Henry David Thoreau, paradigma de la insumisión fiscal
Se supone que un estado de derecho tiene la finalidad de procurar el bien general de toda la población y de la propia nación, en ambos casos, para defenderlas de sus enemigos, actuales o potenciales, ya sean internos o externos.
Siendo así, ha de proteger los derechos de la población a la que sirve, pero no siempre lo hace. Un caso flagrante en el que esto no ocurre es cuando los derechos son del estado en vez de serlo de su población. De ahí proviene la posible ambigüedad de la noción de “estado de derecho”.
Cuando el estado se arroga derechos para sí, que conculcan los de la población, esta puede recibir niveles muy altos de hostilidad, con el agravante de la indefensión estructural, que proviene de estar privada de la protección de las instituciones del propio estado.
En nuestro caso, tenemos España y el estado español, con sus poderes, legislativo, ejecutivo y judicial, cuyos límites entre ellos son cada vez más difusos, pero, además, estamos bajo poderes supranacionales que reducen nuestra ya escasa soberanía nacional que, además, constitucionalmente, debería pertenecer al pueblo.
Por otro lado, por mucho que se diga que el régimen español es una democracia, término que debería corresponderse con la defensa del bien de la población, lo cierto es que el estado ha sido tomado en gran medida por gentes, que se arrogan derechos ilegítimos para ellos, quitándonoslos a nosotros.
Estas gentes que han tomado el control del estado español carecen de límites morales, éticos, e, incluso, legales, lo cual les permite, servir a fines profundamente lesivos para nosotros que persiguen con absoluta o casi absoluta impunidad.
De hecho, la inmensa mayoría de las legislaciones que están implantándonos, bajo el ridículo pretexto del progresismo y la ampliación de nuestras libertades, parecen hechas ad hoc para destruir España, la sociedad, la cultura, la historia, la armonía social, y cualquier otro elemento que pudiera producir alguna forma de paz, bienestar, tranquilidad, esperanza y prosperidad.
No obstante, no se limitan a implantar leyes manifiestamente injustas y lesivas para el pueblo, sino que, tomando decisiones muy graves a su líbero arbitrio, nos involucran a todos, a menudo, en contra de nuestro propio criterio y de nuestra propia conciencia moral.
Un estado en el que mandan quienes sirven a intereses foráneos, ya sean marroquís, estadounidenses, de otros países europeos, del Foro de Sao Paulo, del club que lidera el globalismo, o de otros que no sean tan evidentes, está traicionando su finalidad principal, que es la de velar por la población española, no solo la actual, sino, también, la futura.
Además, en cuanto a la gestión de la vida y de la muerte, que son de los temas más serios, sus leyes y sus decisiones, que, en ninguno de los dos campos, cuentan con respaldo de la propia población a la que nada consultan, nos concierne moralmente a todos.
Ni yo mismo, ni muchas otras personas, queremos que el dinero de nuestros impuestos se destine a comprar armas para matar rusos. Tampoco queremos que haya soldados españoles en riesgo de morir en una guerra que nada tiene que ver con nosotros. Ni tampoco queremos que España adopte como enemigo a Rusia, entre otras muchas cosas, por el riesgo incrementado de que se convierta en objetivo militar, incluso nuclear, de Rusia. El Congreso de los diputados debería hacer algo para ejercer control sobre decisiones tan graves tomadas exclusivamente por el Ejecutivo.
En otras materias, ni yo ni otras muchas personas queremos pagar con nuestros impuestos, las decenas de miles de abortos que se efectúan en la Sanidad Pública cada año. Tampoco queremos contribuir al adoctrinamiento de los niños en materia sexual en Colegios Públicos. Ni tampoco queremos un incremento de la transexualidad, ni mucho menos que el dinero de nuestros impuestos se destine a castrar niños o a hacer intervenciones quirúrgicas en niñas para tratar de darles la apariencia de niños, ni gastar dinero en alterar las hormonas naturales de niños y niñas desde la pubertad.
