El valor de las ideas
El valor de las ideas se empezó a aislar de su correspondiente relación con la realidad mediante la emergencia del subjetivismo en el siglo XVIII, un subjetivismo que había sido creado por los antiguos sofistas y que había permanecido moribundo por la manifiesta autoridad de las metafísicas griegas contemporáneas o inmediatamente posteriores a él.
Poco tiempo después de su renacimiento moderno se creó una auténtica ciénaga con la oposición entre subjetivismo y objetivismo, como si ese fuera el campo de juego en el que habría de debatirse la validez del conocimiento humano.
De forma paralela, el incesante trabajo de muchos intelectuales empeñados en matar filosóficamente la realidad fue dando sus frutos en el sentido de desvirtuarla, alejarla de las ideas en todo lo posible, considerarla como un concepto caduco y superado, y conseguir que el propio vocablo realidad —que en su propia etimología hace referencia a las cosas que de verdad existen o pueden existir—, dejara de tener importancia.
También de forma paralela, se inventó la idea de que el cerebro era una especie de ganglio autónomo e independiente del mundo exterior, cuya posibilidad de conectar con ese mismo mundo en materia de conocimiento era poco menos que absurda.
La realidad se fue confinando al mundo de lo inaccesible, dudoso, incierto e inseguro, algo así como una invención mística de la que había que prescindir exactamente igual que había que prescindir de las fantasías religiosas.
Sin duda, todo el proceso corría a cargo de las ideas, muchas de las cuales parecían contener una enorme sabiduría y conocimiento acerca de la realidad que ellas mismas negaban.
No es raro que en la actualidad se haya establecido una independencia extrema de las ideas en relación con cualquier otra clase de cosas que no sean más que ideas.
Las ideas no solo han venido a ocupar una posición privilegiada en el mundo que vivimos, sino que han servido como el medio único e infalible para auparse por encima de cualquier otra cosa.
Las ideas son puestas a existir en las atmósferas sociales de las que nos nutrimos como si poseyeran valor en sí mismas y por sí mismas. Basta su presentación en formas de imágenes o sonidos para que pasen a ocupar posiciones privilegiadas en la conformación de nuestros modos de ser y de vivir.
Se les asigna valor por el mero hecho de existir en el mundo de la opinión, la información o la propaganda, sin una sola referencia más a cualquier otro criterio diferente.
Esta modalidad de idealismo que pone a las ideas por encima de todo, sin más razón que su simple existencia, está resultando mucho más eficaz que el que se planteaba como oponente a lo que mucho antes se denominaba realismo.
El idealismo no solo parte del pensamiento como principio desde el que dirimir con la incierta y dudosa idea de realidad, sino que. partiendo de su primaria negación, se eleva a un plano de privilegio sobre ella y se afirma como aquello que de verdad es y existe per se.
Si hay algún rasgo arquetípico de las filosofías falaces es el de negar aquello sin lo que esas mismas filosofías podrían existir.
La realidad es previa e imprescindible a cualquier experiencia de pensamiento humano pues da de sí todo cuanto es necesario para que podamos ser, existir y pensar, en ese mismo orden.
La negación del ser y de la existencia de las cosas y de nosotros mismos es un acto del pensamiento que podemos hacer si y solo si somos y existimos.
Ahora bien, si examinamos el papel de las ideas, su utilidad y su validez en nuestras funciones cognitivas, solo cabe considerarlas como medios para algo y en relación con algo que no son ellas mismas.
Su valor no está en ellas mismas aisladas de las cosas, sino que adquieren valor mediante su utilidad en dos tareas diferentes: 1) Porque se refieren a algo real que existe o ha existido representándolo de manera fidedigna, en cuyo caso decimos que son verdaderas, y 2) Porque sirven para que exista, deje existir o pueda existir algo, en cuyo caso diremos que son prácticas.
En ambos casos valen por algo o para algo que está o estará fuera de ellas mismas y que, por lo tanto, no son ellas en sí mismas.
En el primer caso, su carácter verdadero les confiere el valor de hacer existir aquello otro que representan en un escenario puramente formal como puede ser la conciencia, lo cual es conocimiento y, por lo tanto, es algo necesario para todo ser humano.
