La destrucción del reino de la vida
El reino de la vida, que contiene a todas las especies animales y vegetales que existen, hayan existido o existirán, ha de estar regido por un principio que garantice su continuidad y, por tanto, el equilibrio ecológico que la hace posible.
La implantación de leyes necesita un criterio, que no solo viene dado por la finalidad hacia la cual se dirija cada una de ellas, sino que ha de ser de índole universal, de forma tal que todo el sistema normativo sea internamente congruente y converja en una única finalidad.
Podemos decir que cada especie animal se rige por las leyes que le son propias, según su particular naturaleza de especie, si bien, dichas leyes no pueden entrar en contradicción con aquellas que protegen la continuidad del reino de la vida.
Tales leyes de especie que rigen en el reino de los animales, con excepción del hombre, son las que conocemos como instintos. Están inscritas en sus respectivos códigos genéticos, por lo que son hereditarias, y los animales no tienen la necesidad de aprenderlas.
Aquello que aprenden a lo largo de sus vidas, se inserta congruentemente dentro de esa estructura instintiva, por lo que, salvo error o accidente, no caben grandes sorpresas acerca de la legalidad de sus comportamientos.
En lo que respecta a nuestra especie, parece haberse comportado como una especie más dentro del ecosistema, desde sus orígenes hasta hace poquísimo tiempo, es decir, alrededor de un 98% de su duración.
¿En qué sentido? En el de que sus actividades no habían causado un impacto nocivo en el ecosistema, ni había perjudicado, ni puesto en riesgo la continuidad de la vida en el planeta.
Es posible que el punto crítico, a partir del cual nuestra propia especie empieza a poner en riesgo el ecosistema, se ubique en la época de la revolución científica de los siglos XVI y XVII, si bien, más que el propio desarrollo del saber humano producido en ese momento, el problema pueda reconocerse en otros aspectos de índole política, religiosa y moral, que comenzaron su andadura en el siglo XIV y cristalizaron al inicio del XVII.
La figura política que mejor representa dicha revolución es Francis Bacon (Londres, 1561-Gorhambury, 1626). Bacon consideraba que la ciencia y el poder humano coinciden, y, además, es considerado como el primer utilitarista de la historia. Su biografía es digna de ser analizada, pues explica muchos aspectos enigmáticos de su época y retrata una mentalidad apasionada con el poder, que no ha hecho sino acrecentarse desde entonces. Su obra Novum organum [i] viene a ser el documento fundacional de la ciencia moderna y está presidida por un precepto muy claro: la ciencia debe dedicarse a investigar para dominar la naturaleza.
Hasta aquella época, la ciencia se fundaba en la observación de la naturaleza y, rara vez, se planteaba una finalidad diferente a la de engrosar el conocimiento humano, por lo que el giro consistió en poner dicha actividad humana al servicio del poder.
Es posible que, hasta entonces, el ser humano no se hubiera preguntado de manera rigurosa ¿para qué queremos saber?, ni se hubiera percatado de que un saber, pueda servir para hacer el mal y para hacer el bien; para dominar algo o para amarlo…
Así, la ciencia, la tecnología y el poder se constituyeron en un núcleo que revolucionaría por completo el estado precedente de la humanidad.
La violencia que contiene el determinante fundacional de la nueva ciencia tecnológica, no parece congruente con un principio general de coexistencia entre especies, ni parece tomar en cuenta su propio impacto destructivo, no solo sobre la naturaleza, sino, también, sobre el propio ser humano.
Si, hasta entonces, la inteligencia humana había sido utilizada prioritariamente en ahondar en principios metafísicos, éticos, religiosos, y de otras muchas áreas, aparentemente inútiles, a partir de ese momento, esas otras disciplinas tenderán a su extinción, mientras la inteligencia humana será puesta prioritariamente al servicio de los desarrollos tecnológicos.
Desde entonces hasta la actualidad, nuestra especie ha dejado de ser depredadora para convertirse en un arma de destrucción masiva.
