Los niños, las pensiones y la vida
«Si no nacen niños, no nos pagarán las pensiones» es una proposición condicional de certeza indudable. Si la población no se reproduce, envejece, se torna económicamente improductiva y muere. Ahora bien, también serían ciertas otras proposiciones condicionales como las siguientes: «Si no nacen niños, no habrá nuevos seres humanos que puedan disfrutar de la existencia que nosotros disfrutamos»; «Si no nacen niños, la humanidad desaparecerá de la faz de la tierra»; «Si no nacen niños, habremos fracasado como especie»…
No obstante, mientras estos últimos enunciados no se escuchan en los medios, sí se dice mucho el primero, lo cual podría darnos algo que pensar.
En un artículo anterior publicado en este mismo blog, titulado La economía: ¿causa o efecto?, comenté dos diferentes papeles que pueden atribuirse a la economía. El primero, como fin o causa final, y, por lo tanto, como principio último que determine lo que hagamos; el segundo, como efecto colateral de aquello que hagamos determinado por otros principios diferentes.
Indudablemente, la expresión «Si no nacen niños, no nos pagarán las pensiones», pertenece a la primera de dichas concepciones de la economía. De ella se desprendería la siguiente actitud: «Debemos tener hijos para que nos paguen las pensiones».
Resulta obvio que, si dicha actitud se encontrara gravitando en cualquier escenario en el que ocurra algún tipo de actividad sexual con posibilidad reproductiva, el fracaso estaría garantizado. Pensar en las pensiones como fin de la actividad sexual durante el ejercicio de la misma, no es susceptible de generar el deseo necesario para que ocurra una fertilización efectiva.
Otra cosa sería que la fertilización se pretenda mediante avances tecnológicos que no requieran la activación de la respuesta sexual, ni, por tanto, la presencia de dicho deseo. En tal caso, se podrían fecundar óvulos para que, cuando se desarrollen, nos paguen las pensiones, o para cualquier otro fin que se considere prioritario, lo cual ya está profetizado en sus correspondientes distopías.
Por otro lado, el argumento que más se utiliza para explicar por qué no nacen niños suficientes para pagarnos las pensiones, vuelve a ser de índole económica. Se trata de que, las parejas, no disponen de suficiente dinero para pagar los costes de criar niños y, además, poder seguir viviendo.
Esto viene a decir que si tuvieran hijos, ellos y sus hijos morirían de hambre, si bien, esto entra en colisión con la creencia general de que, en nuestro estado del bienestar, ya nadie se muere de hambre. De ahí que no puede ser verdad que las parejas y los nacidos de ellas se morirían de hambre, aunque sí podría serlo que dispusieran de menos dinero para otros gastos diferentes.
Cambiando de tema, pero, siguiendo hablando de la vida, hay que decir que la tasa de suicidios crece, mientras la de natalidad decrece. Parece ser que, el número de personas que se suicidan en nuestro país ya supera el número de muertes por accidentes de tráfico.
Además, de forma simultánea a estas luctuosas estadísticas, la tasa de abortos voluntarios se encuentra en la década prodigiosa de máximo esplendor, si bien, ya no se lucran las clínicas privadas, sino que la mayoría se efectúan a cargo del erario público.
Al parecer, hay dinero para causar las interrupciones voluntarias del embarazo, pero no debe haberlo para pagar los costes de la manutención de los nacidos, aun cuando dicha política conduzca a que no nazcan niños para pagarnos las pensiones.
En cuanto al problema de las carencias económicas de las personas que las indisponen a la procreación, hay que decir que, en cierta medida, no les falta razón.
Ganarse la vida en esta época no está al alcance de cualquiera. En este sentido, o Darwin resultó profético, o es que ya sabía de qué iba el asunto. La vida solo la merecen los más poderosos. Corolario: Pongámosla difícil para que solo sobrevivan los más fuertes. Así, los que mueran en el intento, se sentirán culpables de ser débiles.
No hace muchas décadas había una inmensa economía —que, los más listos de nuestros políticos, denominarían sumergida— caracterizada por una cierta independencia y por una cierta autonomía de las personas, con respecto a los grandes poderes económicos, empezando por el estado.