En el segundo caso, entramos en un terreno completamente diferente. Las ideas que sirven para operar sobre lo que existe, ya sea para conservarlo o para cambiarlo, sin duda poseen valor por su conexión con la existencia de algo, pero no por ello su valor tiene siempre el mismo signo.
Las hay buenas o malas, en función de cuáles sean sus fines y/o sus efectos sobre aquello que existe o existirá. Pueden servir para conservar, para destruir, para innovar o para cambiar algo y, sin entrar en mayores profundidades, las buenas se atienen a la moral, mientras las malas son inmorales.
Por lo tanto, aquellas ideas que resultan eficaces para operar sobre la realidad son todas importantes, pero pueden ser buenas o malas en función de su congruencia o no con la realidad.
Es obvio que, si la propia noción e incluso la existencia de la realidad ha sido cuestionada o negada mediante sucesivos paquetes de ideas, estas mismas ideas han sido muy dañinas para todos aquellos a los que se ha engañado haciéndoles creer que la realidad no es lo que es.
La sofística fue y sigue siendo un paquete de ideas que ha hecho y sigue haciendo daño a mucha gente, y como dicha corriente, otras muchas.
Por poner un ejemplo contemporáneo en materia ideológica, hay que citar al comunismo y todas sus variantes doctrinales que promulga la idea de que el fin justifica los medios, que todo vale para conseguir un mundo mejor, que la supuesta moralidad de sus fines es suficiente para aportar moralidad a todos sus actos. Este planteamiento ha servido para cometer las mayores atrocidades a lo largo de su más de un siglo de historia, y es un hecho que no ha tenido éxito en el logro de tales fines, por lo que sus crímenes han quedado sin justificación alguna y ha contribuido a hacer un mundo mucho peor.
No se puede suspender la moralidad de los actos desplazándola hacia la moralidad de los fines cayendo en un idealismo de tipo práctico que en ningún caso llega a buen puerto y, en el hipotético caso de que llegara, tampoco. Lo que daña el mundo es la inmoralidad de los actos.
En cualquier caso, es un ejemplo del valor que pueden cobrar las ideas por el simple hecho de ponerlas a existir en la mente de muchas personas.
Actualmente padecemos una auténtica invasión de aquello que en el mundo anglosajón se conoce como fake news, o también de eso que se ha dado en llamar posverdad. Las ideas se fabrican en industrias digitales destinadas a operar en el mundo con una enorme eficacia y, solo por eso, ya resultan muy importantes. También pueden considerarse las versiones contemporáneas de la clásica propaganda de guerra o la leyenda negra, incluyendo especialmente el “difama que algo queda”.
Lo preocupante es que todas esas ideas no son percibidas por la población general como meras ideas sin correlatos reales, sino que se perciben como si de realidades se trataran.
Son traducidas automáticamente por aquella en términos de creencias a las que se conforman sus actos, sus inclinaciones, sus actitudes y todo aquello que interese a quienes las fabrican y difunden.
¿Cómo es posible que la población general, antiguamente interesada por conocer la realidad y desechar todo lo demás, caiga tan fácilmente en estas trampas mediáticas?
El proceso que empezó con el famoso “pienso luego existo” de Descartes, que ponía como principio al pensamiento, negando la evidencia de que la realidad es el principio, y, en consecuencia, elevando las ideas al rango de la única realidad evidente —igual que hizo Locke por aquella misma época—, cuenta ahora con un recorrido de varios siglos ahondando el problema y debilitando al ser humano. ¿Cuándo nos daremos cuenta de que el hombre sin realidad, por muchas ideas que tenga se queda en nada?
El valor de las ideas debe aquilatarse por la cantidad de realidad que significan antes de convertirlas en creencias, y, en su vertiente práctica, por su encaje en la producción moral de los propios actos, antes de convertirlas en hechos lamentables.
Muy buen artículo ¡Qué peligro tiene confundir las ideas, por muy atractivas que resulten, con la realidad! Si solo nos movemos en un mundo de ideas podemos hacer sufrir, y sufrir, mucho.
Saludos muy cordiales,
@JFCalderero
gracias,Carlos