Sería preferible que la odontología estuviera cubierta por la Sanidad Pública, especialmente para personas mayores que han perdido su dentadura, o que se dieran ayudas para quienes necesiten corregir sus problemas de la vista o de audición mediante gafas o audífonos, etc., es decir, para mejorar la salud de quienes lo necesitan. Pero nadie nos pregunta.
Se dirá, que es un imperativo de la democracia, la absoluta libertad de acción de un gobierno elegido en las urnas, pero tampoco se nos ha preguntado cuáles deben ser los límites que no deberían traspasar quienes nos gobiernan.
De hecho, es de enorme importancia el reparto de la libertad de una nación entre el gobierno y la población. Si el gobierno asume toda la libertad, al pueblo no le queda ninguna.
La pugna de una persona íntegra contra un estado democrático injusto fue magníficamente llevada a cabo por Henry David Thoreau, paradigma de la insumisión fiscal por desacuerdo entre sus principios y los determinantes de la acción del gobierno.
Henry David Thoreau, escribió Walden[i] a mediados del siglo XIX, unos treinta años antes de que se aboliera definitivamente la esclavitud en su país, mientras EEUU hacía una guerra contra Méjico, nación a la que EEUU sustrajo una gran parte de su territorio nacional.
Hay que recordar que la Carta de la Independencia de las colonias inglesas de América constituyó un alegato o proclama en favor de la libertad de los pueblos oprimidos e incluso afirmó el deber de la rebelión del pueblo contra los gobiernos tiránicos.
La fuerte crítica que hizo el autor al gobierno americano, en su opúsculo «Del deber de la desobediencia civil», tiene como trasfondo la percepción de una traición de dicho gobierno a los valores que se esgrimieron en la Carta de la Independencia de EEUU.
Habida cuenta de la permanencia de la esclavitud (en tal documento afirma que en ese momento la sexta parte de la población de su país es esclava) y de una guerra injustificable contra Méjico, Thoreau afirma que, cuando un gobierno traiciona los principios de una población, ésta no solo tiene el derecho a la desobediencia civil, sino el deber de hacerla.
Thoureau deja meridianamente claro que los gobiernos, por mucho que tengan una mayoría de votantes que les respalden, si gobiernan sin atenerse a la integridad de los principios, son los principios los que deben prevalecer y no las leyes o decisiones políticas. En las propias palabras de Thoureau, «Este pueblo debe dejar de tener esclavos y de hacer la guerra a Méjico, aunque le cueste la existencia como pueblo.» (p. 287)
La crítica de Thoureau hacia un sistema político en el que se respete la injusticia que dimana de un gobierno por el mero hecho de que esté respaldado por una mayoría, es demoledora.
«Toda votación es un juego, como el de damas o el chanquete, pero con un leve tinte moral, un quehacer festivo con el Bien y el Mal, con resonancias morales; y el envite, naturalmente, es inherente a él. No se apuesta sobre el carácter de los votantes. Yo deposito mi voto, quizá, por lo que estimo correcto; pero no me siento vitalmente interesado en que prevalezca. Estoy dispuesto a dejarlo en manos de la mayoría. Su obligación, por tanto, jamás pasa del grado de lo conveniente. Incluso votar por lo justo es no hacer nada por ello. Apenas significa otra cosa que exponer débilmente a los hombres el deseo de que fuera así. El hombre prudente no dejará lo justo a merced del azar ni deseará que prevalezca gracias al poder de la mayoría. Poca es la virtud que encierra la masa. Cuando la mayoría vote, por fin, por la abolición de la esclavitud será porque es indiferente a ella o porque quede ya muy poca que abolir mediante su voto. Serán ellos, entonces los únicos esclavos. Sólo el voto de aquel que afirma con él su propia libertad puede acelerar la abolición de la esclavitud.» (p. 288)
« ¿Cómo puede sentirse satisfecho un hombre tan sólo por sustentar una opinión, y cómo puede hasta gozar de ello? ¿Hay algún disfrute en hacerlo, si en su opinión está siendo vejado? Si tu vecino te estafa un solo dólar, no te quedas tan ancho con el conocimiento del hecho ni con proclamarlo así; ni siquiera exigiéndole la debida restitución, sino que tomas medidas inmediatas para hacerla efectiva, al tiempo que dispones las necesarias para que el lance no vuelva a ocurrir.»
