Los programas de castigo y sus consecuencias formativas
En un artículo anterior de este mismo blog, titulado ¿Por qué ver siempre los premios con buenos ojos?, ponía de relieve el riesgo que los programas sistemáticos de premios, o refuerzos positivos, pueden conllevar cuando son aplicados en la educación.
Además, cuando se premia la obediencia y se hace preterición de las actividades espontáneas, crece el riesgo de generar personalidades artificiales en proporción directa a la intensidad de tales programas.
En el caso de que los programas educativos sistemáticos, no sean de premios, sino de castigos, lo previsible es que se generen otros graves problemas de personalidad.
En este caso, el castigo se puede especificar en términos de una acción emitida por una persona, que va seguida de la recepción de una afección desagradable producida por otro sujeto. Además, la acción en cuestión conlleva el significado de ser un delito, una falta, algo malo, o algo que hace mal, el individuo que es castigado.
De ahí que el castigo puede incluir tres componentes: 1) La pena en sí, 2) La atribución de culpa o responsabilidad, 3) La posible malignación de la identidad personal del castigado.
Por otro lado, los castigos se aplican bajo un criterio, que es previo a su administración efectiva, que puede especificarse en términos de lo que el individuo «debe hacer» o «no debe hacer» asociado a las «consecuencias de recibir las penas o de evitarlas».
Mediante los programas sistemáticos de reforzamiento, ya sean de premios o castigos, las acciones del agente quedan estructuralmente vinculadas de manera artificial a las acciones de otros entes del entorno.
Esta asociación, entre las acciones de un agente, y lo que otros hagan en conexión con ellas, impide que queden sujetas a los determinantes internos del propio individuo que configuran la sustantividad residente en él y forman parte de su «yo».
Mediante dicho vínculo, el «yo» queda debilitado, cediendo parte de la sustantividad a aquellos sujetos que apliquen los programas, e, incluso, por generalización, es posible que ocurran cesiones de la misma a cualquier persona con la que, potencialmente, llegue a interaccionar.
Así, el esquema «Si yo hago X» ⇔ «Tú me haces Y», reduce la sustantividad y pone de relieve la condición de ser «objeto» de acciones ajenas.
Ahora bien, tal esquema, puede dar lugar a una generalización previsora y a un incremento de actividad analítica para diferenciar, de entre todas las conductas que perciba en otros individuos del entorno, aquellas que van dirigidas hacia él, de las que no.
La identidad personal de quien ha sido formado bajo tales tipos de programas, se encuentra cargada de significados, mayoritariamente negativos, que le han atribuido otros.
Si se ajusta a los criterios que se le han impuesto, haciendo lo que debe hacer, etc., creerá ser de un cierto modo. Si no verifica tales criterios, creerá ser de otro modo. Es decir, se da una conexión entre:
― «Hacer lo que debe hacer = Ser como debe ser (identidad benigna)= Ausencia de castigo por su propio mérito».
― «No hacer lo que debe hacer, o hacer lo que no debe hacer = No ser como debe ser (identidad malignada) = Padecimiento del castigo por su propia culpa».
Por lo tanto, lo que el ente sometido a tal tipo de programas busca encontrar en las acciones ajenas son significados como los siguientes:
― Si cada acción efectuada por cualquier otro individuo tiene alguna relación con él, o no la tiene.
― En el caso de que lo considere así, indagará si se debe a un modo de juzgarle benigno o maligno.
― Prever y elaborar una disposición o actitud de defensa, frente a la posible recepción de algún tipo de castigo.
Este tipo de aprendizaje hará de la identidad personal una especie de termómetro de alta sensibilidad, que pronosticará la recepción de diversas operaciones del entorno sobre la persona: “Si se me perciben como A, me harán X; si se me percibe como B, me harán Y”.
La intolerancia a las condiciones negativas del juicio externo sobre sí mismo, será tal que tenderá a efectuar enormes esfuerzos para adecuarse a las condiciones positivas del juicio. No obstante su temor al posible juicio negativo que efectúe otro sobre él, determinará un estado de hipervigilancia permanente.
Ahora bien, ¿qué puede ocurrir si, a pesar de que la persona haga todo cuanto pueda hacer para verificar los supuestos criterios de los juicios favorables de los otros, intuye que dichos juicios son, o pueden ser, negativos?
¿Se atribuirá a sí mismo el fundamento de tales juicios o, por el contrario, se lo imputará a quienes los efectúan o imagine que los efectúan?
La solución es inequívoca: siempre será el otro la causa de juzgarle mal a él, y, habida cuenta de que cree verificar los criterios del juicio benigno, el otro es “el malo” por cuanto, al juzgarle mal, le causa un daño injusto.
Ahora bien, ¿en qué condiciones puede creer o prever que el otro le juzga o le juzgará mal? Todo dependerá del estado en el que se encuentre su propia identidad al respecto de su “verdadera” verificación de los criterios del juicio.
Si, a pesar de todos sus esfuerzos, deja aspectos de sí mismo fuera del supuesto criterio de “deber-ser”, se encontrará en condiciones de especial susceptibilidad. Podría incluso tener el sentimiento de ser transparente a la mirada ajena, imaginando que todo el mundo podría percibir y juzgar sus propias malignidades o defectos.
Es decir, cuanto más malignada “internamente” se encuentre su identidad personal, tanto más va a creer que otros le mirarán o le juzgarán mal, y tanto más tenderá a defenderse de ellos, atribuyéndoles la culpa de dicho sentimiento de malignación.
