La ética del poder y el teatro de las libertades
El poder tiene su correspondiente ética. Según ella, es bueno todo lo que le favorece, y, malo, todo cuando le perjudica. Lo demás, es neutro.
Si no se entiende esto, tampoco se entenderá por qué razón es tan difícil identificarlo, o reconocerlo, a través de sus aparentes “cosas buenas”.
Una de esas “cosas buenas” que no lo son, pero que se lo parecen a casi cualquier observador que las vea o que las disfrute, se refiere al manejo que efectúa con el consentimiento, o la privación, de la libertad.
En ese ámbito, la paradoja que hay que desvelar, reside en que, por su propia esencia, el poder limita, configura, o constituye la esencia, la conducta y las actividades de relación de aquellas personas sobre las que opera, si bien, a pesar de esto, también es cierto que puede llegar a promover masivamente las libertades individuales, la libre expresión de las ideas, o, por poner otro ejemplo, la legitimación de todos los intereses individuales.
¿Por qué puede llegar a permitir, e, incluso, promocionar, tantísimas libertades, si de lo que se trata es de sujetar a sus designios tantas actividades humanas como le resulte posible?
Es obvio que, con los siglos de experiencia acumulados, el poder se ha ido refinando hasta extremos insospechados, y, al mismo ritmo, ocultándose de la vista de sus gobernados.
¿Qué hay detrás de tantísima permisividad, tanta promoción de las libertades individuales, de tantísimo buenismo en relación con la satisfacción de los intereses individuales, del masivo ejercicio de la demagogia política, etc.?
¿Verdad que no se parece, en absoluto, a lo que intuitivamente la mayor parte de la gente entiende por poder, tiranía u otros términos sinónimos?
No obstante, el asunto puede ir todavía más lejos. Hasta se llega a dar el asombroso caso de que, en el terreno de la educación directa de padres o madres ―que son sujetos de poder― sobre sus hijos, el ejercicio del mejor teatro de la hipocresía moral, genere en estos un aprendizaje imitativo del formato “moral” de que se trate, hasta constituirse como personas con ciertas hechuras “morales” que, además, creen que han sido educados en plena libertad, por lo que, suelen adorar a sus progenitores.
Pasemos a examinar, en primer lugar, el ejercicio del poder que se efectúa promocionando las libertades y la satisfacción de los intereses particulares.
Como he dicho antes, en primer lugar, tiene el beneficio de que tal forma de poder pasará, generalmente, inadvertido.
Por otra parte, una intensa promoción de las libertades individuales, como, por ejemplo, la libertad religiosa; la libertad ideológica; de expresión de opiniones; de opciones sexuales; de acciones de ocio; de indumentarias y atuendos, etc., etc., genera una indefinida cantidad de acciones y productos, de todos los tipos, puestos en el escenario social: libros; tertulias; informaciones; opiniones; músicas; sectas; drogas; acciones; producciones artísticas; científicas, etc., todo lo cual, inunda el entorno en el que nos movemos de una auténtica saturación de objetos diferentes.
Ahora bien, todo este maremágnum requiere algunas consideraciones:
- El ser humano valora algo en función de su capacidad para existir en el mundo, pero en un entorno en el que todo puede existir, cada una de las cosas que existen, pierde todo su valor. Si existen millones de opiniones distintas, ninguna opinión vale nada. Si hay miles de religiones y decenas de miles de sectas, ninguna de ellas tiene valor por sí misma. Si hay millones de libros en el mercado, ninguno vale más que cualquier otro…
- Dicha abundancia de existentes que coincide con una enorme facilidad para que cualquier cosa exista, retira el valor a las personas que las ponen a existir. Si existir es tan fácil, ni nada, ni nadie, adquiere valor por el hecho de hacer existir algo, ni, por su propia existencia.
- Además, tantísima división individualizada, parece que concuerda con el famoso eslogan ¡divide y vencerás!
- Por otra parte, la seducción de poner al alcance de la población tantísimos objetos de potencial consumo, de forma que, cada cual, pueda satisfacer libremente sus gustos, preferencias e intereses, convierte el mundo en un inmenso bazar de egoísmos particulares.
- En estas condiciones, todo, o casi todo, llega a alcanzar un grado de banalidad que lo convierte casi inmediatamente en algo despreciable, incluyendo a los seres humanos que lo hacen existir.
Uno de los posibles factores decisivos que maneja el poder para generar este estado de cosas, reside en la promoción del egoísmo y de la liberalidad como derecho, pues se tratan de dos formas muy apetecibles de inmoralidad. Son demasiado tentadoras como para que alguien decida renunciar a ellas motu proprio.
De hecho, a la vista de cómo discurre la vida en esta época, diríase que, primero, el verdadero altruismo ha sido extinguido; segundo, que las eminentes personas que creen en el bien, están en vías de que les ocurra lo mismo; y, tercero, que el egoísmo más primario, está haciendo su agosto.
La actitud egoísta, entendida como la que atiende desmedidamente el propio interés, sin cuidarse del de los demás, parece que, anteriormente, se extendía en mayor medida cuando se daban las circunstancias propicias para el grito de ¡sálvese quien pueda!
Hoy en día, ha sido instalada por el poder, como actitud básica estructural, tanto para tiempos de prosperidad, como para tiempos de penurias. De hecho, todo lo que tiene influencia social, lo político, lo ideológico y lo económico, parece estar a favor de que eso ocurra.
