La guerra de las creencias
Cualquier auténtica creencia de una persona posee crédito real. La persona cree que el significado de la misma es real y verdadero.
Ahora bien, la creencia fundamental, previa a la posibilidad de cualquier otra creencia, es que la realidad existe de forma independiente a nosotros mismos.
Si, como han hecho una larga serie de filósofos modernos, se niega la existencia independiente de la realidad o se pone en duda irrazonable, la estructura de cualquier otra creencia se desvanece. De hecho, sería imposible creer nada más.
En este sentido, la postura de David Hume fue radicalmente incongruente. A pesar de negar, o poner en duda irrazonable, la existencia de la realidad exterior a los sentidos, postuló que era imprescindible que tuviéramos creencias. ¿Creencias en qué o sobre qué? Hume diría que deberíamos creer que la realidad no existe y que nos inventáramos cualesquiera otras creencias para poder vivir. Simple pragmatismo o utilitarismo, que, en todo caso, resultaría imposible.
Por otro lado, el empeño puesto en hacernos creer una gran cantidad de ideas, por parte de determinadas instancias, se intensifica progresivamente, en vez de disminuir con el tiempo. Además, esa misma progresión de la insistencia en hacernos creer multitud de ideas lleva vinculado el mismo, o mayor empeño, en que no creamos en la realidad en cuanto tal.
De todo esto, parece que lo prioritario de ese movimiento radica en que dejemos de creer en la realidad, y, como es necesario que el ser humano crea en algo, es posible que la diversificación de las creencias alternativas que sustituyan a aquella, sirva para paliar dicha necesidad, al tiempo que vamos perdiendo la creencia fundamental en la realidad.
La realidad es un amplísimo sistema complejo que manifiesta un diseño extremadamente inteligente y que funciona con independencia de lo que hagamos nosotros. No parece fácil inventar un sistema alternativo que lo sustituya, aunque es posible que bastante gente se pueda consolar con algunas ficciones bastante menos brillantes.
Me pregunto cómo sería posible un cerebro como el nuestro, caracterizado por una intensa curiosidad y por la necesidad de creer en algo exterior a sí mismo, en el caso de que no hubiera realidad alguna fuera de él.
También me pregunto de qué depende la voluntad de aquellos que quieren que creamos cualquier cosa menos en la realidad y, por supuesto, por la finalidad que les pueda mover.
Es obvio que aquellos que trabajan en ese movimiento conocen perfectamente la necesidad de realidad que tiene el ser humano y, al parecer, quieren darle gato por liebre.
¿Qué le ocurre a un ser humano al que se le priva de sus creencias reales? ¿Se aferrará a algún otro sistema de creencias que le sirva, en cierto modo, para suplir a aquellas?
Las creencias poseen un papel trascendental en la constitución personal de cada ser humano y en todo cuanto hace. Ya dije en un artículo anterior que somos lo que creemos y que hacemos lo que creemos que debemos hacer.
Si alguien quiere que seamos, o quisiera que fuéramos, de algún modo, o que hagamos, o lleguemos a hacer, aquello que le pueda interesar, sin duda, no descartaría la estrategia de hacernos creer aquello que convenga a sus propósitos.
Por lo tanto, es posible que muchísimas historias particulares, e, incluso, buena parte de la historia humana, puedan explicarse en gran medida, mediante esa clase de propósitos para sustituir creencias reales por otras irreales, y por los posibles conflictos entre propósitos divergentes para controlar las creencias de personas y poblaciones.
Por ejemplo, hay indicios de que ya en Mesopotamia ocurrió un enfrentamiento estructural entre el poder del palacio y el poder del templo. Hoy en día diríamos que había una oposición entre el poder político y el poder religioso.
¿En qué ha consistido la historia europea desde las reformas protestantes ocurridas en los siglos XV y XVI? Primero, en múltiples guerras llevadas a cabo, al parecer, entre defensores de diferentes creencias religiosas. Después, en múltiples revoluciones efectuadas por quienes no creían en Dios para borrar las creencias religiosas. Más tarde en múltiples guerras de diferentes facciones ideológicas por la conquista hegemónica del poder, argumentadas en complejos sistemas de creencias.
Ahora bien, ante todo este tipo de hechos, surge la pregunta de si el motor último de la historia, y de las guerras mediante las que se ha materializado, son las luchas por el poder, más o menos argumentado mediante creencias religiosas o ideológicas, o si son estas creencias las que están detrás de las luchas por el poder para implantarse.
Cabe la posibilidad de que los dos factores, las creencias y el poder, hayan funcionado en forma de sistema, de manera que unas veces el determinante último fuera el poder y, en otras, las creencias. No obstante, no debemos pasar por alto la posibilidad de que el poder, en sí mismo, no sea otra cosa que un particular sistema de creencias.
Por otro lado, una de las armas más eficaces de que ha dispuesto —y dispone— el poder, para llegar a serlo, conservarse o intensificarse, es la ingeniería de las creencias. Es decir, el poder es poder, porque es capaz de hacer creer a otros lo que a él le interesa.
Tal vez, donde más claro se vea todo esto es en las guerras. Las facciones enfrentadas utilizan, como un arma más, la propaganda de guerra, tanto para disponer a sus ejércitos de forma favorable para vencer al enemigo como para debilitar el sistema de creencias del ejército adversario.
Visto de modo más universal, la pregunta que debemos hacer para intentar aclarar las operaciones genéricas de cualquier tipo de poder sobre el ser humano es la siguiente: ¿Es posible que el poder se fortalezca cuando consigue que la gente deje de creer en la realidad y acceda a creer aquellos mensajes que él le envíe —entre los cuales está la idea de que la realidad no es real?