La austeridad ecológica
Me imagino que, en la cumbre del cambio climático, alguien habrá dicho que los barcos de vela superan en limpieza a los de motor ―ya sean los antiguos de vapor, ya sean los más modernos que utilizan combustibles fósiles.
Es cierto que son más lentos y que hay que conocer los vientos, las corrientes, las mareas y demás parámetros de mares y océanos, para navegar con ellos, pero no contaminan en absoluto, salvo que, tripulantes y viajeros tiren basuras al mar sin pasar por el conveniente reciclaje.
También, me imagino que alguien habrá dicho que, los grandes cruceros que surcan mares y océanos transportando a miles y miles de pasajeros y tripulantes por simple diversión, funcionan con gasoil, con muchísimo gasoil.
A su vez, los aviones, cuyo tráfico cotidiano es inmenso y cuyo combustible también es fósil, depositan cantidades ingentes de productos contaminantes a unos nueve o diez kilómetros de altura, que pasan desapercibidos a simple vista. Los coches, ya se sabe.
Nuestras formas de movernos, por regla general, contaminan una barbaridad, sin más consecuencias indeseables que las que tienen para la naturaleza.
Ahora bien, las actividades industriales no se quedan atrás. Para transformar todas las materias primas que se transforman en la industria, es necesario ensuciar muchísimo el planeta.
Además, para mover y vender todos esos productos, se ha generado una industria colateral del embalaje, uno de cuyos materiales favoritos es el plástico, que produce más residuos en nuestros cubos de basura, que los desperdicios orgánicos que depositamos en ellos.
Por otro lado, reciclar vidrios, cartones, plásticos, etc., conlleva un nuevo gasto energético inevitable.
Una de las características fundamentales de nuestra economía es que se trata de una economía de consumo.
Sus vicios llegan al extremo de que, aparte de que ya casi nadie arregla aquello que se estropea, multitud de aparatos se fabrican con el criterio de su obsolescencia programada, para que tengan una rápida caducidad y tengamos que cambiarlos por otros nuevos.
Ahora bien, si se piensa seriamente, o, si se pretende dar alguna solución eficaz al daño que estamos ocasionando en la naturaleza, no es que hubiera que paliar algunos defectos menores de nuestro estilo de vida, sino que habría que reconstruirlo, casi íntegramente. Habría que transmutar todo nuestro funcionamiento económico, y, por lo tanto, la propia civilización.
Esto último, sin duda requeriría un cambio de mentalidad de tal calibre, que habría que retrotraerse a modos de vida bastante antiguos, aunque no tanto como parece.
Por ejemplo, no hace muchas décadas, la mayor parte de la gente compraba en los mercados donde ni un solo producto iba envasado, ni etiquetado. Se envolvían los productos en papel de estraza y se confiaba en la información que proporcionaba el vendedor acerca del producto, su origen y su calidad.
El vino y otras muchas bebidas se vendían en bodegas, donde uno mismo llevaba el caso vacío y se lo rellenaban, tantas veces como fuera necesario. La higiene del producto quedaba en manos de la pulcritud del comprador en el correspondiente lavado de sus botellas. Recuerdo que los cascos vacíos de los sifones, en los que se envasaba el agua con carbónico, se cambiaban por otros llenos tras su oportuno lavado por el fabricante.
Son simples ejemplos de un modo de vida mucho menos contaminante, pero que, sobre todo, se basaba en la confianza de consumidores, productores e intermediarios.
Por otro lado, los productos no añadían los costes que conllevan los actuales envases y etiquetas, por lo que salían mucho mejor de precio. Además, dichos costes, no solo lo son de los materiales en sí, sino de la enorme cantidad requisitos legales que los productores deben satisfacer para que los productos puedan venderse legalmente.
En cuanto a la producción de bienes de consumo, en aquella economía, el propio consumidor estaba autorizado a hacer muchas de las cosas que él mismo consumía.
Baste decir que en los pueblos, cada cual podía construirse su propia casa, sin necesidad de arquitecto, aparejador, técnicos de instalaciones, etc. También podía cuidar de un pequeño huerto, disponer de gallinas, ganado porcino, etc., de forma que, al ser la misma persona, no había intermediarios entre el productor y el consumidor, ni necesidad alguna de desplazar grandes cantidades de productos entre sitios muy distantes.
Por otro lado era raro que el consumo fuera más allá de la satisfacción de las verdaderas necesidades vitales, y, a su vez, no había que ir demasiado lejos para poder satisfacerlas. En el mundo “globalizado”, se puede comprar una mercancía a miles de kilómetros de distancia y que te la traigan a tu casa en un breve plazo de tiempo, lo cual implica, sobre todo, más contaminación.
Es verdad que, hoy en día, todo parece mucho más cómodo. No solo es que, uno mismo, no tenga que hacer casi ninguna de aquellas tareas para vivir, sino que, generalmente, o lo tiene prohibido, o le resulta imposible por cuestiones prácticas.
Escuchamos a diario que nuestra economía depende radicalmente de que el consumo, no solo se mantenga, sino que se incremente. De lo contrario, caemos en crisis económicas, con efectos devastadores, sobre todo, en cuanto a la generación de desempleo.
Es más, también dependemos de que la inflación suba, es decir, es una economía que funciona cuando los productos se encarecen, pero no cuando se mantienen con precios estables. En esto también tiene mucho que ver la presión de la demanda sobre la oferta, y, por lo tanto, el consumo.
Una cuestión de fondo que subyace a todo esto es que, ni nuestra civilización quiere volver a modos de vida de menor consumo y, por tanto, menos contaminantes, ni es posible que pudiera tolerar los desequilibrios económicos que se suscitarían en el supuesto caso de que se pretendiera hacer, ni menos aún, si se hiciera.
Ya nadie parece apreciar en absoluto la austeridad. Es un término que suena a privaciones, carencias y sufrimiento, aunque, no se examinen en profundidad las consecuencias de su desaparición.
No obstante, esa parece ser la única salida seria, al inmenso problema que estamos generando y que padecerán las próximas generaciones, seguramente, con dosis bastante mayores de privaciones y sacrificios, que los que conllevaría la aplicación de un poco más de sensatez económica en los tiempos que corren.
Austeridad y mucha metafísica
Un saludo
Y encima nos sentimos culpables cuando no reciclamos en casa, creyendo que tiene alguna utilidad, con el lema infundado de que «salvar el planeta es cosa de todos».