Hablar
Se da por supuesto que la libertad de expresión es uno de los derechos más celebrados a los que ha accedido nuestra civilización. Bajo tal denominación se entiende que los ciudadanos podemos pensar libremente y emitir públicamente lo que pensamos acerca de prácticamente cualquier cosa, lo cual, sobre todo, permitiría la crítica hacia el propio sistema, sus gobernantes, instituciones, etc.
No obstante, cada vez más, se va consolidando una costumbre a la que se alude en términos de decir lo políticamente correcto con cierta complacencia, sin que se llegue a profundizar en las posibles razones de dicho uso social.
La relación que haya entre el derecho a la libertad de expresión y el hecho social de que haya mucha gente que tienda a decir lo políticamente correcto se convierte en algo enigmático, dado que parecería que, habiendo dicha libertad, quienes renieguen de ella para emitir mensajes políticamente correctos, lo harían por su propia voluntad y no bajo obligación alguna, pero, ¿es así?
Convengo con Ortega y Gasset en que el verbo hablar significa, sobre todo, descubrir. Hablar con alguien es descubrir algo con él, descubrirse uno mismo ante él, descubrir algo de él o descubrir algo de uno mismo al hablar con él.
Un ejemplo notable de la utilidad investigadora de hablar lo constituyen los famosos diálogos platónicos y se cuenta que, en una ocasión, el propio Sócrates que caminaba con un joven silencioso a su lado llegó a decirle ¡habla para que te vea!
Hablar de verdad excluye modalidades de uso del lenguaje como, por ejemplo, la retórica; hablar por hablar; decir lo que se supone que el otro quiere oír; emitir verdades a medias; mentir o muchas otras que, lejos de descubrir o hacer existir algo que estaba oculto, contribuyen a enterrar la verdad acerca de aquello de que se trate.
De hecho, Sócrates no le dijo al joven di algo para que te vea sino habla para que te vea.
Es una lástima que, en general, se aprecie en tan escasa medida la belleza, definida como la expresión plena y verdadera de aquello que es real, suprimiéndose, a veces, por nimiedades y, quizá, más a menudo, por usos y costumbres de oscura procedencia.
Dentro de ese sesgo existencial hay que destacar la inclinación al mimetismo de quienes prefieren sacrificar su propia existencia en beneficio de la existencia de quienes generan y expanden modas sociales, como si fueran de obligado cumplimiento, aunque, pensándolo mejor, tal vez lo sean para muchos.