La dichosa humanidad
Los asuntos relativos a la ética, la estética y la noesis que, antiguamente se ocupaban de indagar acerca del bien, la belleza y la verdad; de dilucidar si determinadas acciones estaban amparadas, o no, bajo tales principios; y de facilitar criterios decisorios para verificarlos, han caído en un extendido desuso, cuando no en una intensa persecución.
Desde la puesta en marcha del predominio del juicio social, de las leyes positivas sin raíz natural, de la validación del criterio rector de supuestas opiniones mayoritarias, con independencia de su cualificación, y, en definitiva, del juicio humano desconectado de cualquier tipo de principio universal, se ha descartado la búsqueda de solidez y objetividad para los determinantes de la actividad humana, admitiéndose, pragmáticamente, el carácter arbitrario y subjetivista de los mismos.
Tanto es así, que las antiguas discusiones éticas o sobre ética (y también las correspondientes sobre estética y epistemología), han desaparecido de las dinámicas interpersonales, siendo sustituidas por otro tipo de debates de una naturaleza completamente diferente.
En el terreno ético se ha acuñado el neologismo popular buenismo para designar un amplio campo de actitudes y conductas de la praxis social, consistente en el predominio de apariencias huecas de bondad en sustitución de la bondad verdadera.
No obstante, el contraste entre bondad verdadera y falsa bondad, no deja de ser una benignación del proceso de desconexión con la realidad que estamos padeciendo.
Por mi parte, creo más acertado otro neologismo como es el término eticismo, para designar algo todavía más grave que el buenismo.
Si tomamos en cuenta que, junto a la desaparición del principio del bien, también está siendo demolido el principio de la verdad, tiene poco sentido que se hable de bondad verdadera o de bondad falsa, pues dicha pérdida de la verdad tiende a impedir toda distinción entre ambos tipos de actitudes.
No obstante, nadie parece perder de vista la obligación de revestir, cualquier conducta o actitud, de una cierta ética humanista de orden social, que deje traslucir unos valores que sean congruentes con una imagen óptima del hombre entendido como ente abstracto.
Dicho de otro modo, todo vale, siempre que la imagen que se dé sea congruente con un prototipo humano cuyas características benignas se están comunicando sistemáticamente a la población mediante consignas y mitos diversos por los grandes medios. El factor opositor en dicha comparación, incapaz de defenderse, muere sin rechistar por ser la propia naturaleza.
Se pueden hacer todo tipo de acciones, calificables de cualquier modo desde los antiguos criterios, siempre que se dé una imagen conforme a una nueva ética social carente de cualquier principio cuyo origen no sea un invento más.
Así, el revestimiento ético de las conductas resulta, en la actualidad, del mismo grado de ascendencia que anteriormente tenía la auténtica conducta moral, por lo que, dicho revestimiento, conlleva necesariamente una determinada estética.
Ahora bien, esa estética no es la misma que la antigua, que se podía definir en términos de que la existencia de la persona reflejara su verdadera esencia, sino que, al prescindir de los principios del bien y de la verdad, se conforma a que las apariencias sigan un canon social (arbitrario o de origen ignoto), a lo cual, tal vez se pueda denominar esteticismo.
El esteticismo consiste, por tanto, en que la imagen que alguien ofrezca se acomode a unos cánones establecidos de apariencias diseñadas socialmente que estén exentas de cualquier vestigio de algo personal. No se trata de disfrazarse de algo o de alguien, sino de dejar claro que quiénes los llevan disfrutan del placer de su propia abnegación radical a cambio de diversas compensaciones.
Se trata, por tanto, de un catálogo de disfraces que, teniendo en común su radical impersonalidad y su origen posmoderno, informen de que quienes los llevan son especímenes tan obedientes que sirven de ejemplo popular a imitar por todos los que, de momento, no salen en pantalla.
Tal vez, incluso se puedan considerar uniformes de fervientes militantes de la posmodernidad con los que predicar posverdades, eticismos especializados para cada ocasión y la nueva religión de una humanidad que se ha superado absolutamente a sí misma: ser todo y no ser nada al mismo tiempo.
Ya no hay falsas apariencias personales sino que, rizándose el rizo, lo que hay son tantas apariencias impersonales como personas van quedando por el camino.
Quienes se atengan a estas envolturas se reconocerán por su acomodación a los imperativos sociales de la posmodernidad, mientras que quienes no los verifiquen serán detectados de inmediato como no conformes al nuevo sistema.
