La torpeza del pragmatismo emocional
Las emociones son los estados previos que preparan para la posibilidad de emitir acciones o reacciones al exterior, cuando se efectúa la previsión de la necesidad de su emisión.
Por tanto, son activadas ante la expectativa de hechos que la persona cree que le afectan, le interesan o, simplemente a los que reconoce o atribuye valor.
A menudo, las reacciones a la frustración son de ira o agresividad. Las frustraciones se producen cuando alguien desea algo, espera que ocurra, y, lo esperado, no ocurre. Ocurre otra cosa que frustra las expectativas deseadas.
No obstante, hay muchas personas que no reaccionan con ira a la frustración, sino con paciencia. Es más, hay personas que no generan estados de frustración, sencillamente porque no hacen depender sus emociones de la consecución de logros, metas, éxitos, o, en general, de la satisfacción de sus deseos o el cumplimiento de sus voluntades.
El sistema de referencia interno de cualquier persona contiene las creencias de ser y de deber ser que fundan toda su actividad de relación con el exterior, lo cual incluye sus interacciones con las situaciones actuales y, también, de éstas en contraste con las esperadas.
El autogobierno de una persona, sea del modo que sea, incluyendo sus posibles carencias, reside en el sistema completo de creencias que la constituyen como la persona que es, en sí o de suyo. Por lo tanto, el autogobierno no depende estructuralmente de la voluntad actual, por cuanto ésta depende, a su vez, de dicho sistema de creencias.
A pesar de esto, muchos de los procedimientos que se exponen en una amplia variedad de procedimientos de autoayuda forman parte del denominado autocontrol.
El autocontrol es una noción completamente diferente del autogobierno.
El término autogobierno se refiere a la autonomía funcional determinada por la sustantividad de la persona, y, por tanto, es producto del sistema de creencias que determina sus propias actividades de relación en interacción con los objetos exteriores.
Por el contrario, el autocontrol viene a ser algún factor causal, añadido a la estructura causal residente en la persona, por el que se trata de modificar alguna salida funcional calificada como indeseable.
Su finalidad consiste en hacer algún cambio de conducta, pensamiento, sentimientos o emociones, que se adecue a un patrón de actividad, juzgado como más adaptativo o deseable, que el que de hecho emite la persona.
Dicho en otros términos, sin modificar la estructura de creencias que define a una persona, e, incluso, ignorándola, se añade algún tipo de factor procedente del exterior, que altere o modifique alguna actividad propia o espontánea de la persona, lo cual se hace con alguna finalidad que se juzga positivamente.
Al margen de la dudosa eficacia de la mayor parte de dichas prácticas, sobre todo en lo que se refiere a la supuesta estabilidad temporal del cambio pretendido, hay que fijarse en que tal tipo de intervención está determinada por el fin pretendido, juzgándose que dicho fin justifica la propia intervención, si mayores consideraciones.
Por ejemplo, una modalidad de autocontrol podría consistir en dar prioridad al éxito social o comercial, para estipular lo que uno debe hacer en sus relaciones interpersonales, suprimiendo la propia espontaneidad con la que de hecho se comporta.
En tal caso, si la persona sigue creyendo que lo bueno es la espontaneidad, pero cambia su conducta hacia una regida por satisfacer lo socialmente deseable, estaría traicionando su posible criterio real de autenticidad por anteponer un criterio externo al suyo propio, lo cual puede aportarle más beneficios sociales, a costa de causarle perjuicios personales de índole real.
En todo caso, el autocontrol suele estar influido por demandas o exigencias externas, ante las que la persona cede parte de su autogobierno, sin la oportuna reflexión acerca de cómo se gesta la voluntad del mismo.
En el caso de que, el proceso de adquisición de autocontrol, genere cambios de las creencias residentes en el sistema de referencia interno, se cae de lleno en la producción de creencias sujeta a su utilidad, es decir, en el pragmatismo.
Es decir, si, por ejemplo, se cambia una creencia por el mero hecho de que dicho cambio es útil para eliminar o cambiar una emoción determinada, y no porque la nueva creencia sea más real que la precedente, se corre el riesgo de incrementar la irrealidad de la persona, en vez de promover su realización.
Por la vía pragmática se puede llegar a acceder a cotas ilimitadas de irrealidad en el propio sistema de referencia interno, por el simple hecho de buscar cosas como el bienestar, el éxito o la adaptación social.
Ahora bien, si ponemos en un lado de la balanza la realidad personal, y, en el otro, cualquier modalidad de placer o de reducción del sufrimiento, y la inclináramos de este último lado, podríamos llegar a formas de locura, aparentemente muy felices.
El problema es que no hay forma alguna de locura que conlleve la más mínima dosis de felicidad.