La existencia, la realidad y lo sagrado
Generalmente, consideramos el universo como un contexto en el que existen muchísimos seres y cosas, dotados de movimiento, que interaccionan o pueden interaccionar entre ellos.
Esta perspectiva ofrece una idea del universo como un lugar en el que existen cosas y ocurren hechos, una parte de los cuales podemos observar, y, otros, no.
Si no nos preguntamos nada más a partir de tales observaciones, lo que tendremos, en el mejor de los casos, será un modelo plano de representación de un cierto conjunto de hechos o interacciones entre existentes.
En el caso de que nos preguntemos por cada uno de esos hechos y cómo se relacionan entre sí, tendremos representaciones descriptivas de los mismos y de sus posibles covariaciones y asociaciones.
Además de esto, podremos tratar de percibir los hechos, no desvinculados sino conectados a los seres y las cosas, entendiendo que, las acciones y los sucesos, son esos mismos seres y cosas en movimiento e interaccionando entre ellos.
No obstante, hasta aquí, podríamos decir que no nos hemos salido de un plano del universo restringido a la mera existencia de hechos y relaciones que están en él.
Ahora bien, si empezamos a utilizar la inteligencia, como humanos que somos, pronto nos haremos preguntas acerca del qué de las cosas y de los seres cuyas existencias percibimos. Tendremos la curiosidad de saber qué es cada cosa, en qué consiste, que similitudes y diferencias tiene en relación con otras. Haremos clasificaciones, por ejemplo, acerca de los diferentes reinos, las familias, las especies, etc.
En este plano, ya no nos fijaremos exclusivamente en las manifestaciones o los datos de las cosas, sino que trataremos de exprimir esos datos para conocerlas, desde una perspectiva que podríamos considerar naturalista.
Haremos asociaciones entre aquello que cada cosa es, con los datos que nos ofrece y que podemos aprehender con nuestros sentidos, con la finalidad de averiguar qué es lo que la caracteriza, qué capacidades y posibilidades existenciales tiene, cómo es su devenir a lo largo de tiempo, de dónde procede, cuánto dura su existencia, etc.
Esa misma inteligencia que nos hace preguntarnos por el qué de las cosas, posee otra característica peculiar, que consiste en que presenta una avidez por averiguar las causas, no solo de los hechos y las acciones, sino de los propios seres y las cosas.
La curiosidad por el qué y por el por qué, es una peculiaridad que no parecen tener otras especies animales, a las que les basta el conocimiento de los planos existenciales precedentes, para saber qué tienen que hacer en las diferentes situaciones que se les presenten.
El conocimiento de las causas se refiere a una necesidad explicativa al respecto de los movimientos observables de los seres y de los hechos, de sus historias, de su generación, de su extinción, etc. Es una pregunta centrada en el dinamismo de todo aquello que entra en la existencia, discurre en ella, y, por último, deja de existir.
Agregando este plano percibimos universo con varias dimensiones añadidas a la mera experiencia de una colección de existentes que interaccionan entre sí. No solo percibimos las cuatro dimensiones espaciotemporales, asociadas a los eventos que ocurren, sino que disponemos de intelecciones constitutivas de relatos que contienen sujetos, causas, identificaciones, relaciones, tendencias, posibilidades, historias, etc.
Tal vez, podríamos quedarnos en este plano para poder vivir con un cierto conocimiento del universo en el que estamos, si bien, nuestra curiosidad puede ir un poco más allá.
Si dirigimos esa curiosidad hacia el propio ser humano y sus producciones, y nos fijamos en los modelos teóricos que es capaz de hacer para representar el universo, e indagamos en las causas y motivos de sus acciones, descubriremos en él nuevos componentes.
De hecho, tendremos que romper los límites en los que se encuentra todo aquello que se ciñe estrictamente a la naturaleza, por cuanto, las leyes naturales no pueden explicar, ni muchas de sus producciones intelectuales, ni un amplio conjunto de sus acciones.
En ese campo que excede a lo natural, encontramos la ética, la epistemología, el arte, la estética, y unos cuantos territorios más, como el referido a lo sagrado.
En todas las culturas conocidas, los seres humanos han mostrado su interés por todos esos asuntos extra-naturales, y han dado respuestas, más o menos simples o complejas a las preguntas que se han hecho al respecto.
La curiosidad humana, no solo puede y debe preguntarse por las causas de lo que ocurre en el mundo natural, sino que, es lógico que se interese por las causas de las acciones humanas, en especial por las que no son explicables mediante las causas que rigen en otras especies animales.
Ahora bien, hay un enorme salto entre el plano de la estricta naturaleza y ese otro plano, específicamente humano, que abre unas dimensiones completamente diferentes.
