La mundialización del mundo y los efectos psicológicos de su implantación
La primera noción o idea que tenemos de mundo está en estrecha relación con nosotros mismos.
La constitución de un «yo» que haga posible nuestra existencia, más allá de la mera vida biológica, requiere el establecimiento de un límite que diferencie y separe al propio ser de cuanto no es él.
Los primeros esbozos de ese «yo» derivan de las interacciones del niño con su entorno próximo, que primero son físicas, y, más tarde, adquieren una dimensión psicológica. Componen dicha interacción, necesariamente dual, tanto el niño como los objetos exteriores que no se encuentran dentro de los límites de su organismo.
En cuanto a la actividad más importante que despliega el niño para la elaboración de dichos límites [«yo»— límites—«mundo»], se encuentra el juego, que en dicha etapa se reduce prácticamente a entrar en contacto con las cosas y los seres que están en su proximidad.
Para ello necesita disponer de movilidad y posibilidades de manipulación de las cosas, por lo que el tacto, y el contacto, resultan fundamentales.
Si a un niño se le inmoviliza o se le reducen de forma marcada sus posibilidades de experimentar tales contactos, será imposible que adquiera la diferenciación psicológica [«yo»—«mundo»], y, por lo tanto, que pueda llegar a elaborar un «yo» que permita su existencia efectiva y su comunicación, necesariamente dual, con algo otro.
De ahí que la primera especificación de mundo consista en que se trata de todo aquello que no es «yo». Después irán llegando sucesivos descubrimientos que vayan enriqueciendo de contenidos, tanto ese cimiento básico del «yo», como de los seres y las cosas que hay en el mundo.
La enorme riqueza que contendrá un «yo» realmente desarrollado y la que habrá en relación con las propiedades de los otros seres, las cosas y toda la urdimbre que compone tan vasto sistema de interacciones y coexistencias, irá constituyendo una conciencia del mundo amplia y minuciosa asentada en el sistema de referencia interno de la persona adulta.
A partir de ahí, el mundo podrá percibirse como el espacio correspondiente a una infinidad de coexistencias de seres y de cosas, en el cual se encuentra existiendo uno mismo como una de las muchas unidades existenciales que participan en él, pero no como una más, sino como una con su propia sustantividad, con su propio locus de actividad, de percepción y de conciencia, y su esencia personal.
Este aparente maremágnum de existencias de una infinidad de seres coexistiendo, y, por tanto, compartiendo espacios y tiempos, puede entenderse mejor si consideramos a cada ser como una unidad existencial caracterizada por poseer la cualidad de ser algo en sí misma, y, además, por disponer de la capacidad de existir por sí misma.
En tal sentido, un ser equivale a una unidad, todo lo compleja que se quiera, pero formando un todo en sí misma que existe, en cuanto tal, por su propia constitución, en el mundo.
Ahora bien, eso no sería posible si, la propia estructura de cada ser que existe, no fuera un sistema complejo de muchísimos componentes en el que las partes estén entrelazadas y supeditadas a la unidad totalizada del conjunto.
Dicho sistema, caracterizado por ser orgánico, cohesionado, unitario y volcado a la existencia como una unidad apta para poder hacerlo, contiene múltiples componentes y factores constituyentes, imprescindibles para cumplir con sus correspondientes funciones vitales y existenciales. Se trata de una unidad compuesta de partes (matemáticamente decimales) con capacidad para existir de suyo en el mundo.
Comparado con dicha estructura de ser, el mundo no es así. No es unitario, cohesionado ni orgánico, aunque las existencias de los seres que lo componen, sí forman, en cierto modo, otra clase de sistema. Un sistema existencial.
Las partes decimales de un ser unitario son imprescindibles para que pueda existir el todo en el que consiste dicho ser. Se trata, por tanto, del sistema de partes componentes de un ser unitario, imprescindibles para que exista, pero en el que cada una de ellas, segregadas de dicho ser, no son aptas para existir de suyo.
Por el contrario, el sistema existencial de seres que forma el mundo, no contiene parte alguna que tenga relación con todo él, ni remotamente semejante a la que tienen las partes de un ser con dicho ser. Suprimamos cualquiera de los seres que existen en el mundo y éste no verá afectada su capacidad de albergar existentes en modo alguno.
El mundo es un sistema existencial, no un sistema ontológico. En él coexisten seres, sin formar parte de él, salvo en el hecho de la coexistencia plural de los mismos.
Es muy distinta la pluralidad de los existentes que componemos el mundo, que la unidad estructural de cada uno de los seres que estamos en él.