De ahí, que trate de ajustar su existencia a los límites impuestos por su identidad [identidad personal ⇔«deber-ser = ser»], lo cual implica una restricción de la existencia a su congruencia con dicha identidad: «deber-ser» ⇒ «modos existenciales congruentes». No obstante el peso de los sujetos exteriores sobre las actividades de relación que efectúa, y, sobre todo, los mensajes (ciertos o imaginados) referidos a su identidad, se convierten en amenazas potenciales para la conservación de la identidad personal dentro de límites benignos.
Cualquier tipo de mensaje exterior que se le dirija ―o crea que se le dirige― que pudiera malignar su identidad, puede ser percibido como una agresión. En tal sentido, presenta una marcada disposición tendente a controlarlos.
Por lo tanto, se da un predominio de una actitud existencial objetual, que tiene a la identidad personal como objeto predominante de las acciones de otros sujetos del entorno, y una reducción de la propia existencia sustantiva a las necesidades de control del entorno derivadas de la propia actitud objetual.
Cuando los juicio de identidad del ente sobre sí mismo, derivados de los contrastes «deber ser → ser» resultan negativos, tiende a establecerse un estado de la identidad compuesto por «yo soy malo ― tú eres bueno» que, en general, parece inaceptable o, al menos, poco compatible con el mantenimiento de una actitud favorable hacia la propia existencia, lo cual tiende a generar operaciones que inviertan dicho esquema, hasta llegar a situarlo en el de «yo soy bueno ― tú eres malo».
En general, los programas formativos basados en tomar a los niños y adolescentes como objetos de las propias acciones, ya sea haciéndoles cosas, o dándoselas, buenas o malas, en función de lo que ellos hagan, sitúan las condiciones objetuales de su existencia en un rango de importancia mucho mayor que el de su existencia sustantiva.
Con los programas de premios o de reforzamiento apetitivo, llevados a cabo bajo criterios de «lo que el niño debe ser» alejados de una comprensión apropiada de la naturaleza humana, se generan múltiples problemas por la anulación de la propia sustantividad y su sustitución por la adecuación plena de las propias acciones a criterios de deseabilidad social, o lo que se supone que los demás esperan de la persona.
Ahora bien, con los programas de castigos o de reforzamiento aversivo, que también se efectúan bajo criterios de «lo que el niño debe ser», igualmente alejados de una comprensión apropiada de su naturaleza, no solo ocurren efectos como los descritos para el caso de los programas de premios, sino, además, otros como, por ejemplo, los siguientes:
― Creer ser el centro de atención sin serlo.
― Alteraciones de la identidad personal y de la auto-estima.
― Modos anómalos de formación de creencias.
― Desconfianza estructural en el ser humano, especialmente en aspectos relacionados con la fidelidad y la traición.
― Actitudes intensas de control del entorno y de auto-control.
― Actitudes justicieras, reivindicativas, querellantes, etc.
― Estados de retroalimentación de la propia hostilidad.
― Inestabilidad del estado de ánimo en función de cómo se encuentre su identidad personal.
― Celos y posibles problemas en las relaciones de pareja…
Hace años presencié el inicio de la aplicación de la LOGSE como nueva política educativa en España. Oí quejarse a muchos profesores sobre la rápida pérdida de su autoridad y las dificultades de impartir clases ante alumnos adolescentes sin control y sin límites. Leí un libro llamado “Los límites de la Educación” de Mercedes Ruíz Paz (http://www.amazon.es/Limites-educacion-los-Mercedes-Ruiz/dp/8493107026/ref=sr_1_1?s=books&ie=UTF8&qid=1446412634&sr=1-1&keywords=los+limites+de+la+educacion). El libro registraba y analizaba la pérdida gradual de autoridad de los profesores y el consiguiente aumento de violencia en las clases ante la permisividad nueva derivada de la nueva política educativa.
He leído ambos artículos sobre lo poco conveniente que es basar la educación tanto en premios como en castigos pero me gustaría saber si en alguna parte de tu obra “La Naturaleza Real del Ser Humano y sus alteraciones” describes algún modo de educar a alumnos adolescentes en institutos para evitar lo descrito en la obra arriba mencionada.
Parece haber bastante confusión en relación con el significado del término autoridad, hasta el punto de que, una de las formas de ejercer el poder en la educación, se denomina autoritarismo.
No obstante, como en tantos otros ámbitos, en el terreno educativo, las nociones de autoridad y poder, son prácticamente contrarias entre sí.
Antiguamente, la autoridad implicaba virtudes como la sabiduría, el afecto, el prestigio merecido,…, un conjunto de cualidades, reconocidas y respetadas por otros, que generaban confianza y suscitaban la tendencia a dejarse influir por quienes disponían de ella.
Creo que el problema actual no reside en que haya una reducción de la autoridad del profesorado, en lo que a éste le concierne, del cual se derive un incremento de violencia en los alumnos, y familiares de éstos. Más bien, parece que es al revés.
El desprecio a la autoridad parece efecto de un fuerte incremento de la valoración favorable de las relaciones de poder, las cuales, siempre implican violencia.
Es decir, antes, las relaciones de poder se veían con malos ojos, mientras las relaciones basadas en la razón, la autoridad, el afecto, etc., por lo general, se consideraban mejores y más importantes.
La tendencia actual es a valorar bien el poder, mientras se tiende a despreciar la autoridad. Dicha tendencia resulta muy negativa para cualquier sistema educativo que trate de tener como modelos figuras de autoridad.
En el libro al que te refieres trato ampliamente algunos de estos temas, pero, sobre todo, está centrado en el ámbito familiar.
Muchas gracias por tu comentario