Los dos lados de las relaciones personales de poder
A menudo, pero no siempre, las relaciones personales se establecen en términos de intercambio que sucintamente se pueden especificar como cadenas de interacciones de dar y recibir.
El sentido de tales actos se encuentra en motivaciones o deseos ceñidos a una voluntad general de desear recibir bienes y de no recibir males.
Aún cuando dichas actitudes parecerían ceñirse exclusivamente a la persona que en la interacción hace el papel receptivo y no el dativo, lo cierto es que se suelen encontrar de modo general en las dos partes de la relación.
Para que se establezca una relación de ese tipo hay que partir de que una persona tiene algo que puede dar a otra, bueno o malo, lo cual forma parte significativa de la voluntad de la otra persona que lo desea como un bien o que lo rechaza como un mal.
No obstante, el asunto es más complejo de lo que parece. La persona que puede dar o no a la otra el bien deseado o el mal temido por ésta, verdaderamente puede tenerlo o no tenerlo y, en este caso, aparentar que lo tiene para hacer creer a la otra que puede darle el bien o causarle el mal.
Los ofrecimientos y las amenazas constituyen mensajes que pueden ser verdaderos o falsos, si bien es frecuente que sean tomados como verdaderos sin mayor indagación.
Ahora bien, la persona que tiene el papel receptivo puede o no desear o temer lo que la otra le expone. En caso de que sí lo desee o lo tema engranará aquello que se le plantee con su propia estructura motivacional y caerá en un vínculo con el sujeto que hace el papel dativo.
En caso contrario, si aquello que se le ofrece no lo considera ni un bien ni un mal, no caerá en vínculo alguno y conservará su independencia y su sustantividad.
En el primer caso, en el que la persona receptora cree el mensaje de la dativa y, además, aquello que esta le ofrece lo valora como un bien o como un mal, podremos decir que la persona dativa ha adquirido poder sobre la persona receptora justo en la medida en que ésta ha mermado su sustantividad.
La valoración que una persona haga de aquello que cree que puede recibir de otras, juzgándolo como algo bueno o como algo malo para ella, es un factor decisivo para caer o no en vínculos que afecten a su propia sustantividad.
Sin duda la máxima libertad interpersonal que una persona puede tener en el papel receptivo consiste en no desear que otras le den cosas buenas y en no temer que le den cosas malas.
Por otro lado, la máxima libertad que puede tener una persona en el papel dativo consiste en no sentirse obligada a hacer o dar aquello que no quiera dar, venga dicha obligación de donde venga. La obligación ocurre cuando de hacer o no hacer algo se desprendan efectos sobre el sujeto que éste valore de forma negativa.
Supongamos que una persona cumple los dos requisitos que le impiden caer en vínculos que mermarían su sustantividad caso de ocurrir. A saber, no desear que otras le den cosas buenas y en no temer que le den cosas malas, y que no valore de forma negativa sus acciones por incumplir obligaciones impuestas por terceros.
En este caso, ¿qué poder pueden ejercer otras personas sobre ella, con independencia de lo que estas posean? Parece que ninguno.
Si el razonamiento expuesto es correcto de modo general, habría que admitir que las relaciones de poder tienen dos lados que contribuyen a que puedan establecerse: el sujeto que posee o dice poseer aquello que otros quieran o teman, y los sujetos que quieren o temen aquello que el sujeto de poder afirma poseer.
Por regla general, las personas tendemos a percibir lo exterior o a otras personas con mayor claridad que a nosotras mismas, cuando lo cierto es que parece ser, no solo mejor sino también más útil, que pudiéramos ver con cierta claridad cómo funcionamos nosotras mismas y a qué creencias y determinantes internos se sujeta el propio modo de funcionar en las relaciones interpersonales.
Ahora bien, aquellos que quieren tener poder sobre muchas personas saben perfectamente que pueden operar sobre la mentalidad de estas, preparándolas para que sus temores y deseos tengan por objeto lo que aquellos les pueden dar o quitar, de bienes o de males.
A ningún sujeto de poder le interesa que despreciemos lo que nos pueda dar o quitar, sino que despreciemos aquello que somos, hasta el punto de caer en la ignorancia más absoluta acerca de nosotros mismos y que ni siquiera consideremos de qué forma podemos caer en sus garras.
Fue una labor memorable de la sabiduría clásica, de la filosofía platónica-socrática, estoica, epicúrea y de otras relacionadas, descubrir la mente humana, los modos de ser, y poner en marcha la investigación de los principios que fortalecen a los seres humanos y cuya supresión los debilitan. En el caso de Sócrates subrayó la verdad, la justicia y la honradez.