La designación como histeria de un modo de negación del propio ser bajo represiones de estilo victoriano sigue siendo de aplicación en la actualidad, aunque solo parcialmente, pues a aquella represión la persona respondía con alteraciones y no con el júbilo que actualmente disfrutan quienes la acatan. Ahora se disfruta de no ser, cuando antes esa misma condición causaba padecimientos.
En cuanto al conocimiento, se admite que ha quedado relegado a las ciencias positivas, y, por lo tanto, fuera del alcance de las personas que no pertenezcan a una élite de la comunidad científica.
Este criterio obliga a amoldar las conductas expresivas, de ideas de posible representación de aquello a lo que pudieran referirse, a la admisión de su carácter de opiniones universalmente infundadas, y, por lo tanto, a reconocer en quien las expresa que no se tratan de creencias, sino de meras ideas de una persona que, por definición, no es nada, con la salvedad de que tales ideas sean dogmas posmodernos. Se trata de que cada cual sea un escéptico con respecto a sí mismo y un creyente entregado al régimen que le niega.
Esta nueva forma de escepticismo centrado en la persona común, se compensa con la disposición de conocimiento universal gratuito, puesto al alcance de cualquiera que sepa usar un teclado y un ratón. Otra cosa muy diferente es lo que cada cual, de suyo, conozca, y lo que sea capaz de conocer, sin que el habla-escribe (Orwell, 1984) se lo apunte.
Así, todas las personas pueden disponer de un ingente conocimiento gracias a su pertenencia a la era posmoderna y, con ello, de una cierta identidad fatua o narcisista fundada en su pertenencia a la especie.
La sumisión del individuo a la sociedad, y de la sociedad a próceres raramente visibles que acuñan moldes y dogmas de universal cumplimiento, ha sustituido, prácticamente en su totalidad, a la antigua obediencia del individuo al bien, la verdad y la belleza que conformaban su ser.
Ya hasta cabe la duda de si seguimos en fase de ingeniería social o si la sociedad ha alcanzado el título de ingeniera con el que pulir los pocos flecos personales que aún subsistan.
Sustituir la moral por un eticismo hipócrita, es algo malo; sustituir la verdad expresiva por meras apariencias también es malo; y creer que se sabe mucho, sin saber nada, presumiendo de que se pertenece a una especie sabia, a la que la persona no aporta más que simples opiniones despreciables, como poco, es una necedad; no obstante, sustituir ser por pertenecer a una maquinaria que sirve a fines desconocidos o siniestros tal vez sea lo peor.
Ahora bien, ¿cuáles pueden ser los criterios que usan tales próceres para establecer esas nuevas modalidades de ser (o no ser) y de comportarse (o hacer actuaciones)?
Parece que el criterio último, del que emanan otros muchos de órdenes inferiores, consiste en fabricar a un ser humano genérico absolutamente autónomo e independiente de la naturaleza, de la cultura milenaria y de la realidad, y, en consecuencia, totalmente heterónomo y dependiente de la sociedad en la que está inserto y de aquellos que la manejan.
Los procesos de desconexión del ser humano, con respecto a la naturaleza y a los principios reales que causaban su realización, tienen como fin la plena y absoluta socialización disolvente de los individuos, por lo que siguen la lógica de sustituir la realidad por la sociedad, una vez desprovista ésta de su previo fundamento natural, cultural y real.
Esto último deja inexorablemente a cada ser humano a expensas de acomodarse a una civilización antinatural, anticultural y anti-real, so pena de que sea juzgado como un ente antisocial con las consecuencias asociadas que penalizan su existencia. A esto se añadirá su exclusión del narcisismo colectivo de la especie dominante.
Un pequeño resumen de lo dicho consiste en que la persona no es nada; no vale nada; los principios (naturales, culturales o reales) que la rijan, tampoco; que lo único que vale es lo social o la pertenencia a lo social; bien entendido que lo social, lo hagan como lo hagan quienes ordenan y mandan, es lo que diviniza al hombre. Ni Augusto Comte lo habría prescrito mejor para acabar con la dichosa humanidad.
Que alegría volver a recibir tus artículos. Lo que describes en el artículo es exactamente así y ante esa situación los que no participamos en ella, en esa anulación del ser tenemos que disfrazarnos muchas veces, otras veces menos pero siempre con cuidado, por lo menos así lo hago yo que todavía no tengo la fuerza suficiente para manifestarme con la autenticidad propia de mi ser, pero soy consciente de ello y eso me mantiene equilibrado aunque también algo apenado, en fin a continuar aprendiendo.
