Blog de Carlos J. García

La injusta distribución del sentimiento de culpa

La activación de los sentimientos de culpa es relativamente compleja. Las condiciones que han de darse para que se produzcan, incluyen a los dos componentes del «yo», es decir, sustantividad e identidad personal; un sistema de criterios de juicio de índole moral; la ocurrencia de alguna acción o de alguna actividad que sea susceptible de juicio, y, generalmente, la concurrencia de algún factor temporal.

Su contexto de ocurrencia es privado, al contrario de los sentimientos asociados al posible castigo social debido a incumplimientos de normas o leyes sociales, aunque, a menudo, el sentimiento de culpa y el miedo al castigo, se confunden entre sí.

En cualquier persona, la solidez de las creencias referidas a criterios morales, depende de si están integradas en su propia sustantividad, o si, por el contrario, forman parte de algún sistema de referencia exterior.

Debido a la complejidad de su producción, los sentimientos de culpa se activan de manera muy desigual entre la población. Hay individuos que no sienten culpa jamás, hagan lo que hagan; otros la sienten con mayor o menor frecuencia, en dependencia de sus acciones; y, además, hay un tercer grupo que la sienten de forma casi estructural.

Tal vez, el factor más relevante que explique esas desviaciones de una posible norma general, incluso más allá de los códigos normativos interiorizados, se refiera a la identidad personal que tenga la persona.

Una identidad malignada, es aquella en la que prevalece la creencia estructural «soy malo», mientras que una identidad benignada es en la que prevalece la contraria «yo soy bueno».

En estos dos casos extremos, nos encontramos con una identidad personal estable, que no está condicionada, o en dependencia alguna, de lo que la persona en cuestión haga o no haga.

Dejando a un lado estos dos grupos, el resto de personas, suele sentir culpa como efecto de la interacción entre aquello que haga, por un lado, y, el sistema de criterios morales bajo los que se juzgue, por otro.

Bajo códigos morales muy laxos, la persona podrá hacer muchas más acciones sin sentir culpa, que bajo códigos más restrictivos, en cuyo caso, sentirá culpa con mayor frecuencia.

Ahora bien, los sentimientos de culpa son producidos de forma inmediata por los juicios del tipo «yo he hecho algo malo», por lo que hay que preguntarse cómo es posible que se den los casos extremos mencionados antes.

Se trata de casos en los que, ambos tipos de personas, tanto las que no sienten culpa jamás, como las que la sienten siempre, o casi siempre, tienen la capacidad para diferenciar qué es bueno de qué es malo.

La respuesta, como anticipaba antes, radica en el «yo» dentro de la expresión «yo he hecho algo malo».

En el caso de aquellos que son incapaces de sentir culpa, hagan lo que hagan, su «yo» se encuentra por encima de todo. Se trata de una suerte de identificación «yo = dios» por la que ese yo justifica y respalda absolutamente cualquier acción que salga de él.

Dicho en otros términos, la creencia dominante es «dado que yo soy perfecto, es imposible que pueda hacer algo que se pueda juzgar como malo», por lo que, sea cual sea la acción, o viole los códigos que viole, dado que ese «yo» es la medida de todas las cosas, cualquier acción quedará justificada por ser de él.

Se trata de una especie de derecho divino por el que ningún código podría juzgar a su autor.

En el otro extremo, nos encontramos exactamente en el caso contrario. Teniendo una identidad personal estructuralmente malignada, como, de forma ilustrativa, podría ser «yo = demonio», cualquier acción que emita la persona conlleva un alto riesgo de violar un código moral que fuera de aplicación.

En este caso, la creencia que domina es «dado que yo soy malo, puedo hacer cualquier mala acción».

Es obvio que, las consecuencias de un caso, y del contrario, son muy distintas. Mientras aquel que dispone de una identidad estructural benignada, dispone de toda la libertad que le plazca, para hacer lo que desee sin sentir culpa, quienes la tienen malignada, se someten a sí mismos a continua vigilancia, autocontrol extremo y restricciones sistemáticas, al tiempo que experimentan una angustia continua por el temor a causar daño a otros.

