Elegir en libertad
Elegir es la actividad que más implicaciones personales suele tener, pero también es la que más suele estar condicionada por el mundo exterior.
Puede ser un acto relativamente simple, por ejemplo, cuando las inclinaciones personales están claras y, además, algunas de las cosas que ofrece el mundo coinciden con ellas, o, por el contrario, tratarse de un proceso deliberativo complejo, ya sea por razones internas o por el tipo de alternativas externas que se presenten.
En cuanto a las condiciones personales que merman los grados de libertad de quien elige algo, se encuentran: a) Las limitaciones por razón de capacidad o funcionalidad, y b) Las limitaciones éticas o morales que impongan los criterios que residen en la persona.
En lo que respecta a las condiciones externas, el entorno social puede funcionar como un gran productor de posibilidades de elección para las personas que están en él, o, por el contrario, como un sistema que ofrezca pocas posibilidades.
Ahora bien, en dicho ámbito puede haber categorías de objetos bien diferenciadas en las que el entorno funcione de modos radicalmente distintos. En unas áreas puede promover grandes abanicos de posibilidades, mientras, en otros, hacer todo lo contrario.
Dadas estas diferencias, cada persona podrá sentir que dispone de muchos grados de libertad a la hora de elegir aquello que prefiera o con lo que más se identifique en un determinado campo, mientras disponga de pocos o ningún grado para elegir algo con lo que se sienta a gusto en otro o en otros terrenos.
Es decir, una persona puede sentirse libre cuando puede acceder a elegir lo que ella desea, o, por el contrario, no sentir libertad alguna cuando lo que se le ofrece no encaja con ella.
En la actualidad, salvando el problema de las dificultades económicas —desigualmente distribuidas— para adquirir bienes de consumo, tal vez nos encontremos en uno de los mejores escenarios al respecto, ya que la oferta de dichos bienes ofrece muchas posibilidades y, por lo tanto, aporta muchos grados de libertad, o, al menos, eso parece.
Da la impresión de que las escalas de bienestar poblacional tienen bastante relación con dicha condición y solo parecen empeorar cuando la gente no dispone de medios económicos, por el desempleo o los factores que sean, para ejercitar esa concreta forma de libertad.
En última instancia, el llamado mundo libre parece referirse más a un mundo en el que se consume libremente —una sociedad de consumo— que a otros factores. De hecho, es posible que dicha concepción se desvaneciera si las opciones de consumo se redujeran drásticamente.
Ahora bien, en el ámbito de la dirección política de dicho mundo libre, que es el ámbito en el que más propaganda de libertad se emite, no se aprecia la misma sintonía entre las personas y las opciones, de forma que aquellas se sientan identificadas con alguna de las alternativas que se les ofrecen.
Cuando el porcentaje de electores descontentos con las posibilidades que se les ofrecen tiende a ser elevado, tal como parece ocurrir actualmente, hay que plantearse cómo es posible que dicha población electoral, descontenta con la oferta, no sea atendida por nuevos agentes políticos que la representen.
Si estuviéramos en el ámbito del consumo, surgirían empresas como setas para hacerse con tal nicho de mercado, pero en política no parecen formarse partidos que atiendan a tal demanda y, en caso de parecer que sí, pronto se constata la frustración que producen.
Es obvio que no está bien engrasada la maquinaria de la que depende la representación política de la población.
En cuanto a la oferta política, dichas opciones pueden tener dos problemas para los electores: a) Todas las opciones son sustancialmente diferentes, y no gusta ninguna de ellas, y b) Todas las opciones son sustancialmente iguales y, por eso, tampoco gusta ninguna de ellas.
¿Cuánto tienen en común los partidos con representación parlamentaria y cuánto de diferente?
Pongamos, por ejemplo, que todos ellos tienen en común algo tan importante como pueda ser poner impuestos desorbitados a la población.
Pongamos de ejemplo, también, que alguno de ellos se diferencia en que parece estar en contra de romper la unidad política de la nación, mientras los otros están a favor.
A la vista de este panorama con elevados niveles de riesgo político, los electores que quieran romper la unidad política, tendrán varias opciones a elegir, mientras que quienes estén en contra se verán forzados a elegir a aquel partido que se oponga a la misma.
Ahora bien, tanto si se elige a uno o a los otros por esa poderosa razón, también se estará eligiendo aquello que todos ellos tienen en común, entre otras muchas cosas, poner impuestos desorbitados a la población.
¿A qué partido votarían quienes consideren igual o más importantes los elevados impuestos que la cuestión nacional? No disponen de alternativa alguna.
En consecuencia mucha gente estará votando a favor de cosas ante las que esté en contra para evitar males que, en ese momento, juzga mayores, y, también, otras muchas personas se abstendrán de votar para no apoyar opciones que consideran malas en contra de su voluntad.