Lo curioso es que resulta necesario para describir y explicar al propio ser humano, pero solo se puede responder a las preguntas que en él se efectúan, mediante nuevas formas de mirar el universo que habitamos.
Grosso modo, ¿cómo explicar la inmensa mayoría de hechos relevantes de nuestra propia historia sin contar con las guerras de religión? ¿Cómo entender las guerras de religión, sin entender la noción misma de religión? ¿Bastará con afirmar que esas creencias fueron propias de una colección de humanos primitivos fantasiosos?
Ahora bien, ¿cómo entender las guerras de la parte atea de la población, contra la parte religiosa de la misma? El asunto es de tal magnitud que no parece suficiente con la explicación de que, una parte racional, evolucionada e inteligente de la población, ha demostrado que no hay Dios alguno y que, por lo tanto, debe imponer dicha creencia al resto, que consiste en una especie de pueblo torpe y primitivo.
Por otro lado, ¿cómo tratar de conectar el territorio de lo estrictamente natural, con el de lo sobrenatural, si no se especifica ese campo intermedio en qué consiste lo extra-natural?
Es obvio que se pueden hacer muchas preguntas acerca de dicho terreno intermedio.
Por ejemplo, podemos preguntarnos qué requisitos son necesarios para que un ser humano pueda existir; cuáles lo son, para que dos seres humanos puedan coexistir; cuáles lo son para que un ser humano pueda disponer de una identidad propia; cuáles para que pueda producir sus propias acciones; etc. Pronto nos percataremos de la necesidad de ese plano intermedio, el cual nos puede conducir hacia una comprensión del ser humano que excede notablemente, a las deficientes explicaciones naturalistas.
Ese es el terreno en el que empieza a cobrar sentido la noción de realidad, como un ámbito que excede a lo natural, abarcándolo pero sin restringirse a él, y fundamental para entender al propio ser humano. El ser humano se relaciona con la realidad, haciéndolo mejor o peor, si bien, ese es, propiamente, el ámbito en el que empieza a ser posible su comprensión.
Ahora bien, ¿qué cualidades podemos encontrar en el propio universo, que pertenezcan a ese ámbito de realidad, de las que el ser humano pueda aprender algo significativo para satisfacer sus propias necesidades?
¿Podemos tratar de especificar un modelo teórico que sea compatible con el diseño original que pueda explicar y describir la realidad de este universo en el que hemos de vivir? Hagamos algunas reflexiones al respecto.
Imaginemos una tiranía absoluta de la que nadie pudiera salir. Uno de sus resultados sería que todos estaríamos diseñados con total uniformidad. Como clones, determinados por las mismas pautas, no habría forma de diferenciar quién es quién, más allá del mero aspecto físico.
El único sujeto, de lo que hiciéramos todos y cada uno de nosotros, sería ese poder tiránico exterior que estaría imperando nuestra conducta hasta el último detalle.
En tan terrible escenario, no habría propiamente personas, ni tan siquiera seres humanos, sino títeres, robots o marionetas en manos del único sujeto que las movería a su antojo. La noción de ser en sí, o de suyo, quedaría eliminada y, la realidad, abolida.
Por el contrario, en el universo que habitamos, ni siquiera hay dos gotas de agua que sean iguales entre sí, ni dos animales de la misma especie, ni, por supuesto, dos seres humanos idénticos. Cada ser que hay se puede identificar como aquello que es, de modo diferencial, y, de hecho, posee su propia identidad.
A cada sujeto, le corresponde una identidad. Cada cual lleva impresas sus propias señas personales. Todo lo contrario que en una hipotética tiranía universal que lo uniformara todo.
Además de esa característica de la identidad individuada, otra característica primordial de la realidad que conocemos es que en cada ser vivo reside el principio de su propia actividad, en consonancia con su propia naturaleza.
La diferencia con respecto a los títeres y marionetas es total. Las marionetas no se mueven por sí mismas. Los seres vivos, sí.
Por otro lado, mientras los individuos de otras especies animales generan formas de actividad muy similares entre sí, por su propia naturaleza de especie, en el caso humano, no es así. Nuestra naturaleza abre la posibilidad de que podamos ser extremadamente diferentes unos de otros y de que existamos de maneras que puedan tener bastante poco en común.
Así, la identidad individuada y la sustantividad residente en cada uno, nos convierte en los seres vivos que más contienen, en ellos mismos, una auténtica mismidad diferencial.
Ahora bien, el número de individuos diferentes en cada una de las especies es, prácticamente, ilimitado.
Es decir, en este universo, se generan una infinidad de individuos diferentes de todas las especies que resulten existencialmente viables, y, lo mismo respecto a las propias especies.
Parece, por tanto, que existe todo aquello que verifique algunos requisitos básicos que habiliten su existencia, y, además, que todo cuanto existe contiene una fuerte tendencia a seguir existiendo, e, incluso, a trascender de algún modo a la misma.
