La renuncia a ser amados
La inmensa mayoría de medios que tratan el tema ponen de ejemplo, como prototipo y paradigma fundamentales del amor, el que dispensa una madre a sus hijos.
Además, introducen demasiados presupuestos, no solo en lo que se refiere a ese tipo de amor, sino que lo hacen en su consideración general del amor, sin tomar en cuenta lo que se puede esconder bajo ese término.
Uno de los aspectos que requieren una profunda revisión se refiere a la cuestión de la dirección o el sentido que tenga el amor en cuestión.
Si se trata de que una persona ame a otra, o si, por el contrario, se trata de que una persona reciba el amor de otra, estamos ante relaciones y actitudes muy distintas, aunque puedan estar relacionadas.
En el caso de las madres, se da por supuesto que el sujeto de la actitud de amor es la madre, y que el objeto del mismo son sus hijos. Además de suponerse que eso es así por alguna causa no investigada, también se da por hecho que ese es un amor sin condiciones, es decir, que es incondicional.
Si aceptamos que el amor es una actitud favorable al bien del objeto amado sin necesidad de contraprestaciones —ni de recibir amor de quien se ama, ni de otros muchos tipos—, lo cierto es que hemos de admitir que amar no suele ser tan frecuente como parece, ni tampoco, en las relaciones que ocurren en la infancia entre la madre y sus hijos.
Hay que tener en cuenta que una madre es, antes de nada, una mujer y es evidente que no en todas las mujeres está presente, ni la actitud, ni la capacidad de amar a otras personas.
Si se supone que una mujer, por el hecho de quedar embarazada y llevar el embarazo a su término natural, queda investida de ese amor incondicional hacia su hijo aun cuando ella misma no sea amorosa en general, habría que explicarlo o demostrarlo de manera fehaciente por algún factor biológico, por ejemplo, de índole hormonal.
Además, no bastaría que ese cambio biológico estuviera asociado al embarazo, al parto o a un periodo de tiempo ceñido a lo que dure la condición neonatal del hijo, sino que tendría que ocurrir a lo largo de toda la duración de la relación madre-hijo.
Es decir, condicionar la duración de dicho amor a un estado biológico transitorio, no parecería congruente con la presunción del amor incondicional.
Por otro lado, las transformaciones sociales ocurridas recientemente, al respecto de los vientres de alquiler o las nuevas técnicas de procreación, podrían echar por tierra algunas de esas hipótesis biológicas.
En definitiva, la presunción de que todas las mujeres que tienen hijos les aman parece insostenible.
Ni tan siquiera, si ampliamos el campo del amor al terreno de quererles para algo, puede suponerse que todas las madres quieran a sus hijos por o para algo distinto al amor.
De hecho, el amor es una actitud infrecuente, difícil o compleja, que requiere una formación personal concreta y relativamente escasa, y, aun cuando se produzca, se encuentra limitada en su eficacia por el conocimiento del que la persona disponga acerca de la persona o el objeto que ame.
En el ámbito formativo, para prevenir problemas personales futuros en la persona en formación, no solo es necesario amar, sino, también, amar bien, lo cual implica saber qué y cuál es el bien del hijo al que se ama, para actuar en consecuencia.
Es posible que la mayor parte de los problemas personales que padecen los adultos, se formen en la infancia y la adolescencia como consecuencia de tratamientos formativos inadecuados, debidos a actitudes extrañas al amor o a formas de amor equivocadas que no satisfacen una o más de las necesidades fundamentales de la realización personal del niño.
Ahora bien, la mayor parte de esos problemas personales de los adultos que hayan padecido carencias de amor, o tratamientos afectivos improcedentes, suelen dejar la secuela añadida de necesidades de amor insatisfechas que se prolongan a lo largo de sus vidas.
Parece razonable suponer que, las personas adultas bien formadas hayan adquirido la actitud y la capacidad de amar, no indiscriminadamente, sino aquello que consideren que merezca ser amado.
En congruencia con dicho supuesto, también es necesario suponer que dichas personas habrán superado su necesidad de ser amadas, ya sea por sus propios hijos, ya sea por terceras personas.
Su papel de padres o de madres no llegaría a ser aceptable si ejercieran su amor para ser amados por sus hijos en vez de para formarles como personas.
De hecho, tal vez podría considerarse un modo de autoayuda efectiva el empeño en ejercitar el amor hacia los hijos en serio, renunciando a ser amados por ellos, y promoviendo su bien de forma incondicional.
La explicación de tal afirmación no es demasiado compleja.
Entre las carencias de amor experimentadas en múltiples variantes durante la infancia y la tergiversación cultural que se efectúa al respecto del amor, se eleva a necesidad adulta la recepción de amor por parte de los demás.