«Hay leyes injustas. ¿Nos contentaremos obedeciéndolas o trataremos de corregirlas y seguiremos obedeciendo hasta que lo consigamos o, más bien, las transgrediremos enseguida? Bajo un Gobierno como el presente, los hombres piensan por lo general que es mejor aguardar hasta haber persuadido a la mayoría de la necesidad de alterarlas. Piensan que, de resistirse, el remedio sería peor que la enfermedad. Pero es culpa del Gobierno mismo que el remedio sea peor que la enfermedad. Aquél la empeora. ¿Por qué no prevé y procura, en cambio las reformas necesarias? ¿Por qué no atiende a su prudente minoría? […] Lo que hay que hacer, en todo caso, es no prestarse a servir al mismo mal que se condena. […] Además, cualquier hombre que sea más justo que sus vecinos, constituye ya una mayoría de uno… Pues no importa cuán pequeño pueda parecer el comienzo: lo que se hace bien, bien hecho queda para siempre. Pero nos gusta más hablar de ello: esa, decimos, es nuestra misión.» (pp. 290-292)
Con todo, el problema va mucho más lejos de lo que parece. Hay que preguntarse si a lo largo de la historia de la humanidad, las mayores atrocidades han sido o no han sido cometidas siempre o la inmensa mayoría de las veces por mayorías. No hace falta que un sistema se denomine a sí mismo democrático para que en él gobierne una mayoría.
De los tres componentes más importantes que configuran el poder político que son: el número de individuos que lo respaldan, el engaño y la tecnología, -en especial, las armas y los medios de comunicación-, generalmente, el de mayor peso ha sido el primero y no sólo eso sino que los otros dos han sido de gran utilidad para servir a la confección de mayorías.
Si nos fijamos en el número de individuos que de forma activa o pasiva, engañados o no e, incluso, aunque fuera por sometimiento a coacción, han respaldado a casi cualquier gobernante en activo y los regímenes correspondientes, no sería nada sorprendente encontrar que siempre o casi siempre formaban una mayoría de la población.
Tener una mayoría ejerciendo el poder sobre el conjunto de una población no es un invento de la democracia ni de la democracia representativa. Monarquías, tiranías, oligarquías, dictaduras, aristocracias…, cualquier régimen que se haya sostenido, al menos, durante algunos años, ha necesitado de los tres componentes efectivos del poder en diferentes grados, incluso aunque sólo fuera para defenderse de agresiones de otros pueblos o regímenes exteriores, pero el componente del engaño, en lo que más se ha utilizado, ha sido en la composición de mayorías poblacionales que sostuvieran al régimen en cuestión.
Una minoría gobernante, teniendo en contra a una mayoría, necesitaría hacer una acumulación copiosa de armas para que no fuera destituida del gobierno por la mayoría y aun así lo previsible es que no duraría mucho tiempo.
La propaganda suele dar por sobrentendido que siempre que ha habido una monarquía o una aristocracia gobernando a un pueblo, se trataba de que tal régimen solo estaba respaldado por una minoría y que, precisamente, en eso consiste una injusticia estructural de la acción de gobierno. Es decir, se da por hecho que una monarquía de las llamadas absolutistas, o una aristocracia, son necesariamente formas de dictadura o de tiranía de muy pocos sobre muchos. De ahí, hay que suponer, que estos grupos minoritarios sólo fundaban su poder en las armas y en el engaño. También habría que suponer que cuando una mayoría gobierna, la misma no se ha configurado ni con el engaño ni con la tecnología. Tal vez son demasiadas suposiciones.
En definitiva, parece que las mayorías han sido, por regla general, quienes han gobernado, para bien o para mal, salvo singularidades o regímenes de muy escasa duración, a lo largo de la historia.
Por otro lado, si se elimina este hecho, supuestamente diferencial con respecto a otros regímenes, de que en una democracia gobierne una mayoría, la cuestión de si un régimen es tiránico o no, no dependerá de si es, o no es, una mayoría la que gobierna sino de otros factores diferentes.