En estos dos casos comentados, el peso causal de la identidad personal en la producción de tales sentimientos, es prácticamente completo, al tiempo que se da una inversión radical en la pertinencia de su producción. Quienes debieran sentir culpa, no la sienten, mientras que, quienes son más inocentes, se sienten los más culpables de todos.

En los casos intermedios, en los que, la producción de los sentimientos de culpa, se debe a interacciones entre los códigos morales interiorizados y las acciones emitidas, pueden darse diversas posibilidades.

En primer lugar, puede haber un «yo» suficientemente realizado, como para que, la mayor proporción de las acciones, emerjan ya filtradas por un código real, presente en el  «yo», que las permita. En tal caso, es raro que la sustantividad que incluye tal código moral, y la identidad personal, que antecede o es subsecuente a las acciones, se encuentren en conflicto.

En otros casos, cuando se da un déficit de autonomía personal, debido a un vínculo sustantivo tardío con algún familiar, suele prevalecer el código moral del sujeto del vínculo.

En tal caso, la mayor parte de las acciones de la persona vinculada, suele hacerlas en congruencia con el código moral de dicho sujeto, si bien, puede haber discrepancias al respecto, llegando a efectuar acciones reprobadas por el sujeto, de dónde emergerán, los sentimientos de culpa.

En una población cuyos miembros pueden tener escasos desarrollos de su autonomía personal, otro factor importante a tener en cuenta, se refiere al respaldo social de las acciones que efectúen.

En este caso, se podría decir que hay alguna suerte de código moral en la atmósfera social, que puede variar según las modas prevalentes, al que buena parte de la población se acoja para juzgar las acciones, ya sean propias o ajenas.

Si es así, los códigos morales imperantes, se encuentran a medio camino, entre las simples normas sociales, y la moral que anide en las personas, pero su arraigo no puede ser tal, que no pueda variar cuando cambie la moda.

Por otro lado, ocurre con mucha frecuencia que, un código moral, se contamina con quién, o quiénes, sean, los autores de las acciones.

Al respecto, es curioso que, cuando una sociedad entra en guerra, los códigos morales pueden llegar a disociarse, de tal modo que, el bien y el mal, se definirán inversamente según quienes sean los destinatarios de las acciones, si son amigos o enemigos, y no por códigos morales de aplicación universal.

El sentimiento de culpa, considerado como una reacción preformada en la naturaleza humana, y no como mero invento de algunos moralistas malintencionados, puede tener una función decisiva en el ajuste del ser humano a la realidad.

Como he dicho antes, su absoluta carencia, su presencia permanente, las condiciones en las que depende de juicios exteriores al agente, etc., remiten a condiciones no reales, en las que su función primordial queda prácticamente anulada.

De lo que se trata es que, cuando emerge el sentimiento de culpa, se haga un análisis de la causa del mismo, y de la causa de la acción u omisión a la que se refiera, de manera que se pueda examinar con claridad, si hay algo que se podría hacer mejor de como uno lo haya hecho.

Ahora bien, si alguien hace alguna atrocidad, la justifica, por ser él mismo quien la ha hecho, o porque recibe la indulgencia de su grupo de pertenencia, o culpa a otros de su comisión, de forma que nunca llega a experimentar el sentimiento de culpa, estamos ante un grave problema.

La humanidad podría llegar a perder el norte, si se considera, como hace, por ejemplo, Albert Ellis en su terapia racional emotiva[i], que el sentimiento de culpa debe ser absolutamente exterminado.

De hecho, aquellos que están por encima del bien y del mal, que pueden causar los mayores daños sin pestañear, que se consideran exentos de cualquier posibilidad de ser juzgados moralmente, etc., pero que son implacables en los daños que ocasionan, y en los juicios que hacen recaer en los demás, constituyen y siempre han constituido, el mayor problema de la propia humanidad.

 

[i] ELLIS, ALBERT; Razón y Emoción en Psicoterapia; trad. Ana Ibáñez; Editorial Desclee De Brouwer, S.A., Bilbao, 1980

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