Los toros bravos y el humanismo animalista
Una parte significativa del movimiento animalista del humanismo progresista, se opone a la humanidad bajo la estratagema de la siguiente disyunción: «¿Cuántos hombres debemos desaparecer para mejorar la vida del reino animal?»
Como prácticamente todas las demás piezas del humanismo planetario, el animalismo también parece acuñado, orientado y practicado con el fin de diezmar a la población. Igual que la doctrina ideológica del cambio climático, las políticas de género, la destrucción de la verdadera educación, la supresión de los estados nacionales, etc., el animalismo también se plantea con finalidad malthusiana, bajo la falsa disyunción entre el tamaño de la población humana y el de la vida animal: «o se reduce la población mundial o se reduce la vida animal».
En este caso, la propaganda apela especialmente a los sentimientos de amor a los animales que muchísimas personas experimentamos, oponiéndolos a todo ese conjunto de razones que explican la supervivencia de la humanidad tal como la conocemos.
Si una parte de los elementos letales que componen la doctrina progresista se enmascaran como nuevos derechos humanos, en este caso, se inaugura una nueva clase de derechos que es la de los animales.
Si se aceptara como un derecho natural, moral o sobre todo jurídico el nuevo derecho animal, en equiparación con el derecho humano, empezando por su derecho a la vida, las consecuencias para la humanidad serían desastrosas. Basta con imaginar las hambrunas que se producirían si se estableciera la prohibición general de comer huevos o de beber leche de vaca.
La caza y la ganadería han sido fundamentales para el desarrollo ─y hasta para la evolución─ de nuestra especie y lo siguen siendo para su mera supervivencia actual.
Nadie que, como yo mismo y otras muchas personas que conozco, ame la vida y a todos los seres que formamos parte de ella, puede aceptar el sufrimiento animal ni mucho menos promoverlo, pero también somos muchos los que tampoco aceptamos las maniobras mundialistas orientadas a la desaparición de miles de millones de seres humanos por medio de políticas cuya herramienta más potente es la manipulación y el engaño.
Debemos cuidar con esmero a nuestros animales domésticos, dejar espacio para los salvajes, administrar la ganadería y las granjas de formas que reduzcan al mínimo el sufrimiento de aquellos animales que consumimos. Todo esto es perfecto, no siendo en absoluto incompatible con que la vida humana se desenvuelva en condiciones dignas para todos.
No obstante, los animales no solo han sido o son destinados al consumo de sus proteínas, el empleo de sus pieles, etc. También han contribuido a ayudar en múltiples tareas y labores al ser humano, y todavía lo siguen haciendo en diversas partes del mundo, en formas de cooperación por las que ambos han salido beneficiados.
La historia ha demostrado que hombres y animales, no solo pueden y deben convivir, sino, también, ser mutuamente provechosos. No vale plantear el problema en términos de la disyunción entre la supervivencia humana y la animal. Todos formamos parte de un mismo ecosistema.
Ahora bien, creo que es necesario analizar una de las mayores objeciones del animalismo humanista contra el ser humano, su cultura o sus modos tradicionales de vida, objeción que se refiere especialmente en España a su Fiesta Nacional de las corridas de toros.
Una perspectiva simplista de la cultura taurina sostiene que las corridas de toros deben ser prohibidas porque en ellas se maltrata a los toros y se les mata (aunque en algunos lugares como en Portugal no se llegue a hacerlo).
Desde esa perspectiva se considera una atrocidad lo que se hace con los toros bravos dentro de la plaza.
Ahora bien, dudo mucho que uno solo de los muchísimos aficionados taurinos disfrute viendo el sufrimiento del toro ya que, antes de eso, dedican su percepción a otras muchas cosas diferentes. Algo parecido suele ocurrir cuando alguien come un trozo de carne percibiéndola como comida en vez de verla como un trozo de animal muerto.
Muy inocente tiene que ser quien no se percate de que la vida es tremenda para todos, humanos y animales, aunque solo sea porque está incondicionalmente vinculada a la muerte.
A lo largo de mi vida he asistido a muy pocas corridas de toros, a causa de haber recibido una educación a medio camino entre lo tradicional y lo moderno, pero mis antepasados, especialmente mis abuelos, gustaban de los toros como la inmensa mayoría de sus generaciones y de las que las precedieron durante siglos.
De hecho, considero que su estética no encaja demasiado bien con la que desde hace décadas impera en nuestra civilización, aunque solo sea por permanecer vinculada a tradiciones “superadas” o más bien extinguidas.