Un factor que se supone que aporta legitimidad a un régimen consiste en que el gobierno y, en general, los poderes públicos, afirmen su sometimiento a algo que está por encima de ellos que es la Ley. Ahora bien, si las leyes las hacen las mayorías o los gobiernos que las dicen representar, no tendría mucho sentido considerar como criterio de legitimidad, que se sometan o no a las leyes que ellos mismos producen.
De hecho, su sometimiento o no, a las leyes producidas por ellos mismos, parece que a los propios gobernantes les puede resultar irrelevante, a la vista del gran número de infracciones que muchos de ellos cometen. En cualquier caso, la legitimidad del poder, no puede venir dada por la verificación o no de criterios elaborados por el propio legislativo.
Quizá, si se tomara en cuenta el grado en el que un régimen es sostenido por la tecnología y por el engaño, con independencia de que lo sostenga una mayoría, se podría saber algo más acerca de su carácter legítimo o tiránico.
Si se tuviera ante la vista todo el conjunto de mentiras, engaños, manipulaciones, promesas falsas, etc., que los que tienen el poder político, en un régimen cualquiera, efectúan, se tendría una primera medida del grado en el que tal régimen es tiránico.
Si, además, se hace el catálogo de armas, medios de comunicación serviles, medios de espionaje, recursos económicos invertidos en policía, espías, etc., se tendría otra medida, del grado en el que ese poder tiene la necesidad de sostenerse mediante la fuerza bruta tanto de enemigos internos como de potenciales enemigos extranjeros, aunque, lógicamente, tal poder será tanto más ilegítimo cuanto más se orienten dichos recursos a tener controlada a la propia población.
Pero estos indicadores también están relacionados con la presión fiscal que pesa sobre la población, es decir, el grado en el que el poder obliga a la población a pagar impuestos para el Estado y quienes lo componen, con los diferentes destinos que da a tales ingresos, con el grado en el que el poder privilegia económicamente a sectores de la población en detrimento de otros, con los costes que el mantenimiento del nivel de vida de la clase dirigente, debe sufragar el resto de la población, etc.
A día de hoy no creo que nadie pueda disponer de las cifras exactas de estos indicadores para comparar, por ejemplo, a la monarquía de Luis XVI de Francia, con cualquiera de los regímenes democráticos implantados en Occidente. Quizá se pudiera investigar si los costes de la fastuosa vida de la monarquía francesa del siglo XVIII fueron mayores o no, en términos de porcentaje del PIB, que los que puedan suponer, en la actualidad, los costes del sostenimiento de los regímenes republicanos o democráticos de Occidente.
Un análisis de la tecnología de la que hace uso el poder, del volumen de engaño que pesa sobre la población, del peso fiscal impositivo que soporta, de las diferencias de privilegios económicos de sectores poblacionales, etc., y no tanto el apoyo de mayorías, podría ofrecer alguna luz sobre la auténtica legitimidad de los regímenes políticos.
En cualquier caso Thoureau tiene razón. Si la minoría formada por la sexta parte de la población de su país es esclava en un régimen democrático y esa condición es sostenida por la mayoría compuesta por la población restante, tal mayoría viola principios reales esenciales bajo los que debería actuar un buen gobierno y, quienes acaten las disposiciones de éste, o violan sus propios principios reales, o están de acuerdo en regirse por los criterios inmorales que rigen a ese gobierno y a la mayoría de la que forman parte.
La mayoría no hace justo o injusto a un gobierno. Sólo le aporta la fuerza necesaria para que gobierne.
De ahí que, otro indicador que pudiera ser relevante para el análisis de la legitimidad de un régimen, consista en analizar el trato que dispensa a las minorías. Si un régimen, cualquiera que sea, no gobierna con justicia, tanto para la mayoría que lo respalda, como para las diferentes minorías, tal régimen es ilegítimo, sea cual sea el nombre que se dé a sí mismo.