De hecho, hay algo especialmente malicioso en utilizar, de forma selectiva, la curiosidad humana, y que quizá sea el único instinto que subsista a sus primeros meses de vida, de forma tal que incremente su poder de destrucción hasta límites insospechados.
Siguiendo la lógica real, lo esperable sería que, al carecer de otros instintos diferentes al de la curiosidad, nos volcáramos en el descubrimiento de los principios que hacen posible la vida, y, desde ellos, deducir las leyes o reglas que debieran regular las actividades de la especie, en relación con la naturaleza exterior a ella misma, y, también, sus propias relaciones internas.
Ahora bien, tal planteamiento lleva implícito el hecho de asumir la responsabilidad de dotarnos a nosotros mismos de principios congruentes con la realidad y la naturaleza, lo cual, tomados, cada ser humano, uno a uno, seguramente no sería difícil, pero el problema aparece en cuanto nuestras sociedades se encuentran regidas por poderes y no por autoridades.
En este esquema histórico, es en el que habría que inscribir la sustitución de la moral por las leyes convencionales. Nuestra especie, en cuanto a tal, se ha tornado estructuralmente inmoral con todo lo exterior a ella, y, amoral, en relación a la producción de leyes destinadas a ella misma, que, promulgadas por los poderes políticos, desatienden cualquier principio moral relacionado con su historia anterior.
En el vínculo moderno «política-ciencia» se produce una fusión de la ambición de poder, propia de la política, con la curiosidad de saber, quedando, dicha curiosidad, generalmente limitada y encauzada a buscar las respuestas que busca el poder. Además, el saber, producto de esa ciencia, vierte hacia la política, aportándole instrumentos depurados para facilitar la consecución de sus fines.
Ahora bien, la ingeniería no queda circunscrita a las cosas, sino que se amplía a todo lo que se mueve y a lo que no se mueve, es decir, también incluye la ingeniería sobre el hombre, tanto individual como en las colectividades sociales.
Así, nos encontramos con que la ciencia queda definida como una disciplina de saber para dominar y sólo para dominar, inicialmente a la naturaleza y, subsiguientemente al hombre, y, su propósito fundamental, queda prácticamente reducido al ámbito de la producción de tecnología para ejercer tales formas de dominio.
De dicha conjunción emergen la ciencia política; la ingeniería social; la ingeniería genética; la ciencia de la guerra; las políticas científicas, y todas las innumerables ramas del mismo enfoque que vemos florecer día a día en el mundo contemporáneo.
Ahora bien, ¿queda algo que restrinja el ámbito de aplicación o los modos de acción de esa conjunción de política y ciencia? No cabe esperar que la religión residual lo haga, pues no sólo perdió todo su ascendente sobre la política en el siglo XIV, sino que su autoridad espiritual y moral se ha ido menoscabando sistemáticamente a lo largo de todo el proceso.
Tampoco cabe esperar que lo haga la metafísica, ni en su ocupación central que es el descubrimiento de la realidad en cuanto a tal, ni en las vinculadas a ella, como es el caso del conocimiento del ser, el bien, la verdad y la belleza, como principios originarios de las actividades humanas orientadas al estudio antropológico, la moral, la epistemología y la estética. Su vigencia ha desaparecido al ser sustituida por la ciencia.
La masiva propaganda que el poder político envía a las poblaciones, acerca de la objetividad, como el mayor logro de la ciencia, haciendo referencia al carácter de verdad que imperaría sobre sus medios y sobre sus resultados, no deja de ser algo muy cuestionable.
Además, ¿por qué se iba a regir la ciencia moderna por la verdad y por el bien, si ella misma niega que existan?
Por otro lado, tanto para cuidar, proteger o mejorar algo, como para hacer lo contrario, hace falta conocimiento; sin embargo, el conocimiento que se requiere para hacer el bien, generalmente es mucho mayor y más profundo que el que hace falta para dominarlo o destruirlo.
Para el primer caso, hará falta conocer ampliamente el objeto de que se trate con todas sus propiedades, mientras, en el segundo, bastará conocer algunas de esas propiedades, y, en particular, las que le hacen más vulnerable.