Por tanto, no se trata de un universo que pudiera considerarse restrictivo, tanto en la formación de especies e individuos, como en sus respectivas existencias, sino todo lo contrario.
Hay una manifiesta propensión a que pueda existir y, de hecho, exista, una enorme cantidad de especies e individuos diferentes, cada uno de los cuales, verifique los requisitos de ser algo en sí mismo y existir por sí mismo.
Se trata de un universo que hace posible todo eso, en vez de hacerlo imposible. Es obvia la inherente propensión a que haya algo en vez de nada, a que existan todas las formas de vida que sean viables y a que todo funcione, en cierta manera, por sí mismo, siendo algo en sí mismo.
El modelo teórico que sea compatible con el diseño original que pueda explicar y describir todo esto, no puede ser similar al de la creación de una industria de fabricación de clones, robots o marionetas, que pasen un control de calidad para que todos salgan iguales y, además, dependiendo de un sujeto exterior que los mueva.
Por otro lado, nada de cuanto vemos ha surgido de la nada; nada ha surgido ya completo y terminado; prácticamente todo está abierto a posibles desarrollos, cambios y modificaciones; nada puede quedar fijado a un momento de su propia existencia y todo está presidido por el dinamismo, desarrollo y evolución que ponen de manifiesto una propiedad fundamental de la vida, como es su propia capacidad para generarse y regenerarse.
El universo, como podemos ver no es una cosa, ni simple, ni compleja. No es una cosa, sino un sistema de extrema complejidad dotado de autonomía, tal como la podemos ver en los seres vivos; con una propensión radical hacia la existencia de seres propiamente dichos; con una fertilidad inmensa; que garantiza que cada ser sea algo en sí mismo y posea su propia identidad individuada.
Parece hecho a propósito para que cada uno de nosotros, los seres vivos, seamos aquello que somos y dispongamos de nuestras propias existencias.
Dicho esto, la cuestión es, si este precioso sistema, ha podido ser producto del azar, o esa hipótesis resulta absurda.
Para sostener dicha hipótesis, lo primero, es definir la noción de azar, además de precisar que dicho azar sería, más bien, una buena fortuna para todos nosotros, si bien, carente de toda finalidad.
Por azar podría interpretarse aquello que sucede sin una causa eficiente definida, y, por supuesto, sin finalidad alguna, lo cual nos acerca a algo que linda con lo absurdo, aunque también podría entenderse como una forma de causa accidental o contingente que ocurriría excepcionalmente, debido al entrecruzamiento de series causales independientes.
Ahora bien, la complejidad es de tal magnitud que su atribución a una causa accidental o contingente, de tipo excepcional, ha de quedar completamente descartada. Una causa fortuita podría explicar un hecho, como por ejemplo, un accidente de tráfico.
Una inmensa estructura dotada de un orden minucioso, cuya complejidad es inabarcable por la inteligencia humana, que sea atribuible a algo así como el tipo de causa que genera un accidente de tráfico, o, incluso, a una larga serie de accidentes de tráfico, resulta tan absurda como creer que el orden procede del caos.
El interés y el estudio de lo sagrado comienzan, precisamente, ante la dificultad de explicar la posibilidad misma de un universo, que se caracteriza por la vida que alberga y por su composición de seres, cada uno de los cuales es algo en sí mismo.
La diferencia entre una forma de producción industrial que da lugar a cosas, y otra tan diferente, como la creación de seres en sí mismos, cuyo diseño y existencia resultan ser relativamente independientes de aquello que los originó, conduce a que nos preguntemos por una posible dimensión sagrada de nuestro origen.
Es obvio que los productos industriales nacen muertos y, por lo tanto, carecerán de una historia que les aporte alguna propiedad esencial más, aparte de los atributos que recibieron en fábrica.
El universo en el que vivimos y del que formamos parte, es un enorme sistema, no solo existencial, sino que, además, contiene un fortísimo potencial constituyente de seres, cada uno de los cuales, se encuentra individuado y es capaz de irse configurando en un proceso, más o menos largo, hasta acceder a ser diferencialmente él mismo y progresar dentro de su propia condición.
En tal sentido, la evolución juega un papel primordial para que cada ser vivo acceda a disponer de su propia historia, sus propios avatares característicos y un campo de posibilidades, de permanente actualidad, por los que podrá discurrir el comportamiento que le sea propio y, por tanto, su propia existencia.
Ahora bien, la pregunta por la definición y el significado, exactos, de Dios, recae sobre la teología, un ámbito que, obviamente tiene por delante un gran camino que recorrer, hasta acceder a algunas respuestas que resulten satisfactorias para la mayoría de quienes se interrogan por este tremendo enigma.