Además, dentro de esas dependencias referidas a recibir amor se encuentran muchas variantes y unos cuantos sucedáneos que amplían el espectro de las mismas.
Las necesidades de recibir aprecio; aplausos; admiración; valoración; respaldo; compañía; apoyo; solidaridad; ayuda afectiva o emocional; juicios favorables; aceptación, etc., implican actitudes de dependencia de los demás, que pueden llegar a ser extremas, lo cual, inevitablemente debilita el «yo» de quienes las conservan.
Tales actitudes constituyen círculos viciosos pues, al debilitar el «yo» en términos de autonomía, independencia y sustantividad, se fortalecen, con el efecto de producir una mayor debilidad del «yo».
A esto hay que añadir que, dada la escasez general de la ocurrencia de verdaderas actitudes de amor en la población general, tales necesidades se encuentran en riesgo de no ser satisfechas por muchos intentos que la persona haga para lograrlo.
Un simple análisis de la actitud favorable a ser amado revela que la persona se pone en una condición de objeto de lo que otros le hagan, lo cual conlleva la suspensión de actitudes sustantivas que la fortalezcan.
Por el contrario, una actitud favorable a amar a quien se considere que merece dicho amor, no solo puede ayudar de algún modo a la otra persona, sino que fortalece el propio «yo».
Cambiar la actitud derivada de «necesito que me amen» por alguna contraria, que podría ser del tipo «yo soy una persona con capacidad de amar», conduciría a hacer la propia existencia de un modo mucho más robusto y más fértil: fortalece el propio ser, al tiempo que favorece la coexistencia con otras personas.
Es fácil de comprender que esa nueva actitud forma parte de lo que Víctor Frankl especificó como “intenciones paradójicas” que, por ejemplo, son del tipo “quiero lo que temo”, que parecen muy difíciles de instalar, pero con la suficiente reflexión no resulta imposible.
Por otro lado, la liberación que conlleva la renuncia a la actitud de ser amado y la fuerza que aporta la disposición a amar lo que uno elija, sin contraprestaciones de ningún tipo, contribuye a superar algunas otras secuelas derivadas de infancias desafortunadas.
Dicha liberación de la necesidad de caer bien, de ser importante para otros, de gustar, de ser aceptado, de ser hipócrita, de callar lo que a otros no les guste oír, etc., implica un incremento de la existencia de la propia persona, lo cual suele aportar algo más de autoestima.
A todo esto hay que subrayar la condición imprescindible de que el amor requiere conocimiento, por lo que no se puede ni se debe amar a aquellas personas que no se conozcan verdaderamente. Amar no es obligatorio y los errores que se cometan en este sentido suelen pagarse muy caros.
Hola Carlos, contenta por «verte» otra vez. Me ha encantado el árticulo, aunque me surge una duda.
Ya sé que lo importante es lo que uno haga de forma sustantiva, pero a su vez, si se ama en la buena dirección, a quien tú consideras que lo merece y sin la necesidad de recibir amor, no se da de suyo que la otra persona también te ama? O dicho de otra forma, en un mundo mas real que este…sería posible amar sin ser amado?
Tienes razón. Si se ama a una persona real, ocurrirá lo que dices, aunque si incluyes la naturaleza, determinadas cosas, etc., es decir, todo lo demás que sea real, aparte de personas, se podrían dar otro tipo de respuestas amables no tan elaboradas como el amor entre personas. En todo caso, si impera el principio del bien en lo que una persona hace, salvo errores, ese bien es universal, lo cual recae sobre ella tanto como sobre lo que ama. En cuanto a tu pregunta, es obvio que salvo incapacidades o estados anómalos de la otra persona, lo normal sería que fuera recíproco.
Carlos y Lola,
No estoy plenamente de acuerdo con que lo normal sea la reciprocidad. Como bien señala Carlos, muy pocos están facultados para entender el amor de una manera substantiva, luego el receptor de ese torrente amoroso de substantivadad ni entenderá ni, en general, atenderá.
Sí habrá respuestas aparentemente substantivas pero , en realidad, con más frecuencia, se tratará de respuestas economicistas orientadas a preservar las utilidades del torrente substantivo. Soy pesimista aunque conozco excepciones y sobre todo admito que somos muchos los que , pese a los condicionamientos objetuales, luchamos por la independencia y la substantividad. WOLFGANG
Tal vez muchas personas crean que hacer el bien es contrario a sus propios intereses, lo cual ni siquiera creo que fuera algo común en las tribus primitivas que no podían disociar el bien individual del colectivo por imperativo de su propia subsistencia. Gracias por el comentario