Desde hace bastantes siglos, cuando se pensaba en el poder, se sobrentendía que era un don del hombre para relacionarse con la naturaleza y ponerle límites que garantizaran las supervivencia de la propia especie. En esa concepción, la idea de naturaleza era la de algo externo o ajeno al ser humano y, la ciencia moderna, emergía como un nuevo instrumento al servicio de ese mismo poder.

La consideración de la naturaleza como algo exterior al hombre que amenazaba la supervivencia humana fue mutando hacia su concepción como materia prima que el hombre podía moldear, destruir o utilizar según sus propias necesidades.

La concepción del hombre como poder sobre la naturaleza ha seguido conservando la idea de naturaleza como algo ajeno al hombre y, a éste, como una entidad que está por encima de ella sin más relación que necesitarla, controlarla y utilizarla como materia prima.

De ahí que no se puede descartar que, ciertos enfoques ideológicos, contengan el presupuesto de que el hombre carece de naturaleza y que, en caso de tenerla, formaría parte de la materia prima que puede ser moldeada libremente por el propio poder humano.

C. S. Lewis, considerando el último eslabón de la lucha del Hombre contra la Naturaleza, afirmó lo siguiente:

“La naturaleza humana será el último eslabón de la Naturaleza que capitulará ante el Hombre. En ese momento se habrá ganado la batalla. Habremos “arrancado el hilo de la vida de las manos de Cloto” y, en adelante, seremos libres para hacer de nuestra especie aquello que deseemos. La batalla estará, ciertamente, ganada. ¿Pero quién, en concreto, la habrá ganado? El poder del hombre para hacer de sí mismo lo que le plazca significa, como hemos visto, el poder de algunos hombres para hacer de otros lo que les place. […] Pero los que moldeen al hombre en esta nueva era estarán armados con los poderes de un estado omni-competente y una irresistible tecnología científica: se obtendrá finalmente una raza de manipuladores que podrán, verdaderamente, moldear la posteridad a su antojo.” (pp. 58-62)

LEWIS, C.S.; La Abolición del Hombre; 5ª ed.; trad. del original The Abolition of Man de Javier Ortega; Ediciones Encuentro, S.A., Madrid, 2007

Ahora bien, no es necesario efectuar un análisis de los grandes poderes que operan en nuestra civilización para detectar la presencia del presupuesto que considera al ser humano que se encuentra bajo relaciones impuestas por el poder, como simple materia plástica a la que se le puede dar la forma artificial que el poder ejerciente considere oportuna.

La idea del conductista Watson, a principios del siglo XX, de tomar un grupo de niños y hacer de ellos lo que él quisiera, era la afirmación de una ilimitada plasticidad humana dispuesta a recibir las formas que sus poderosos creadores quisieran darle.

No obstante, a todo esto hay que decir que el ser humano posee una naturaleza, no prima, sino pre-formalizada, que no tolera cualquier forma arbitraria sin que resulte dañado.

Los niños que se forman en las familias, en las escuelas y en las calles de las complejas sociedades actuales, sin duda disponen de una gran plasticidad en muchos aspectos y una gran capacidad de aprendizaje para absorber, de las atmósferas familiares y sociales, múltiples formas de ser, de hacer o de relacionarse, que pueden resultar compatibles con su naturaleza. También podemos tener la certeza de que hay otro conjunto amplio de escenarios familiares y sociales que no pueden tolerarlos sin que resulten dañados. ¿Dónde se encuentran los límites?

Una forma de entender la violencia parte de definirla por su objeto, e, incluso, por sus consecuencias. En este sentido la violencia consiste en cualquier forma de ejercer el poder sobre alguien o sobre algo de la que se desprenda un daño, más o menos intenso, a su naturaleza.

La violencia siempre parece gestarse intelectivamente aunque el modo de aplicarse puede ser material, formal o híbrido. La violencia que se aplica materialmente sobre los seres humanos tiene unos efectos físicos manifiestos, aunque, generalmente, sus efectos formales, siendo más duraderos suelen pasar más desapercibidos.

La violencia que se aplica formalmente alcanza su principal fin mediante la gestación de creencias en el destinatario que, interfiriendo con su naturaleza, se constituyen en alteraciones y trastornos que se suelen llamar psicológicos.

Lo peor del caso es que las reacciones naturales a dicha violencia suelen ser imputadas a la propia naturaleza humana y no al ejercicio de la violencia por el poder que las causó. En este orden de cosas, juegan un papel decisivo los presupuestos ideológicos de tipo materialista que encauzan las investigaciones de las malformaciones humanas ?del ser humano en cuanto a ser? por la ruta equivocada de la neurofisiología cerebral. Tampoco cabe descartar las explicaciones ambientalistas de corte adaptativo gestadas en los presupuestos de las primeras tesis conductistas en las que, uno de sus principales empeños, consistió en igualar todas las diferentes naturalezas de las especies animales incluyendo la nuestra.

La naturaleza humana sigue a la espera de ser investigada y descubierta desde presupuestos reales, libres de prejuicios ideológicos, que aporten luz sobre los verdaderos límites de nuestra especie y sus niveles de tolerancia a las operaciones violentas que diferentes formas de poder ejercen sobre ella.

No obstante, sabemos que entre los principales perjuicios que puede recibir un ser humano se encuentran los que atañen a su «yo» que formalmente le representa como el ser que es. De su estado dependen los grados de autonomía gubernativa e independencia funcional que, por debajo de un cierto umbral, le pueden arrebatar su condición de «persona».

Bajo formas cada vez más elaboradas y menos visibles de ejercicio del poder, la autonomía, la identidad personal y la independencia de los seres humanos, que les pueden capacitar para vivir con la responsabilidad que por su naturaleza les corresponde, se encuentran en riesgo de caer bajo umbrales inaceptables, en múltiples escenarios y contextos familiares, escolares, laborales y, en general, sociales, y, aun así, no parece emerger una oposición cabal significativa que intente frenar dicho proceso.


El trabajo de Carlos J. García se centra en fortalecer líneas de pensamiento alternativas que ayuden a que prevalezcan las relaciones de ser a ser en nuestras sociedades, en detrimento de las relaciones de poder que, cada vez más, las caracterizan.