condicionamiento a la existencia de un Dios que opere activamente en el pensamiento humano. A partir de ahí, con una mayoría de la población atea o agnóstica, el hombre se acercará a ser, necesariamente, no sólo escéptico, sino, idealista, es decir, dogmático en la negación de la realidad y en la afirmación de las ideas.
Por otro lado, el racionalismo cartesiano y el empirismo, cuyo máximos exponentes son Locke y Hume, presentan muchos más componentes comunes, y de mayor calado, que aquellos en los que se diferencian.
Por lo que se ha dado en propagar, el empirismo parecería que se corresponde con la creencia en la existencia de las cosas que hay en el mundo y que aportan datos objetivos, recibidos por vía de la sensación, alejándose de elucubraciones o conjeturas hechas por la imaginación y que no son sino fantasías, etc.
Lo primero que la propaganda común ha hecho llegar acerca de esa concepción, en algunos niveles de enseñanza, viene a decir que los empiristas son los filósofos que afirman que todo el conocimiento procede de la sensación, es decir, de los órganos de los sentidos y, se opone, a la concepción racionalista que defiende que también hay ideas innatas que no han sido adquiridas por esa vía.
Lo cierto es que, en tanto corrientes de filosofía, empirismo y racionalismo, tienen bastantes más cosas en común de aquellas en que discrepan y no parece que sus diferencias, en ese orden teórico, sean lo suficientemente graves como para encontrar en ellas la clave de una fuerte división como la que, aparentemente, se les suele atribuir en la historia de la filosofía occidental.
Esmeralda García Sánchez[iv] cita los siguientes aspectos en ambas líneas (racionalismo y empirismo) de pensamiento:
«Racionalistas y empiristas establecen como única cosa existente con plena evidencia la razón y el yo pensante. También, para las dos corrientes de pensamiento sólo se conoce mediante “ideas”. Conocer es conocer ideas… Los empiristas, tomando como punto de partida los principios cartesianos de no aceptar como verdadero más que aquello que se impone al sujeto de una manera clara y distinta, establecen como lo primero del campo del conocimiento las “ideas”. También el “realismo”, la creencia de que las cosas existen realmente con evidencia absoluta, es sustituida en el empirismo por el “idealismo”: sólo es evidente que existe en nosotros una idea de las cosas. Sin embargo, para los racionalistas las ideas están en el ámbito de la conciencia y éste es su origen. Mientras que para los empiristas, dichas ideas se adquieren a través de los sentidos. […] Racionalismo y Empirismo constituyen una filosofía de la subjetividad, puesto que parten de que todo conocimiento lo es de contenidos de conciencia, si bien para los racionalistas la conciencia posee contenidos innatos y juega un papel activo en el desarrollo del conocimiento. Mientras que, para los empiristas la conciencia está vacía hasta que no recibe los contenidos que provienen de la experiencia. Por lo tanto, en este caso la conciencia desempeñará una función pasiva en la configuración del conocimiento… El racionalismo se inclina por la intuición intelectual y el empirismo por la sensible, pero esto no constituye una diferencia significativa.» (pp. 20-22)
Entre los presupuestos básicos del empirismo, esta misma autora cita los siguientes:
- «La experiencia es el único origen del conocimiento…
- En cuanto al origen del conocimiento, el sujeto no aporta nada…
- La inmediatez de nuestro conocimiento sólo le corresponde a las ideas…
Cuando este presupuesto sea llevado a las últimas consecuencias por Hume, nos encontraremos con la imposibilidad de conocer la realidad externa. Únicamente podremos creer en ella.» (p. 21)
De hecho, racionalismo y empirismo, son recogidos en la obra de Kant, que sintetiza una posición marcadamente antimetafísica y de notable demolición de la noción de realidad, abriendo más caminos por lo que el proceso antimetafísico ha ido cristalizando hasta llegar al movimiento antimetafísico de los siglos XX y XXI.
Una de las exposiciones y análisis más sistemáticos que se han efectuado del idealismo de Manuel Kant (1724-1804) es la efectuada por Teófilo Urdánoz[v] (pp. 3-120).
Urdánoz expone los siguientes puntos sintéticos del idealismo kantiano, empezando por el subjetivismo.