En los tres casos la noción de propiedad es fundamental, trazando el límite de lo propio y de lo ajeno. La justicia y la honradez socráticas coinciden en una decidida actitud a ocuparse de lo que es propio y alejarse de lo ajeno.
Epicteto, en su Enquiridion llega a ser totalmente explícito cuando afirma: «Obra es de quien carece de formación filosófica acusar a otros de lo que a él le va mal; quien empieza a educarse se acusa a sí mismo; quien ya está educado, ni a otro ni a sí mismo acusa».
Culpar a algo exterior de lo que a uno le pasa, de lo que uno hace, de lo que piensa o de lo que siente, es el mejor modo de negarse la propiedad de todo lo que da de sí el propio ser. Igual error es culparse a uno mismo de lo que a otros les pasa, de lo que hacen, de lo que piensan o de lo que sientan.
Expresiones como «tú me haces hacer» o “yo te hago hacer” o «esto lo hago por obligación externa», carecen de verdad o son verdades a medias. Yo hago lo que hago, siempre por una razón que hay en mí, y las otras personas hacen lo que hacen por razones que hay en ellas.
En cuanto a las actividades funcionales que produce el propio ser, todas deben ser integradas en el yo. El yo debe contener las propias actividades funcionales, todas ellas y solo ellas.
Hay que tener en cuenta que la causa y el efecto están indisolublemente unidos allí donde se produzca una conexión causal, por lo que si digo que la causa de una acción mía (efecto) es externa a mí mismo, entonces expropio dicha acción a la causa exterior.
En el mismo sentido, si decimos que una acción de otro es causada o producida por mí, me apropio de esa acción como si fuera mía, cuando lo cierto es que no lo es.
Una acción de un ser adulto es de ese ser, no de otro ser diferente, aunque esto mismo no se puede sostener durante la infancia por la natural carencia de desarrollo del propio ser.
Si definiéramos el poder como la sujeción por un sujeto de las acciones de otro ser humano adulto, obviando el papel que juegan las propias creencias de éste en producirle estados de dependencia con respecto a aquel, entonces se rompería toda la lógica de la sustantividad humana.
Ya en la edad adulta, la idea de que uno tiene poder para causar efectos ontológicos a otro o de que otros tienen poder para causárselos a uno (con independencia del papel causal del propio SRI), es una creencia supersticiosa.
Si yo creo que tú me puedes dar algo bueno o hacerme algún bien, o darme algo malo o hacerme algún mal, estoy sustantivando en ti mis propios estados, buenos o malos, por lo que, automáticamente, te estoy reconociendo como sujeto de poder sobre mí.
En este terreno, en el que la persona tiene el papel de receptora de algo que le dé o le haga otra, esta no suele tener conciencia de que cede su rol sustantivo al otro y adopta el de ser objeto de las acciones ajenas.
Uno de los problemas más extendidos al respecto del poder consiste en percibirlo como un sujeto que puede darnos bienes o evitarnos males, es decir, como una fuente de bienes, ya sean materiales, de seguridad, protección, etc.
Las creencias que explican esa percepción, por un lado, proceden de percibirlo como poseedor de bienes o capacidades que podrían sernos necesarios, útiles o simplemente agradables, sin considerar en absoluto que esa creencia opera debilitando la propia sustantividad, generando dependencia y mermando la propia autonomía.
Por lo tanto, en el mejor de los casos, bajo una concepción benigna del poder de otros, creer en ese poder ya resulta dañino para el propio ser. Pero es que, además, la creencia de que el poder de otros sobre uno mismo puede ser bueno, por los bienes que nos dé o los males que nos evite, es completamente errónea.
Como decía C. S. Lewis: «Y dudo también mucho que la historia nos muestre un solo ejemplo de un hombre que, habiéndose apartado de la moral tradicional y detentando un cierto poder, haya usado este poder de manera benevolente. Más bien me inclino a pensar que los Manipuladores odiarían al manipulado.»[i] (p. 66)
Bajo la perspectiva benignadora del poder puede quedar justificada una cierta malignidad debido a algún tipo de cálculo compensatorio, y, en este caso, la persona que se ponga bajo él podría llegar a admitir la recepción de males hasta un cierto punto, pero, en el caso de que no se produzca la perspectiva derivada de ese balance, los problemas derivados pueden ser extremos.
Por ejemplo, una mujer puede percibir a su madre como una persona poderosa y ve con buenos ojos la protección que esta le dispensa, por lo que para ella esa protección es un bien. No obstante, bajo dicha protección puede sentir una enorme pérdida de libertad personal, lo cual juzga como un mal. Por lo tanto, querría que la madre la protegiera, pero de uno modo que no sintiera como opresión.
