¿Es eficaz el amor frente a la maldad?
El carácter esencial de todo ser humano, no se refiere solamente a su constitución natural, sino a su carácter real, que es una propiedad abierta por su naturaleza biológica más allá de la propia biología. Es la biología la que hace posible que el ser humano sea real y no mera naturaleza, mas no por ello debe subsumirse la realidad que es, en la condición biológica que lo hace posible.
Por lo tanto, el objeto de las actitudes que pueden darse entre miembros de nuestra especie, no puede reducirse al cuerpo humano, sino que, necesariamente, se refiere al ser humano en cuanto a tal.
A su vez, los dos grandes tipos de actitudes más características de las relaciones humanas son el amor y el poder.
Dicho esto, y antes de pasar a tratar de responder al título del presente artículo, expondré algunos asuntos de interés al respecto del amor.
El amor a un ser es una actitud favorable a que, dicho ser, sea un ser en sí mismo, y exista por sí mismo.
El poder que toma a un ser por objeto, es contrario a que dicho ser sea, desnaturalizando su esencia, y, a menudo, cosificándolo.
Ahora bien, tras la aparente sencillez, tanto de las actitudes de amor al ser, como de las actitudes de poder sobre un ser, se pueden derivar formas complejas de comportamiento, según sea el estado o condición del ser que, cualquiera de ellas, adopten como objeto.
De hecho, en ambos casos, es necesario ejercer la función de conocimiento, no solo para especificar con cierta aproximación, e, incluso, con bastante precisión, el ser que se tome como objeto de las mismas, sino, también, para llegar a saber cuál es su bien, o su contrario.
Al respecto de la relación entre ser y deber ser, dice Ortega [i]:
« ¿No es sospechosa una ética que al dictar sus normas se olvida de cómo es en su íntegra condición el objeto cuya perfección pretende definir e imperar? / Sólo debe ser lo que puede ser, y sólo puede ser lo que se mueve dentro de las condiciones de lo que es. Fuera deseable que el cuerpo humano tuviese alas como el pájaro; pero como no puede tenerlas, porque su estructura zoológica se lo impide, sería falso decir que debe tener alas. / El ideal de una cosa, o, dicho de otro modo, lo que una cosa debe ser, no puede consistir en la suplantación de su contextura real, sino, por el contrario, en el perfeccionamiento de ésta. Toda recta sentencia sobre cómo deben ser las cosas presupone la devota observación de su realidad.»
En cuanto al amor, es fácil caer en el error de confundir, el ser de la persona, con su existencia. Si se ama su existencia, pretiriéndose su ser, pueden producirse múltiples errores.
Uno de ellos es que se ame una simple apariencia falsa, desconociéndose al ser que se esconde tras ella. Otro, por ejemplo, es que por favorecer la existencia de alguien o protegerla en exceso, se le causen perjuicios esenciales, que le debiliten o le impidan su desarrollo.
Por lo tanto, lo primero que hay que considerar es, si el objeto amado, es algo verdadero o es falso. Si las creencias del sujeto del amor no representan verdaderamente al ser amado, sino que contiene errores, aquella persona amada no es quien recibe su actitud. En tal caso, quien ama, no ama a la persona que cree amar, sino a su mero pensamiento acerca de su objeto.
Otro asunto decisivo para el análisis del amor es en qué consiste aquello que se ama o que se odia: si aquello que se ama es real y, por lo tanto, está regido por el bien y la verdad, o, por el contrario, aquello que se ama es irreal o, incluso, anti-real si está regido por la inversión de tales principios.
Si alguien, ama algo malo, a sabiendas de que es malo, ama el mal, sin embargo, si ama algo malo creyendo que es bueno, favorece al mal sin ser consciente de hacerlo.
En ocasiones, el sujeto ama a una mala persona por juzgar que dicha persona le ama a él o le favorece; en otras el sujeto de amor lo condiciona a que el ser amado verifique ciertas condiciones de coexistencia con ella.
Si nos fijamos en lo que subyace a cada una de esas posibilidades nos podremos percatar de la importancia que tienen la ausencia o la presencia de los principios del bien y de la verdad, conjuntamente, y reunidos en el principio real, como determinantes de actitudes correctas o incorrectas que resultan decisivos en una enorme cantidad de condiciones y experiencias existenciales.
Por tanto, hay que plantearse si se puede considerar, de manera fija y sistemática, la existencia como un bien, y, la inexistencia, como un mal, ambas con independencia de la esencia de la persona a la que se vincula dicha existencia, o de las condiciones en que se encuentre su relación «ser-existencia» en cada momento de su decurso existencial.
Amar a un ser real es exactamente amar al ser y, con respecto a su existencia, admitir su contingencia (puede ocurrir o no ocurrir), dado que es entitativa y no esencial y, además, estar condicionada a una variedad de factores que son exteriores a la esencia, de tipo orgánico y mundanal. Al amar a un ser real, es obvio que se prefiere su existencia a su inexistencia, pero, en ningún caso se ama su existencia independizándola de su esencia, del organismo y de la situación en que se encuentre, lo cual implica que se le ame con cierta independencia de su existencia.