Volviendo a la pregunta de la razón por la que no hay partidos que satisfagan las demandas de ese gran nicho de votos potenciales, el asunto se torna espinoso.
¿Cómo es posible que todos los partidos susceptibles de ejercer el poder comulguen con un enorme conjunto de ideas que una parte significativa de la población detesta?
Es obvio que no parecen ser permeables a dicha demanda poblacional, pero, entonces, ¿a qué son permeables? ¿De dónde procede ese gran consenso ideológico que comparten entre ellos por el que, salga quien salga elegido, será llevado a cabo el mismo plan o parecido?
Lo cierto es que las poblaciones que componen las naciones no parecen disponer de tendencias propias capaces de vertebrar cambios drásticos políticos o sociales, ni mucho menos revoluciones, que den la vuelta al ordenamiento general en el que viven, salvo raras veces en que se ven obligadas a defenderse de alguna amenaza exterior.
Lo común es que el liderazgo de algunos grupos o personas, interesados en promover dichos cambios, sea el factor decisivo que movilice a la población o a alguna parte de ella. Su suerte dependerá del poder que acumulen.
La tensión que han padecido las poblaciones occidentales, por los choques violentos ocurridos entre los poderes revolucionarios y las sociedades contrarrevolucionarias a lo largo de unos cinco siglos, ha alcanzado cotas desorbitadas, pero las guerras las han ido ganando sistemáticamente los primeros, con lo cual han ido posicionándose dentro de los poderes públicos y dirigiendo la política con poca o nula oposición.
Ahora bien, en la etapa posmoderna en la que vivimos, puede producir cierto asombro que, ni las operaciones que efectúan dichos grupos de poder para llevar a las poblaciones a dónde les interese, ni las finalidades que persiguen, se comunican abiertamente a las poblaciones afectadas.
Es obvio que, al menos desde el siglo XVIII, dichas finalidades se han conservado sin grandes cambios, pero sí han cambiado las operaciones para llevarlas a efecto.
El actual régimen político de partidos parece estar constituido exprofeso para culminar dicho proceso revolucionario y no admite grupos políticos que no comulguen con él.
No obstante, no solo se trata del sector político propiamente dicho, sino que el cuarto poder, constituido por los grandes medios de comunicación, está igualmente implicado en cooperar con el primero para la consecución de la misma finalidad.
Por otro lado, la implantación de la ideología que conlleva dicha revolución en la propia población, se está llevando a efecto bajo la apariencia de que es la propia población la responsable de que se implante.
Bajo la tesis fundamental de que la soberanía reside en el pueblo, y que éste es el sujeto responsable de elegir partidos, representantes, ideologías, gobiernos, programas de gobierno y todo lo demás, en cada votación electoral que se lleva a cabo se produce la aparente demostración de que dicha tesis es cierta.
Mientras las propuestas de los diferentes partidos son grandes paquetes de medidas y finalidades, la mayor parte de ellas implícitas y comunes a todos ellos, sus coloridos envoltorios constituyen el único rasgo distintivo por el que los votantes se ven en la obligación de elegir, pero al hacerlo, también están eligiendo la totalidad de lo que se encuentra por igual en todos los paquetes.
Lo que nunca se ha sometido a votación es la ideología posmoderna que caracteriza sus contenidos ni, tampoco, la finalidad misma de la revolución en marcha. Ésta, de hecho, ni siquiera se conoce con exactitud aunque no tiene buena pinta.
Por poner un ejemplo, la entrada de España en la Comunidad Económica Europea, que es una institución soberana radicalmente posmoderna, o la supresión de la moneda nacional para implantar el euro, jamás se sometieron a su validación democrática por la población soberana, cuando lo cierto es que ambas operaciones mermaban seriamente la propia soberanía nacional. ¿Hubiera querido el pueblo perder soberanía política y económica? Nunca lo sabremos, pero no parece muy verosímil.
Hacer referendos legales, al menos de tipo consultivo, parecería una buena medida aplicable a esa enorme cantidad de asuntos políticos, ideológicos, sociales y económicos que se imponen a la población y tienen unas consecuencias de enorme importancia para ella.
Aunque, lo más probable es que no quieran despertar a la población bajo el evidente riesgo de que manifieste su oposición a ese programa que se está llevando a cabo, con independencia de ella.
En el mejor de los casos, sería una modalidad de despotismo ilustrado, y, en el peor, una forma de tiranía perfectamente oculta bajo la apariencia de no serlo, gracias, en parte, a la gran oferta de consumo existente en el mercado.
Tampoco es tan raro que, lo que se impuso con bombas, cañonazos y el exterminio de los rebeldes durante siglos, continúe ahora con procedimientos de muy dudosa benignidad.
La población es el objeto, no el sujeto de dicho plan.