«Subjetivismo.―… El subjetivismo radica en la inversión copernicana, que Kant se ufana haber efectuado en el conocimiento de la naturaleza: el sujeto es el que determina el objeto y le prescribe sus leyes, en vez de estar determinado por el objeto. Este objeto ha perdido su significado propio y primordial de obiectum (Gegen-stand): algo que «está enfrente», fuera del cognoscente, no lo que meramente es representado «como puesto enfrente». Kant sigue hablando continuamente del «valor objetivo» del conocimiento empírico. Pero ya ha cambiado su sentido, porque no se refiere a objetos externos distintos del sujeto, sino a un «fenómeno» elaborado en el sujeto mediante sus formas a priori con la materia bruta de las sensaciones; y a esta representación «objetiva» nada sabemos si responde algo en la realidad. […] Con ello se ha operado la misma inversión de la noción de verdad como «adecuación del intelecto a las cosas». Kant sigue defendiendo la verdad como «conformidad del juicio con la cosa u objeto». Pero una ley fundamental del entendimiento es, según él, objetivar el fenómeno inconscientemente elaborado. Por ello la verdad no es conformidad del juicio con la cosa en sí, sino conformidad del mismo con las leyes subjetivas que rigen la elaboración de los fenómenos. De este modo, la trascendencia queda desplazada por la inmanencia, y Kant ha inaugurado el principio de la inmanencia de la filosofía moderna.» (pp. 72-73)
En cuanto al fenomenismo kantiano, Urdánoz afirma lo siguiente:
«Fenomenismo.―… Su fenomenismo es el resultado de conjugar el subjetivismo apriorista anterior con el empirismo radical, que él acepta de Hume con la misma fuerza dogmatista que él acusa a los dogmáticos del racionalismo. Kant repite continuamente que el conocer humano está limitado al campo de los fenómenos sensibles. Mas como estos fenómenos no son los datos puros recogidos de las cosas, sino producto de la elaboración de las sensaciones por las formas subjetivas, he aquí que el conocimiento ya no es de la experiencia y observación empírica de las cosas, sino de una experiencia fenoménica extorsionada por las formas y reglas subjetivas, de una aparecer fenoménico que no responde a las cosas.» (p. 73)
A continuación Urdánoz pasa revista a los siguientes aspectos fundamentales del pensamiento kantiano:
«Racionalismo logicista.―… Es un racionalista e intelectualista empedernido, que ha constituido su sistema con los materiales y estructuras del racionalismo wolffiano y propuesto un modelo de ciencia meramente racional, basada en conceptos abstractos y deducciones necesarias. Por ello es también padre del racionalismo moderno, al proclamar la razón como autónoma, que impone sus leyes a la realidad y se erige en medida de todas las cosas… Su logicismo lo invade todo, pues construye sobre las funciones lógicas del juicio todas las categorías y principios que han de regir la ciencia y la metafísica. La ontología o filosofía del ser queda absorbida en lógica o ciencia de las reglas de la razón. No hay en el sistema de Kant lugar para la vida, el amor, y otros valores absolutos, sino sólo para la razón abstracta y raciocinante.
Idealismo trascendental.― El sistema de Kant es también idealista, como sistema de conocimiento apriórico, en que los principios del conocer científico derivan a priori del sujeto. Kant ha esbozado también la autoconciencia o el yo pienso como fuente del saber filosófico…
Dualismo irreconciliable.―… las dos premisas del racionalismo apriórico y empirismo radical, mantenidas con igual tenacidad por Kant, constituyen una síntesis contradictoria e irreconciliable. Los principios de la filosofía de Kant derivarán y se desarrollarán en sistemas opuestos. Su sistema se convirtió así en una de las fuentes del fenomenismo y positivismo posteriores, así como del idealismo absoluto alemán. […]
Criticismo.― Kant, por fin, ha calificado continuamente su sistema de filosofía crítica; de una crítica contra las pretensiones de la razón de elevarse, por encima de los límites de la experiencia, al conocimiento imposible de la realidad noumenal de las cosas y, sobre todo, de las realidades suprasensibles. Por ello ha figurado siempre como banderín y emblema de toda postura crítica contra toda filosofía racional de la realidad íntima de las cosas. Kant ha pasado a la historia como el demoledor de la metafísica, pese al empuje hacia la metafísica que en él siempre alienta y no obstante su aceptación de las realidades nouménicas más altas en su doctrina moral. Y es que su postura aparece siempre como crítica destructiva y demoledora, que además parte de premisas fijas y dogmáticas ―la racionalista y la empirista―, tomadas por él como indestructibles. No es, por lo tanto, una crítica constructiva de una mente que se acerca sin prejuicios a la realidad de los datos de la experiencia para aceptarlos como son a la luz de una reflexión serena.» (pp. 74-75)
Como hemos visto, magistralmente expuesto por Urdánoz, Kant sintetiza el racionalismo y el empirismo, que ya partían de sus correspondientes negaciones apriorísticas de la realidad y elabora un sistema que no solo sigue negando la realidad sino, además, cargado de contradicciones a pesar de su supuesto rigor lógico.