Ahora bien, si lo que se ama de un ser real es su esencia real, que consiste en su constitución por el principio real, lo que se ama es el principio real, el cual no es privativo de ningún ser, sino que es universal en todo ser real. En tal sentido, quien ama a un ser real por ser real, ama igualmente a todos los seres reales en tanto seres individuales constituidos por el mismo principio.
En última instancia, no se trataría, por tanto de amar existencias, ni siquiera de amar personas concretas, sino de amar todo cuanto está constituido realmente, es decir, de amar el bien mismo, la verdad misma o la misma belleza, en tanto constitutivos de todo ser real y rigiendo las actividades de personas concretas.
Eso no significa que la actitud de amor adopte un modo impersonal o abstracto, sino que su esencia es esa, mientras se concreta en cada actitud particular hacia personas que conocemos, ya que no es posible amar algo desconocido.
Por tanto, el conocimiento forma parte indispensable en la formación de actitudes correctas de amor hacia las personas. Primero, para constatar que la persona a la que se ame es un ser real. Segundo, para poder apreciar algo tan precioso como es una persona individual que existe regida por la realidad, en un amplio abanico de expresiones diferenciadas que son producidas por ella, y que pueden llegar a amarse de manera singular y, en cierto modo parecido, al ser del cual son expresión.
Si no se ama el principio real que constituye a los seres reales, sino que se aman meras personas, solo identificadas físicamente, existencias independizadas de las esencias o lo que un ser real puede aportar a la propia existencia, etc., son muchos los conflictos que pueden llegar a formarse en las correspondientes actitudes.
No obstante, el mayor problema puede consistir en que se ame lo que no se debe amar, y, consecuentemente que, la propia existencia o una parte de ella, se ponga al servicio de determinantes exteriores no reales, con el consiguiente daño al propio ser.
Pasemos ahora a la pregunta de fondo que subyace al título del presente artículo: ¿Es eficaz el amor frente al poder o, en general, hacia la maldad, con la finalidad de que decrezca?
Hay una especie de prescripción, de algunas religiones que promueven el amor entre los seres humanos, que se especifica bajo el siguiente enunciado: «¡Amarás a tus enemigos!».
Cabe suponer que dicha prescripción, de ser universalmente observada, sería lo mejor que le pudiera ocurrir a la humanidad, ya que, significaría que todos amaríamos a todos, si bien, antes de considerar la posibilidad de llevarla a cabo, habría que investigar qué se debe entender por «enemigos».
En general, se puede considerar que un enemigo personal es aquel que es contrario u opuesto a otra persona, por lo que tiene, aversión, odio o mala voluntad hacia ella y le desea o le trata de hacer el mal.
En tal sentido, ser enemigo de una persona consiste en sostener una actitud hacia ella que es exactamente la inversa que consistiría en amarla.
La cuestión es, si la persona que es odiada por un enemigo, debe, o no, querer el bien del mismo, es decir, amarle.
Por un lado, la idea de que amar a los malos les “ablandará el corazón” y les tornará “buenos”, carece de cualquier fundamento razonable.
Además, es obvio que, si una persona se ama a sí misma, en sentido ontológico, es decir, trata de ser real, podría resultar conflictivo que amara a otra que desea exactamente lo contrario, al respecto de ella misma.
A primera vista, parece que eso sería querer el bien de algo malo, a sabiendas de que lo es, lo cual produciría un resultado ético lamentable.
No obstante, es necesario profundizar bastante más en este asunto. ¿Cuál sería el bien real de aquel que quiere causar el mal? Seguramente, que no pueda llegar a conseguir su objetivo, que consiste en destruir al ser odiado, y, además, que acabe por desechar tal pretensión.
Si esto es así, la persona odiada puede tener a su disposición el único modo de que, quien la odia, no consiga su objetivo: tratar de seguir siendo, ella misma, real; evitar caer bajo el poder que quien la odia trata de ejercer sobre ella; conservar sus principios reales, es decir, seguir siendo ella misma, íntegra y plenamente, quien es, sin ceder a las presiones, las actitudes o las acciones de su enemigo.
Es obvio que, si la persona odiada se limita a amarse a sí misma, y no cae en el error de odiar al enemigo, haciéndose un bien a ella misma, hará un gran bien a aquel, por cuanto no contribuirá a que satisfaga su propia maldad produciendo la destrucción de algo bueno.
En resumen, es posible que, si nos fijamos bien en el significado de todos los términos utilizados, amar a los enemigos, no sea otra cosa que amarse a uno mismo, en el sentido de amar el ser que uno mismo es, en vez de dejar de ser uno mismo, para dedicarse a odiarles.
Si la persona conserva su integridad, frente a los deseos de dañarla de su contrario, no solo se hace un bien a sí misma, sino que, también se lo hace a un enemigo, que, no siendo capaz de salirse con la suya, no podrá incrementar la cantidad de males que haya ocasionado.
Ahora bien, mermando la eficacia de la maldad, cabe alguna posibilidad de que, a largo plazo se reduzca, lo cual no ocurrirá en ningún caso, si, en vez de mermarla, se la alimenta cediendo al deterioro del ser que uno mismo es.
[i] ORTEGA Y GASSET, JOSÉ; España invertebrada. Bosquejo de algunos pensamientos históricos; La deshumanización del arte; Editorial Planeta DeAgostini, S.A., Barcelona, 2010