En este caso, ve a la madre como un sujeto de poder bueno y malo a la vez. Se sentirá mal cuando esté bajo ella y también cuando se aleje de ella. Esa ambivalencia valorativa solo puede proceder de una benignación de la figura de poder, sin tener conciencia alguna de que se encuentra bajo un fuerte vínculo sustantivo y en el que su propia actitud ambivalente anula por completo su propia sustantividad con los consiguientes efectos como el de la producción de crisis de pánico.
Ahora bien, el poder también opera con mucha frecuencia mostrándose como una amenaza que suscite miedo o incluso terror.
Para que se suscite miedo hace falta percibir su objeto como algo que no depende de la propia persona y ella misma se concibe como un mero objeto que reacciona a un sujeto exterior.
Cuando la persona se ve a sí misma como un objeto pasivo que va a recibir algún mal del exterior o de cualquier poder o cosa que no sea ella misma, entonces sentirá miedo y la emoción será vivida como algo ajeno al propio yo.
Esa percepción de una emoción propia como si no lo fuera viene explicada por atribuirla causalmente a algo ajeno al propio yo, para lo cual éste ha de estar ausente o debilitado.
Si la persona consigue apropiarse de esa emoción negando su origen exterior dejará de tener miedo y en su lugar, en el peor de los casos, sentirá temor como algo que puede poner bajo su propio gobierno.
El propio Lewis afirma en otra de sus obras lo siguiente: «Por otra parte, resulta más fácil dominar el miedo cuando la mente del paciente es desviada de la cosa temida al temor mismo, considerado como un estado actual e indeseable de su propia mente; y … pensará en él, inevitablemente, como en un estado de ánimo.»[ii] (p. 43)
Todas estas consideraciones pueden ser de utilidad para entender el poder dentro de sistemas de relaciones interpersonales, en las que ambas partes aportan factores decisivos para entender sus efectos, y no como si la persona que se ve perjudicada por él no estuviera participando, de forma generalmente inconsciente, en su producción.
Las personas que se sienten bien tienen conciencia de ser sujetos de sus propias acciones, emociones y sentimientos, debido al carácter real de las creencias y determinantes que delimitan lo propio y lo ajeno, y que son causa de sus valoraciones y sus actitudes.
[i] LEWIS, C. S.; La Abolición del Hombre; 5ª ed.; trad. del original The Abolition of Man de 1943 de Javier Ortega; Ediciones Encuentro, S.A., Madrid, 2007
[ii] LEWIS, C. S.; Cartas del diablo a su sobrino (Las cartas de Escrutopo); versión castellana de Miguel Marías; EDICIONES RIALP, S.A., Madrid, decimoquinta edición, 2010
gracias de nuevo
Muchas gracias a ti.
Gracias por este impresionante artículo de gran ayuda. Cuando dices en una parte de un párrafo: …» La máxima libertad… consiste en no desear que otras le den cosas buenas y en no temer que le den cosas malas». Es difícil de llevar a cabo pero hay que intentarlo. Gracias
Es importante indagar cuáles son las creencias de las que emergen las actitudes que explican la voluntad y el miedo. Gracias.
Me ha encantado el artículo, Carlos ¡Muy clarificador!
Me alegro Ignacio. Un saludo
Precioso resumen. A mí lo que más me ha gustado es: Esa percepción de una emoción propia como si no lo fuera viene explicada por atribuirla causalmente a algo ajeno al propio yo, para lo cual éste ha de estar ausente o debilitado.
Si la persona consigue apropiarse de esa emoción negando su origen exterior dejará de tener miedo y en su lugar, en el peor de los casos, sentirá temor como algo que puede poner bajo su propio gobierno. Muchas gracias Carlos por hacernos reflexionar con pequeñas píldoras como esta.
La lógica causal no se suele emplear correctamente, entre otras razones, por la negación de la causalidad efectuada por Hume (que también negó la existencia del yo) y por toda la corriente del positivismo lógico que todavía sigue imperando en muchos sectores. Una parte muy importante de la «gran aventura del yo» de cada persona es apropiarse de todas las funciones del propio ser y no apropiarse de nada que le sea ajeno. Me alegro de que te haya gustado.
Excepcional artículo.
A mi me ha llamado especialmente la atención tus palabras: «ambas partes aportan factores decisivos para entender sus efectos, y no como si la persona que se ve perjudicada por él no estuviera participando, de forma generalmente inconsciente, en su producción».
Muchas gracias, Carlos
Una disciplina que ha tratado de desarrollar esa perspectiva es la victimología aunque a quienes imponen los dogmas ideológicos que imperan en la actualidad no parece que les guste mucho. Muchas gracias a ti.