Además, aunque lo más frecuente es que ese egoísmo feroz se encuentre disfrazado mediante el buenismo y las artes refinadas de la hipocresía, hay ocasiones en que se expone abiertamente, como ocurre actualmente en el escenario político.
Ahora bien, una de las peores formas del egoísmo consiste en sacar tajada de la promoción del egoísmo en otros.
Por ejemplo, en un artículo anterior de este mismo blog, titulado ¿Qué es el egoísmo?, dije que: «Cuando el hijo escucha de su progenitor que lo bueno es que sea egoísta, le da la impresión de que eso está a favor de su propio bien, lo cual incrementa su lealtad hacia el progenitor, y, colateralmente, su disposición a servirle exclusivamente a él. / Así, emergen personalidades que son altruistas hacia dichas figuras familiares, mientras que, con el resto del mundo, funcionan con los patrones contrarios».
De hecho, tal tipo de operación, de manifiesta seducción sobre el descendiente, promocionando su egoísmo, genera un vínculo entre ambos participantes, por el que se da, por un lado, el egoísmo de ambos, en cuanto asociación, y por otro, el egoísmo de cada uno de ellos, cuando operen por separado.
Tales condiciones se ponen de manifiesto en muchas ocasiones, aunque, una muy relevante, ocurre cuando llega el momento en el que tales descendientes entran en edad de formar pareja. Los conflictos, entre los miembros de la posible nueva pareja, se multiplicarán, debido al vínculo existente, entre uno de ellos, o ambos, con el progenitor correspondiente.
La promoción del egoísmo como modo de seducción, alcanza su máximo grado de virulencia, cuando accede al plano del ejercicio del poder en la política.
El mensaje que el político populista le envía, al potencial votante que le escucha, consiste en algo tan asombroso como: «Todos tus intereses son legítimos y yo te prometo que los defenderé, por encima de los intereses de los demás». Se trata de conseguir votos para alcanzar el poder, ampliarlo o conservarlo.
Suponiendo que dicho político gane las elecciones, casi seguro que abrirá su discurso de la noche electoral afirmando que «gobernará para todos los ciudadanos y no solo para quienes le hayan votado a él».
No obstante, lo cierto es que gobernará a todos los ciudadanos para satisfacer sus propios intereses, lo cual, sin duda, dañará todos los intereses, comunes o privativos, de los ciudadanos, en mayor o menor grado.
A la vista de esto, el ciudadano que le votó por su propio egoísmo, comprenderá que, también, el político de turno, gobierne por el suyo propio, pues, pensará que, al fin y al cabo, lo único inteligente en esta vida es moverse por los propios intereses, con independencia de la repercusión que esto tenga, sobre lo común, o sobre terceras personas.
Si nos ceñimos a la cuestión territorial, tan debatida en estos años, los populistas, entre otras materias, se especializan en ensalzar el egoísmo nacionalista: «Todos tus intereses separatistas son legítimos y yo te prometo que los defenderé, por encima de los intereses de los demás».
De llevar a cabo tal criterio, esto sería de aplicación a regiones, provincias, pueblos, calles, viviendas y, por último a individuos, a los que, por cierto, es a quienes les llega el mensaje electoralista al respecto de la legitimidad de sus intereses individuales. Por lo tanto, el camino conduciría a que hubiera un político para cada ciudadano, siendo, el conflicto final, entre el representante político y el ciudadano representado, a ver cuál de los dos egoísmos se sale con la suya.
No da la impresión de que la gente comprenda que, un régimen político, no está para satisfacer intereses individuales de ninguna clase, o que el político no es un rey mago al que se le envíe la carta pidiéndole lo que a uno le apetece que le regalen.
Así, entre un pueblo, en el que el político que promete sangre, sudor y lágrimas, es el que gana las elecciones, y otro, en el que gane el político que promete salud, dinero y amor, hay una diferencia tan radical como para hacer pronósticos fundados sobre el distinto porvenir de un pueblo y del otro.
Ahora bien, si volvemos al terreno de la educación, el progenitor que promueve el verdadero bien del hijo, frente a aquel que le engaña acerca del mismo, es el que de verdad le ama y el que contribuirá a su realización. Esto último es de lo que se trata.
Entonces, la pregunta es, si esos padres que promueven el egoísmo de sus propios hijos, o aquellos políticos que lo promueven en sus votantes, no son, ellos mismos, no solo egoístas, sino algo mucho peor: individuos con la única pasión de buscar su propio poder manipulando a quienes debieran ofrecer algo bueno, verdadero y bello.
Volviendo al asunto principal expuesto al comienzo del presente artículo, hay que decir que el poder no encontrará enemigo alguno en una población caracterizada por la inmoralidad, el egoísmo o la corrupción.
La privación de la condición moral de una persona, la disuelve en cuanto a tal persona, le extrae su potencial carácter real, la debilita en términos de autogobierno, la pone a depender de las circunstancias, la hace vulnerable a caer en todo tipo de tentaciones y de chantajes, y, en definitiva, la convierte en un ser dúctil y maleable para el poder.
Si no se trata de una sola persona, sino de toda una población, ésta acabará cayendo en la banalidad, en el hombre-masa definido por Ortega y Gasset, en la impersonalidad radical y en la absoluta falta de oposición a lo que el poder quiera hacer con ella. Será llevada, como un rebaño cualquiera, hacia donde el poder quiera, para hacer con ella lo que quiera.