El ruido del mundo
Hay ruidos de fondo muy molestos que no permiten escuchar los sonidos que la persona desearía. Se trata de estimulaciones que interfieren con la aprehensión de determinados sonidos que se desean oír.
Un ruido de fondo suficientemente intenso obliga a desatender los sonidos que una persona desea escuchar.
No obstante, también puede interferir el propio pensamiento; impedir conciliar el sueño; hacer imposible que uno se concentre en hacer alguna tarea manual, etc.
Debido a estos efectos indeseables, existe una ley del ruido que limita la emisión de sonidos por encima de un cierto umbral de decibelios, en áreas en las que hay personas que verían afectadas negativamente sus actividades.
La clave del asunto radica en el impacto negativo que el ruido produce, sobre la posibilidad de focalizar la atención, que una persona necesita para hacer la mayor parte de las actividades de su vida.
Tal tipo de estimulación se traduce en una exigencia atencional prácticamente exclusiva hacia la fuente del ruido.
Por ejemplo, en un espacio destinado a la lectura, como es una biblioteca, se impone el silencio de quienes en ella se encuentren, por el mero hecho de que hablar ya es una fuente de distracción sobre quienes están leyendo.
Los procesos intelectuales, de menor o mayor complejidad, requieren, todos ellos, de una suficiente focalización de la atención en la propia tarea de que se trate.
De ahí que, no solo el ruido, sino cualquier factor que ocasione una merma en la concentración de la atención sobre la tarea que se efectúe, producirá un deterioro en la calidad o la eficacia de la misma, e, incluso, podrá llegar a hacerla imposible.
Por lo tanto, cuando en nuestro entorno están ocurriendo, con alta frecuencia, todo tipo de eventos susceptibles de afectar negativamente la existencia de la mayor parte de la población, tales hechos operan como una intensa estimulación, capaz de minimizar o impedir el normal ejercicio de las funciones intelectuales.
Además, no es solo que no podamos pensar en otras cosas diferentes de todo aquello que nos envuelve, sino que tampoco podemos pensar con claridad en ello, ni en sus causas, ni en sus efectos.
Es obvio, que, los estados de cosas exteriores especialmente turbulentos, demandan nuestra atención de forma prioritaria, lo cual desaconsejaría tratar de pensar en uno mismo, en los propios asuntos, en determinadas personas próximas o allegadas, etc., de forma independiente al propio estado del mundo.
No obstante, cuando las turbulencias del mundo no son la excepción, sino la regla, se tiende a producir una habituación con el consiguiente decremento de sensibilidad hacia las mismas, lo cual reduce la necesidad de responder a la demanda y se abre la posibilidad de que, al menos, en algunas ocasiones, podamos volver a pensar.
Pensar, ¿en qué? Lo primero a considerar son las características de ese mundo que se convierte en una auténtica trampa, capaz de engullir toda nuestra atención, y, con ella, cualquier actividad propiamente personal.
En segundo lugar, no está de más hacerse una idea esquemática del lugar en que se ha convertido, y de las actitudes que se deben adoptar ante él para reducir, en todo lo posible, los perjuicios personales que su intensa estimulación puede llegar a ocasionarnos.
El mundo actual, entendido como un foco intencional de exigencia, influencia y control poblacional, sumado al conjunto de sus efectos nocivos en la propia población afectada, es digno de una reflexión novedosa que abra el camino para poder vivir en él conservando, en todo lo posible, la compleja condición personal propia de cualquier ser humano.
Posiblemente, en vez de permitir que vaya mermando la propia dimensión personal, la conciencia de uno mismo y de las demás personas con las que tenemos relación, y la reflexión sobre todo cuanto se pueda considerar interior a uno mismo, haya que hacer un ejercicio de cierta displicencia, reducción de las tareas de atribución ficticia de importancia a múltiples estímulos exteriores y potenciación del reconocimiento de lo verdaderamente valioso.
Cuanto más fuerte sea el ruido de fondo, tanto más habrá que esforzarse en desoírlo para poder atender a todo aquello que tiene verdadero sentido y evitar disolvernos en él.
Que gran artículo para tomar conciencia en este asunto. La explosión de ruido que tenemos por todos los lados nos aparta de nuestra mente para tenernos bloqueados y sin actividad cognitiva. Cuando tengo ratos de silencio, efectivamente me percibo y pienso, pienso incluso aunque no tenga el propósito de hacerlo, la actividad viene a mí. Además incluyo en este asunto la gran estimulación visual que produce un tremendo daño por la desinformación que transmite. Gracias Carlos