Siguiendo la norma conocida como la navaja de Ockham, por la que hay que eliminar el conocimiento de todo lo que se considera superfluo, la ciencia y quienes hacen el conocimiento bajo el criterio de esa utilidad de dominio, no quieren saber nada más que lo necesario y suficiente para ejercerlo.
El conocimiento científico quedará así limitado a lo imprescindible para el dominio del objeto de que se trate. No apetece la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad, sino la porción de verdad con la que dominar aquello. Nada más.
Por otra parte, que sea la ingeniería la que limite el campo de la ciencia, es invertir la naturaleza del conocimiento. Primero, habría que saber por extenso, y, luego, ver si aquello tiene alguna buena aplicación práctica y, si la tiene, adelante, pero la navaja de Ockham para descartar lo superfluo a priori no deja de ser un prejuicio muy peligroso.
De hecho, para saber si algún conocimiento es superfluo o no lo es, habría que disponer de él, es decir, habría que hacerlo, antes de juzgar acerca de su utilidad, pero el establecimiento de un prejuicio que afirme que todo conocimiento es superfluo si no se considera práctico a priori, es una enorme falacia. Es más, es un disparate.
En cuanto a los medios empleados en el conocimiento, la experimentación intencional fue un invento que coincidió exactamente con la definición que Bacon postuló para la ciencia. Él mismo, en la obra antes citada, estipula la conveniencia de la experimentación frente a la observación natural que se efectuaba hasta entonces.
Que el ser humano opere sobre el objeto, incluyendo cualquier tipo de operación que se juzgue oportuna, como medio para conocerlo y como finalidad misma de dicho conocimiento, no parece ser lo más correcto, ni para saber cómo es de suyo, sin violencias exteriores que puedan alterar su condición, ni para respetarlo con todas sus propiedades inherentes.
Habrá gente que crea que esa actitud de dominio de la naturaleza estaría restringida a las cosas o hechos malos de la naturaleza o, especificando un poco más, a los que fueran malos para el hombre, como, por ejemplo, las enfermedades, las adversidades del tiempo atmosférico, las fieras del reino animal, o peligros por el estilo.
No obstante, aparte de que el análisis de “lo bueno” y de “lo malo” de la naturaleza, conduciría, inequívocamente, a la conclusión de que en la naturaleza no hay nada malo en sí, sino que lo malo sería ignorar los peligros, o cometer errores e imprudencias de índole existencial, lo cierto es que, el control, dominio y destrucción de la naturaleza, por lo general, se viene haciendo sin prestar el menor interés en hacer distinción alguna acerca de qué se domina o se destruye y qué no.
La eficacia que se gana en el afán de dominio, se pierde en el conocimiento del ser en sí.
A partir de ahí, es difícil disponer de un conocimiento fundado en la verdad acerca de todos y cada uno de los seres vivos, de las especies, y del gran sistema vital que forman, que permita derivar modos de comportamiento autoregulados que protejan dicho sistema, es decir, la propia vida.
Mucha gente se engaña, creyendo que la medicina no hubiera avanzado sin el advenimiento de la ciencia moderna, cuando lo cierto es que, el auténtico progreso, que hubiera dimanado de la evolución cultural y científica previsible, de los presupuestos teóricos que ya habían empezado a dar frutos en el seno de las culturas religiosas, no sabemos a qué punto hubieran llegado seis o siete siglos después de que Ockam irrealizara la metafísica.
Ahora bien, de lo que no cabe duda es que ese progreso hubiera sido distinto y, quizá, hubiera dado de sí avances admirables, también, en metafísica y en otras materias, aunque, los más notables, lo hubieran sido en torno al hombre, al resto de la naturaleza, en materia social y en la fundamentación de una moral real que protegiera la vida. ¿O no? Nunca lo sabremos.
[i] BACON, FRANCIS; Novum Organum. Aforismos sobre la interpretación de la naturaleza y el reino del hombre; Prólogo de Teixeira Bastos; trad. Cristóbal Litrán; Ediciones Orbis S.A.; Barcelona, 1985