La eutanasia y el valor de la vida
Oculto en la teoría darvinista de la evolución de las especies y oculto en el enfoque organicista de todo lo relativo a los seres vivos, incluyendo al hombre, es decir, dentro del monismo materialista, se encuentra el dogma del «valor de la vida».
¿Cómo se explican las fuerzas que concurren en los desarrollos evolutivos?, ¿cómo se explica la emergencia evolutiva de la mente humana, de la conciencia y demás elementos inmateriales del hombre?
Una de sus tesis principales es que la emergencia de tales entidades se encuentra en el beneficio biológico derivado de sus desarrollos, es decir, que la vida de los organismos que llegan a tener mente y todo lo demás que tenemos de índole psicológica, se encuentra más a salvo o se adapta mejor al medio circundante o a los nuevos entornos en los que se ubique.
Se trata ni más ni menos, de apoyar la emergencia de las estructuras biológicas, en las que se ubican tales componentes psicológicos, en la mayor competencia para sobrevivir que aportan a las especies en las que emergen.
La supervivencia es el premio implícito de lo que está vivo o de lo que se desarrolla para vivir más.
Así que se asocia a la condición material de la vida de cualquier ser vivo, algo tan inmaterial y ajeno a ella como es el “valor de la vida” para dar cuenta de sus facultades, habilidades, mutaciones y desarrollos orgánicos.
El «valor de la vida» se admite como el motor inherente de la vida y la causa última de su existencia.
Si se hace explícito dicho presupuesto, se diría que la vida posee valor en sí misma o por sí misma, de forma indisociable entre ambos términos, y que si se disociaran, de tal manera que dicho valor no fuera inherente a ella, sino externo o atribuido a ella por algún otro factor exterior, la vida, sus actividades, estrategias, evoluciones, adaptaciones, desarrollos y, en general, todo lo propio de ella, sería absurdo. La vida sin valor no sería vida, sino muerte.
Ahora bien, como en todo lo relativo a la valoración hay teorías, y las dos más extendidas son, a saber, la teoría subjetiva y la objetiva.
La subjetiva diría que nosotros, atribuimos o no, valor a la vida. Es potestad nuestra, dado que la vida en sí carece de valor propio de ella, y se lo damos o no se lo damos.
La objetiva diría que la vida posee el valor que posea como algo de suyo y que nosotros se lo reconocemos o no.
Me atrevería a afirmar que el enfoque que prevalece en nuestra época es el de la teoría subjetiva, si bien, planteado en términos, no individuales sino colectivos, por no decir democráticos.
Es la humanidad la que dispone de la potestad de dar o no dar valor a lo que sea, según su libre disposición.
Es obvio que la teoría subjetiva del valor aplicada a la vida priva a ésta, de manera radical, del «valor de la vida», lo cual da al traste con cualquier tipo de explicación de la propia vida, de su evolución y de sus desarrollos. Si no se admite el presupuesto del valor de la vida o algo similar, la vida se torna inexplicable y, por lo tanto, absurda.
Algo absurdo, no tendría cabida en este mundo, por lo que dicha subjetividad atributiva se da de bruces con la existencia de la propia vida.
Ahora bien, si en vez de profesar la teoría subjetiva del valor, el enfoque mayoritario sostenido fuera el valor objetivo de la vida, entonces la vida sería poco menos que sagrada y no podrían llevarse a cabo acciones contra ella bajo ningún pretexto.
Este último enfoque es el que parecía prevalecer en la etapa religiosa de nuestra civilización, aunque con los matices oportunos que permitían las luchas entre credos político-religiosos.
Además, en esa época el hecho de que alguien se suicidara o tratara de quitarse la vida se consideraba un pecado mortal. Tan mal visto estaba matar como matarse. Aunque no fuera un principio absoluto, el valor de la vida tenía una magnitud propia considerable.
En la actualidad nos encontramos en una época de transmutación de todos los valores, tal como ambicionaba Nietzsche, por lo que la subjetividad valorativa dependiente del libre albedrío se reconoce como un derecho aplicable a la propia vida.