Unos sacaban piedras de sus pequeñas parcelas y se las vendían a sus vecinos para hacer sus casas; estos hacían sus casas con sus propias manos; otros fabricaban yeso en pleno campo, quemando los cristales de la zona, y se lo vendían a quienes tenían que hacer, o reparar, sus propias casas; otros tenían unas cuantas gallinas y se comían los huevos que ponían; algunos otros cazaban cualquier pequeño animal y conseguían las proteínas necesarias para vivir; otros tostaban las almendras de sus árboles y ponían un puesto para venderlas; otros se hacían su propio vino con un pequeño viñedo y lo intercambiaban por el pan que hacía otro…
Se trataba de millones de actividades productivas que hacían posible que la gente pudiera tener hijos, prácticamente, sin pensárselo dos veces. Además, en aquellas condiciones, el suicidio no se había tornado epidémico, debido a muchas buenas razones. El equilibrio del hombre con la naturaleza era manifiestamente sostenible. Muchos millones de especies animales seguían con su vida natural…
En resumen, mediante la economía sumergida, la vida y su reproducción, en general, y no solo la nuestra, era posible.
La vida, su sostenimiento, su reproducción y su viabilidad, en cualquier contexto en el que impere el ser humano, es el único criterio sensato para poder evaluar cómo lo estamos haciendo, de bien o de mal.
Es obvio que un régimen, una cultura, una civilización, o cualquier tipo de agregación humana, es evaluada inmediatamente por las condiciones que le pone a la vida. Desde extremadamente difíciles, hasta extremadamente fáciles, así se podrá caracterizar el régimen en cuestión: desde extremadamente malo, hasta extremadamente bueno. Los demás criterios, parecen secundarios, irrelevantes, e, incluso, de mera retórica engañabobos.
Un sistema social, político o económico, dependiendo de en qué consista, puede llegar a transformar un país, de ser un vergel, hasta convertirlo en un erial, aunque también podría lograr lo contrario.
En esta fase política en la que nos encontramos, parece que todos los aspirantes a gobernarnos juzgan que los controles económicos que el estado nos impone, son insuficientes, lo cual, dicen, es la causa de que se recauden pocos impuestos. Es decir, quieren más y más dinero. Todo les parece poco.
De ahí que, a toda forma de economía que no puedan extraerle réditos para las arcas del estado, le llaman economía sumergida.
Lo que no dicen es que, cuando cualquier actividad con efectos económicos emerge a la vista del estado, es sometida de inmediato a muchos más controles, reglamentaciones e imposiciones, aparte de los fiscales.
Las condiciones que el estado impone para el ejercicio legal de cualquier actividad, con efectos económicos, la encarecen de tal manera, que la convierten en una actividad antieconómica y, por lo tanto, inviable.
Además, hoy en día, tales requisitos no se reducen a aquellos que se les ocurran a quienes gobiernan en el estado, sino que se amplían hasta el infinito mediante las correspondientes ocurrencias de la comunidad europea, de las grandes industrias, de las multinacionales, y, en general, de todos aquellos que tienen grandes intereses en que solo sobrevivan los más poderosos.
Dentro de tal entramado de encarecimiento masivo de las actividades de los productores individuales, las pequeñas empresas, los mal llamados autónomos, etc., se produce el efecto colateral del incremento de eso que se denomina economía sumergida.
Es decir, a pesar de todo, la mayoría de la gente quiere vivir y busca los medios para intentarlo.
Es posible que una correcta política, tendente a pagar las pensiones del futuro, tuviera que empezar por permitir que la gente pudiera vivir con una cierta independencia de los grandes poderes económicos, incluyendo al propio estado.
Toda la riqueza, cuya generación se aborta en el mismo momento en que se trata de producir conforme a las reglamentaciones impuestas por el estado, se pierde. Toda esa riqueza que la gente produciría si se la dejara vivir en paz, no se producirá de ningún otro modo.
En el fondo, el único derecho y el verdadero deber de un estado es permitir la vida y protegerla, frente a cualquier amenaza que gravite sobre ella. Lo que no cabe esperar de ningún estado es que haga que, el hecho de ganarse honradamente la vida, se convierta en algo imposible para una gran parte de la población que podría ganársela si el propio estado se lo pusiera algo menos difícil.
La dificultad de vivir se está incrementando para los aún no concebidos, para los aún no nacidos, para los nacidos que dependen de sus padres, para los jóvenes, para los padres que tienen hijos que dependen de ellos, para los adultos sin hijos, para los mayores y los ancianos con pensión, para quienes prevén que no tendrán pensión, para las mujeres, para los varones… Se está poniendo la vida difícil para todo el mundo, salvo, supongo, para unos pocos.