Gracias por tu comentario
Hola de nuevo Carlos!
Me ha gustado mucho el artículo, que he tenido que releer con detenimiento para sacar las ideas, dejando a continuación, algunas reflexiones más:
– Si la bondad está en desuso, también la maldad es ignorada. En esta sociedad no hay bondad ni maldad, y cuando se expresa que tal acción o tal persona se le atribuye la cualidad de “ser mala”, que su acción parte desde una “maldad”, la sociedad basada en la apariencia mira como si se estuviera loco o paranoico. Solo se pueden ver “malos” desde las ideologías, es la única forma que la sociedad deja “rellenar” esa necesidad del ser humano de distinguir maldad y bondad, siendo los malos los contrarios y los buenos los de mi ideología. Ni los niños hacen esa distinción tan precaria.
– Para conseguir ese histerismo colectivo se utilizan fuertes herramientas tecnológicas que son las llamadas “redes sociales” en donde la persona que participa pasa a ser objeto social, y un ejercito de moldeadores y formadores de “personas impersonales” despliegan un abanico de estrategias para lograr ese objetivo de desrealizar a los seres, socializando en unos valores anti-reales, solo hay que ver las nuevas profesiones como “influencers”, “youtubers”, “coachers”, etc.
– Ese histerismo colectivo está apaciguado con el narcisismo social que planteas (sintiéndose superior por ser “nada”) y con multitud de evasiones y anestesias: drogas, series, viajes, sexo, etc.
– Y es verdad como dice Francisco que al final se cae en no manifestarse de forma auténtica por el miedo a las consecuencias, sintiendo que te tienes que ocultar, o tristemente “aparentar”, sintiendo un regusto amargo y sabiendo que hay que seguir aprendiendo para superar esos miedos.
Por último dejo la reflexión de una conocida anti-real que planteaba en un debate sobre qué es lo importante en las personas. Señalaba sin ponerse colorada y lo que es peor, tampoco los de su alrededor se sonrojaron mucho, que lo más importante no es que la persona sea buena, en lo que de verdad hay que fijarse es que sea “interesante”; y por interesante se refería a todo aspecto superficial: éxito profesional, “viajada”, con carreras, idiomas, que “supiera” de todo, y por su puesto, conocida y reconocida por mucha gente.
Un placer de nuevo poder mantener la mente activa gracias a estos artículos.
Efectivamente, si se suprimen los principios y sus contrarios, desaparece toda posibilidad de que el ser humano acceda al nivel que le correspondería como persona, pues la ética desaparece. Tal vez de ahí provenga el criterio al que haces alusión de «interesante». También son interesantes todos y cada uno de los miembros de las especies animales.
Me lo he leído unas cuantas veces, y está muy bien descrito lo que ocurre en esta sociedad. Viene bien escuchar algo diferente, que esté pensado por alguien que piensa por sí mismo, y que no sean las mismas opiniones repetidas de forma igual o diferente durante todo el tiempo a lo largo del día.
En fin, cuando cuentas o haces algo un poco diferente a las nuevas generaciones que se están formando, te encuentras con el mismo escollo de siempre, que no es moderno, y bla, bla, bla. Sin más, no se realiza la pregunta lógica que debiera venir después: ¿es que lo moderno es lo bueno y adecuado por el simple hecho de ser moderno? Generalmente o no se responde, o el que responde dice que eres un amargado por no ser moderno. Vamos, que no se responde a un crítica a la modernidad con una respuesta lógica jamás.
Sócrates se hacía una pregunta tras otra hasta llegar al principio generador de las cosas. Ahora no se responden las preguntas bien porque no se piensan las respuestas. Estas se reproducen, reduciendo el cerebro humano, que debiera de ser el que más pensase (ya que por algo es el más complejo que existe en la Tierra) a reproducir aquello que se escucha igual que un loro. Todo esto sin querer ofender a este bello pájaro.
Hay veces que te reprimes las opiniones por miedo a quedarte sin trabajo, y hasta a terminar siendo un indigente…
Uno de los problemas es que si se dice algo que va en contra de lo social a alguien, este va a escuchar lo contrario un montón de veces al día, por conocidos, amigos o medios de comunicación que están absolutamente integrados en el moderno ser humano (el móvil ya es una extensión de las falanges).
Los criterios de juicio social que se van instalando parecen superficiales y, a menudo, necios, pero creo que tienen finalidades muy pensadas. Someterse a tales criterios para evitar determinados juicios externos, suele conllevar perjuicios peores para la propia persona.