Por eso, la diferencia entre un sistema ontológico y un sistema existencial es radical. Cada ser es, en sí, un sistema ontológico. El mundo es un mero sistema existencial en el que la urdimbre radica en las relaciones de coexistencia de los seres que, en absoluto, posee carácter orgánico, cohesionado, imprescindible, e interdependiente como ocurre en un sistema ontológico.
Lo que sí necesita el mundo, entendido como un sistema existencial, es que imperen unas reglas de coexistencia que hagan posible las múltiples existencias de una enorme riqueza plural.
Dicho esto, examinemos bajo tal perspectiva qué es lo que subyace al movimiento en el que se encuentra la humanidad, al que, más a menudo, se alude con el término globalización, por sus partidarios, y, mundialización, preferentemente por sus detractores.
No sé si cabrá alguna duda de que el objeto de dicho movimiento es hacer algo con el mundo, empezando por el planeta en el que vivimos.
Se trata de globalizar el mundo, lo cual, resulta menos chocante que hablar de mundializar el mundo.
¿Qué es eso de globalizar o mundializar el mundo? En principio, no deja de ser tan absurdo como, por ejemplo, hablar de humanizar al hombre, o juguetear un juguete.
Si el mundo es mundo, ¿cómo se va a globalizar mediante alguna clase de transformación? ¿En qué puede consistir dicho cambio?
Ahora bien, si no se tratara de globalizar todo el mundo, el mundo no quedaría globalizado, pues quedaría algo fuera de él. En este sentido, se trataría de hacer del mundo una totalidad, y, por lo tanto, un todo.
Lo que caracteriza al mundo consiste en que es un sistema plural de existentes y no un sistema ontológico, por lo tanto, no cabe hablar de partes orgánicas en interdependencia de un todo. No hay un mundo que sea un todo respecto a sus componentes, como, al contrario, sí ocurre con un ser.
Un todo, como expuse anteriormente, requiere la unidad y, por tanto, la globalización requiere su elaboración por la vía de la unificación de lo que, en principio, no forma unidad alguna.
Por lo tanto, convertir el mundo en una unidad ontológica, en el que todos sus componentes queden insertos como partes de un todo unitario, conlleva su destrucción como el sistema plural de existentes que actualmente es.
Además, convertir a los seres, que existimos tal como somos y habitamos en dicho sistema, en partes supeditadas al todo orgánico y sirviendo exclusivamente para su organigrama, no deja de ser lo de siempre: un totalitarismo unificador que destruya la diversidad, la pluralidad y la libertad de los seres que, al día de hoy, todavía pueden tener, cada uno de ellos, su propia existencia.
En primer término, el debilitamiento y la eliminación de barreras, límites y fronteras. Sigue la merma de la soberanía de las diferentes naciones; la implantación universal de inculturaciones ideológicas; forzar una convivencia multicultural en la que no hay auténtica coexistencia interpersonal[i]; efectuar el comercio sin atender a las distancias físicas, ni otras diversas condiciones, entre las partes; hacer campañas mundiales de propagación de consignas; la extensión de franquicias por todas las regiones del planeta, etc., todo ello presidido por fines oscuros y mediante una ingeniería social perfectamente articulada por los grandes medios, va conduciendo, vertiginosamente, a la unificación y a la totalización, sustituyendo el mundo como un lugar para la existencia de seres diversos, por un único ser macroscópico cuyas partes carecerán de existencia por la propia eliminación del mundo exterior.
Si el mundo desaparece, como el espacio exterior de cada ser, en el que volcar su propia existencia, con él desaparecerá, no solo la existencia, sino, también, el «yo» de cada uno de los seres que se volcaban en ella.
Un mundo sin seres, un mundo sin existentes, un mundo que no sea más que la maquinaria precisa de un reloj en el que, cada pieza, no sea más que una pieza, no puede ser más que una caricatura aberrante de lo que hasta ahora hemos conocido.
Los trastornos mentales de quienes tengan la fatalidad de nacer en un mundo así, se iniciarán desde los mismos orígenes de sus vidas, aunque, tal vez, dentro de ese maléfico plan, también esté previsto que el hombre deje de ser aquello que es, para ser convertido en una simple máquina, tal como percibió el homme-machine La Mettrie en su opúsculo aparecido con este título en 1747.
A ese homme-machine, le faltaba el mundo-máquina al que ahora se está dando la campanada de salida.
Tal vez así se comprenda que no se trata de la mundialización del mundo, sino de la mundialización del hombre y su consiguiente abolición.
[i] Véase la exposición que efectúa al respecto: CARASATORRE RUEDA, MIGUEL; Mi gran sueño canadiense. El paraíso no existe; Producción Liberlibro.com; Madrid, 2016