La sumisión como táctica de dominio
Hoy en día hay que tener un cuidado extremo con aquellas personas que, al inicio de una relación cualquiera, entran en ella como si fueran de algodón, con la apariencia inofensiva de los osos de peluche, una complacencia plena e incondicional hacia nuestras personas, y con la aparente adaptabilidad de quienes nunca entrarían en colisión con nadie.
Dicha apariencia reúne los requisitos con los que cualquiera soñaría para encontrarse en paz, con comodidad y sin problemas o dificultades extraordinarias, al tiempo que servirá plenamente a la funcionalidad inherente al tipo de relación de que se trate.
La apariencia es sencilla: dar todo lo bueno sin esperar casi nada a cambio; no dar nunca jamás nada malo; adecuarse como un guante a servir a los intereses del otro, y, por lo tanto, altruismo radical, sin viso alguno de egoísmo; tener como único móvil la bondad, la admiración, el enamoramiento o, hasta el amor hacia el otro; manifestar cierta inocencia; dar por perdonada de antemano cualquier posible falta que el otro pueda cometer; ser un paradigma de inocencia; adaptarse plenamente a la personalidad del objetivo…
Esa forma de dación, en su formato embrionario de promesa, vendría a restañar todas las posibles heridas derivadas de cualquier otra relación anterior que hubiera salido mal. Vendría a ser un bálsamo para cualquiera, esté en el estado en que esté.
Obviamente, se trata de seducción pura y dura efectuada a la perfección. ¿Quién no caería en la trampa de llegar a un acuerdo con una persona que lo da todo, hasta a sí misma, sin esperar absolutamente nada a cambio?
Ahora bien, un somero examen de esa caricatura de bondad sin más móvil que complacer a quien, en principio, no es más que un desconocido, revelaría de inmediato su falsedad, y, por lo tanto, la maldad que oculta.
Cualquier persona buena de verdad, ha de estar constituida con una personalidad sólida y no cabe esperar de ella que se preste, en formato de sumisión y obediencia ilimitadas, a lo que de ella quiera disponer un simple desconocido.
La ya vieja confusión entre la bondad y la sumisión voluntaria, hay que deshacerla de una vez, afirmando que la persona verdaderamente buena no obedece a personas, sino al bien y a la verdad, principios que, aplicados con inteligencia, darán sus frutos en una enorme variedad de acciones, algunas de las cuales darán la impresión de dureza; otras, la darán de adaptabilidad o conformidad; y, otras muchas más, del aspecto que tengan que dar según corresponda y proceda en cada caso.
Quien parece estar en disposición de adaptarse voluntariamente a los deseos de quien tenga ante sí, o carece seriamente de una personalidad propia, o esconde intenciones de apropiación y dominio del elegido para llevar a cabo una intención muy diferente a la que trata de hacer creer.
Ahora bien, la carencia de personalidad propia, es un serio problema personal del que no cabe esperar que permita una verdadera relación interpersonal, y, además, da muchos signos de su propia problematicidad, algunos de los cuales son muy diferentes a los antes descritos por tratarse de anomalías psicológicas.
Cuando estamos ante alguien, poco o nada conocido, que promete darnos algo que consideramos bueno sin que le hayamos pedido nada; que deja sentado con cierta claridad que no pedirá nada a cambio; que se adapta como un guante a nuestro propio modo de ser…, aunque nosotros mismos sepamos que estamos dispuestos a retribuir tanta dación, es decir, sin suponer mala intención en quien aceptara el supuesto trato, hay que preguntarse por el fin que pueda tener semejante comedia.
Lo más frecuente, y, salvo datos en contrario, es que estemos ante una trampa de alguien anti-real dispuesto a manipularnos y saquearnos, que, tras haber puesto el cebo, tejerá una red de atrapamiento de la que será muy difícil salir.
La apariencia inicial de cualquier forma de maldad, suele ser buena, si bien, esa misma apariencia de bondad está diseñada bajo un cliché estándar, que no se corresponde en casi nada con la bondad de quienes son verdaderamente buenos.
Me viene a la memoria el consejo que antiguamente se les daba a los niños, referido a que no aceptaran caramelos de desconocidos, pero, lo curioso, es que, a medida que cambian los tiempos o los niños crecen, no se actualiza en función del momento o de la edad, extendiéndolo a todo aquello que podamos desear o necesitar, en cualquier momento de nuestras vidas.
Muy aguda e interesante reflexión. Merece la pena considerarla a fondo y contrastar con este enfoque las motivaciones propias y ajenas de la conducta social.