No obstante, eso está cambiando. Hasta hace muy poco, cada cual podía hacer con su vida lo que quisiera, incluso quitársela, pero no podía hacer lo mismo con la vida de cualquier otro individuo.
Estaba permitido matarse, pero no matar a otro/s, salvo que fuera una sociedad cuyas leyes le permitieran administrar la pena de muerte. Pero la pena de muerte es una pena, no un premio.
A diferencia de ella, la eutanasia consiste en el acortamiento voluntario de la vida de quien sufre una enfermedad incurable, para poner fin a sus sufrimientos.
Esta definición, más o menos oficial, tiene buena pinta, pero también tiene el problema de ser ambigua en varios aspectos fundamentales.
El primero se refiere al término “voluntario”. No especifica si la voluntad es de la persona que padece la enfermedad incurable o si es de algún otro sujeto.
Tampoco especifica si esa enfermedad incurable lo es ahora pudiendo ser curable mañana, o sí lo será siempre, ni tampoco si esa enfermedad inhabilita las funciones mentales, o no lo hace, de quien la padece.
Además, el tipo y la intensidad de los sufrimientos pueden ser tan variados, incluyendo tanto los vinculados a la esfera psicológica como a la física, que puede haber tantos criterios distintos como se quieran para tomar la decisión definitiva.
Al respecto de este mismo asunto, no se hace mención de la posible disponibilidad de los cuidados paliativos para eliminar o reducir tales sufrimientos, de sus costes, etc., como vía alternativa para no tener que acortar la vida de la persona enferma.
Es posible que en algunos casos se den las condiciones idóneas para que todos estos asuntos no ofrezcan duda alguna al respecto, para quien tome la decisión de acortar la vida de que se trate, pero también lo es que, una vez abierta la veda de la eutanasia, las condiciones que presenten multitud de enfermos y de sus circunstancias, podrían dar lugar a decisiones que podrían ser muy discutibles.
Si hablamos de la voluntad que manifieste el enfermo de forma consciente, hay que tener en cuenta que puede estar sujeta a vaivenes en los que intervienen múltiples factores y que, lo que ahora quiere, podría no quererlo en un momento posterior, o viceversa.
Si la voluntad no es del enfermo, sino del “familiar responsable”, del técnico que le atienda o de ambos, debido a la imposibilidad del paciente de expresar su voluntad, la cosa se torna mucho más problemática. A saber en qué se funda la voluntad del familiar y a saber bajo qué condicionantes habrá de tomar su decisión el técnico.
Si al final es el Estado por medio de cualquiera de sus instancias, a saber los criterios económicos o de cualquier otro tipo que regirán al funcionario que prescriba la decisión a tomar.
Hasta ahora, no sé si con la suficiente cobertura legal o no, familiares y médicos venían aplicando formas sensatas de acabar con sufrimientos inútiles en pacientes verdaderamente incurables por medio de la sedación, que solía quitar el sufrimiento al tiempo que reducía la esperanza de vida en la que la persona ya no estaba mínimamente presente.
En eso consistía básicamente el cuidado paliativo más importante, el cual, aplicado de buena fe, no era nada malo.
Otra cosa es que se legisle el derecho a la eutanasia, en cuanto no quede claro si el derecho es del paciente inconsciente o de aquel que decida en su lugar.
La licencia para matar no la debería amparar ninguna ley habida cuenta de la inmensa complejidad del objeto a legislar y, sobre todo, en una civilización en la que el valor de la vida se juzga, cada vez más, de manera subjetiva.
Así es Carlos es la descripción y análisis de lo que el poder desea hacer: eliminar a gente que no satisfaga sus variados y nefastos intereses. El otro día casualmente me encontré con un artículo en la página web cuartaedad.com que comentaba aterrorizados que Christine Lagarde Directora Gerente del Fondo Monetario Internacional había dicho: «Los ancianos viven demasiado y eso es un riesgo para la economía global. Tenemos que hacer algo ya».
Gracias por el artículo