A tales negaciones de la realidad, o parecidas, se ha dado en denominar idealismo y su arborización, con esa o con otras denominaciones, ha cubierto un enorme campo de la antimetafísica contemporánea.
Los efectos del calado poblacional, cultural y social de estas concepciones elaboradas en pequeños despachos son incalculables.
Ahora bien, lo que aquí nos interesa resaltar, es el lugar en el que dichas formas anti-reales dejan a la realidad en cuanto a tal.
El término idealismo, como hemos visto se refiere a poner el pensamiento humano al margen de la realidad y en negar la realidad propiamente dicha.
En este orden de cosas, si un ser humano piensa en la realidad y según la realidad, las tesis idealistas dirían de él que sus creencias de la realidad, no son de la realidad sino producto fantástico de su pensamiento que, necesariamente, según tales supuestos, sería simple irrealidad.
Así, a quien crea que la realidad es y existe, desde el idealismo se le atribuirá un carácter de ente irreal, mientras que aquel que comulgue con el idealismo, será considerado algo así como un ente sensato, por no decir real. La inversión de los conceptos, salta a la vista, resulta demoledora.
El ataque idealista a la realidad lleva implícito el ataque a los principios reales, cuyo fundamento real queda eliminado. Así, el ser, el bien, la verdad y la belleza, quedan convertidos en meras fantasías irreales, como si de un cuento se trataran y, quien crea en ellos, será considerado, ¡asombrosamente!, un idealista, mientras que quien niegue la realidad de los principios y de los entes reales, será considerado un ente con juicio cabal.
A la vista está que los idealistas, que falsamente podrían ser considerados realistas, ni siquiera creen que haya cosas exteriores a ellos mismos, que fundamenten sus más elementales relaciones de conocimiento con cuanto les rodea. Por lo tanto, ese supuesto realismo resultaría de lo más extraño que uno pudiera imaginar.
Valverde Mucientes[vi] expone una síntesis de los factores que pueden explicar el estado actual de la cuestión, en el que los enfoques no realistas que cuentan con un núcleo principal de índole antimetafísica, en la actualidad son mayoría, perjudicando especialmente a las ciencias humanas:
«15. Las filosofías antimetafísicas del siglo XIX
Por las huellas indelebles que dejó en Europa la ideología empirista y liberal de la Ilustración, por la crítica kantiana a la metafísica, por la reacción contra el Idealismo absoluto de Hegel, por los descubrimientos progresivos realizados por las ciencias de la naturaleza, por los trastornos económicos, sociales y políticos provocados por la revolución industrial, porque apareció con el maquinismo la posibilidad de enriquecerse sin medida, lo cierto es que en el siglo XIX, después de Hegel, no sólo no se hizo metafísica sino que brotaron múltiples filosofías antimetafísicas.» (p.258)
[i] WATZLAWICK, PAUL; ¿Es real la realidad? Confusión, desinformación, comunicación; trad. de Marciano Villanueva; Herder Editorial, S.L., Barcelona, 1979
[ii] DESCARTES, RENÉ; Discurso del Método. Meditaciones Metafísicas; trad., prol., y notas de Manuel García Morente; undécima edición de 1968; Espasa-Calpe, S.A., Madrid, 1937
[iii] Véase vol. III de ABAGNANO, NÍCOLA; Historia del Pensamiento; Ed. Sarpe; Madrid, 1988 (p. 247)
[iv] GARCÍA SÁNCHEZ, ESMERALDA; Locke (1632-1704); EDICIONES DEL ORTO; Madrid, 1995
[v] URDÁNOZ, TEÓFILO; Historia de la Filosofía. Volumen IV. Siglo XIX: Kant, idealismo y espiritualismo; tercera edición; Biblioteca de Autores Cristianos, Madrid, 2009
[vi] VALVERDE MUCIENTES, CARLOS; PRELECCIONES DE METAFÍSICA FUNDAMENTAL; Biblioteca de Autores Cristianos, Madrid, 2009