De hecho, cuando las acciones de un gobierno encuentran una oposición notable en algunas minorías poblacionales y, pese a ello, se obstina en imponer sus dictados, apoyado en su carácter mayoritario y no en razones reales que demuestren que tiene razón, estamos ante otro indicador del carácter tiránico de tal gobierno. En ese caso, resulta evidente que el poder se ejerce por la fuerza y no por la razón.
Tal característica es, inequívocamente, la marca más distintiva de las tiranías.
Por otro lado, resulta curioso que, en las democracias modernas de partidos o representativas, se considera lo más lógico del mundo que haya un partido de gobierno y otro u otros que, directamente, se llaman de oposición.
A la vista del funcionamiento de tal sistema resulta evidente que el que legisla y ejerce el poder es el partido del gobierno, mayoritariamente respaldado, por mucha oposición estructural que tenga frente a él, tenga o no tenga razón en sus decisiones. Además, si el gobierno no tiene la mayoría absoluta, necesita aliarse (puntual o establemente) con algún partido minoritario de la oposición hasta alcanzar dicha mayoría, supeditándose a él, pues de lo contrario no puede gobernar.
Pero si tiene la mayoría absoluta, entonces simplemente ejerce como una dictadura de la mayoría sobre todas las minorías sin necesidad de alianzas con alguna de estas. Las discusiones entre gobierno y oposición no se atienen a razones sino al número de integrantes de las diferentes filas.
No obstante, si el gobierno tuviera razón en sus decisiones, quienes no lo respalden, es decir quienes se opongan a él, no deberían oponerse, mientras que, en el caso de que no la tuviera, no sólo debería oponerse a él la llamada oposición, sino todo aquel que, desde dentro de sus filas, se percatara de su carencia de razón.
Ahora bien, instituir una oposición con dicho nombre parece la institución de un obstáculo estructural para la tarea de gobierno o, sencillamente, no instituir nada operativo si es que el gobierno está en mayoría.
De hecho, los parlamentos occidentales se han convertido en una suerte de escenarios en los que la retórica de unos y de otros se luce hasta donde les resulta posible, sin más resultado que un conteo final de votos, hechos bajo disciplina de partido y, por lo tanto, contados de antemano a los debates retóricos sobre asuntos que, generalmente, afectan a la población y, por lo tanto, a los seres humanos individuales que observan impotentes como se impone la fuerza del número sobre sus vidas.
No obstante, de modo previo a todo esto, ya se ha encargado la ideología moderna de eliminar los principios reales reduciéndolos a asuntos relativos, discutibles, opinables, trasnochados y optativos, poniendo a la opinión de la mayoría como el árbitro que decidirá en cada caso lo que se debe hacer.
Por lo tanto, habría que concluir que la dictadura de la mayoría siempre es perfecta, pues, al no haber criterios del bien y de la verdad, no podría ser juzgada desde ellos y, consecuentemente, no se puede equivocar.
Sin embargo, siempre quedará alguna pregunta por hacer: si la esclavitud era un bien en 1850, ¿por qué se consideró, también democráticamente, un mal, treinta años después y hasta la actualidad?, y, si otra mayoría volviera a opinar que es un bien, ¿se volverá a legalizar y, entonces, todos tendremos el deber de respetarla?
Pues así parece ser. La corrupción moral del llamado sistema democrático contiene la idea de la participación de toda la población, sin excepción alguna, de forma obligatoria, en toda acción, moral o inmoral que lleve a cabo el gobierno. De lo contrario, todo ciudadano que planteara una objeción de conciencia, al menos debería tener el derecho a la insumisión fiscal.
Somos muchos que, como Thoreau, no queremos pagar las fiestas macabras dictadas por gobiernos que violentan la realidad y la naturaleza humana. Tal vez ha llegado el momento de seguir su ejemplo.
[i] THOREAU, HENRY DAVID; Walden. Del deber de la desobediencia civil; prólogo Henry Miller; ed., trad., y notas de Carlos Sánchez-Rodrigo; Parsifal Ediciones, Barcelona, 1997
Gracias Carlos por todo lo que has transmitido lleno de conocimiento. Me has hecho mucho bien.
Me alegro de que te haya sido útil.