Por otro lado, las fiestas taurinas están insertas en gran medida en las naciones en las que más arraigo tuvo (o en ciertos casos todavía tiene) el catolicismo, como son España, Portugal, partes del continente americano, zonas del sur de Francia, etc., e incluso, dichas fiestas formaban parte especial de diversas fechas de fiestas o celebraciones católicas y otras previamente paganas.
Teniendo en cuenta que el catolicismo es una religión especialmente congruente con la naturaleza, parece ser que, dada la aprobación que dicha religión ha dado secularmente a la fiesta de los toros, es obvio que no ha sido juzgada negativamente desde dicha perspectiva. De hecho, la cultura taurina forma parte integrante de la cultura católica. Referencias a ella están en nuestros dichos cotidianos, en nuestros artistas, escritores, intelectuales, escultores, símbolos nacionales, etc.
Hasta en nuestro comunismo patrio, como entre otros es el significado caso del poeta Rafael Alberti, ha habido apasionados entusiastas defensores de dicha fiesta y que posiblemente los actuales comunistas ignoren.
Pero hay que profundizar bastante más allá de las cuestiones sentimentales para tratar de descubrir la esencia de lo que es dicha fiesta, tanto para explicar por qué la aman quienes la aman, como la razón de fondo que mueve a odiarla.
La relación fundamental de dicha fiesta está compuesta por el torero y el toro, hasta el punto de que creo que el público solo añade un factor de entusiasmo que es el que dicho tándem ofrece, aparte de costear económicamente todos los gastos que requiere el simple hecho de que existan toros bravos y toreros.
El toro bravo no es un animal doméstico, ni de granja, ni se cría para comerlo (aunque una vez muerto se aproveche su carne), y los ganaderos se esfuerzan para criarlos en las dehesas mediante su selección, precisamente, por su bravura y no por su mansedumbre.
Crecen y viven libres durante años en unas dehesas, cuya existencia posiblemente se pondría en riesgo de desaparición si se erradicara la propia fiesta de los toros y, por eso mismo, tales escenarios naturales forman parte, también, de los elementos fundamentales que componen el toreo.
Al respecto del toro David Benavente Sánchez[i], expone lo siguiente:
«En una amplia singladura de la historia de España, el toro llegó a tener un carácter sagrado, era el símbolo vivo del cosmos, la fuerza de la naturaleza y su representación. Este ser sagrado consiste en la bravura que era comparada con fenómenos naturales como erupciones volcánicas, huracanes, tornados, tsunamis, y avalanchas de rocas y de tierra.»
Según esta visión, el toro es la fuerza misma de la naturaleza que es llevado a un recinto en el que se encontrará frente a frente con un torero al que intentará matar embistiéndole desde que sale a la plaza, y teniendo éste la obligación de matar al toro armado exclusivamente con un trozo de tela roja y un estoque. Además, el toro, por su bravura, se vendrá arriba con el castigo en vez de alejarse de él.
En cuanto al torero, se pone voluntariamente frente a un animal bravo que pesa alrededor de quinientos kilos y, de ese enfrentamiento, uno de ellos, o los dos morirán.
Por cierto, conviene recordar que una vez puesto el toro en el albero se le reconoce “un derecho” tan rotundo como el de que pueda llegar a matar al torero sin que, por regla general, nadie pueda impedirlo.
No se trata, por tanto, ni de un juego, ni de un deporte, ni de un teatro, sino de una situación en la que un ser humano se pone ante la inminencia de su propia muerte y, de lo que él mismo haga, dentro de reglas muy estrictas, dependerá si vivirá o morirá.
Pero no solo es dicho punto crítico lo que cuenta sino, todavía más, el modo en el que se comporte el torero en la situación en la que está su propia vida en riesgo. Antes de matar al toro, el torero tiene la misión de doblegar su bravura y de eso dependerá su suerte.
La estética del toreo excluye cualquier movimiento que implique cobardía. El torero ha de arrimarse a sus cuernos todo lo que pueda tratando de no ser alcanzado por ellos. Ha de animar al toro a que le embista. Deberá permanecer lo más quieto que le resulte posible cuando el toro se dirige contra él, e incluso, se pondrá de rodillas ante el toro para fijar su posición del modo más arriesgado. Su traje quedará manchado por la sangre causada por las banderillas que suscitarán una mayor bravura al animal y si éste es picado en exceso por el picador a caballo, en la plaza el público protestará ruidosamente.
Pero si el toro cobardea en tablas, no enviste o carece de bravura, será el ganadero el que reciba el abucheo de la concurrencia.
La estética del toreo, que solo pueden alcanzar a exhibir los mejores toreros (citaremos sin entender mucho del tema a Manolete, el Lagartijo, el Gallo, Pepe Luis Vázquez, José Tomás, Juan José Padilla y otros, igual o más significados que estos) solo tiene una variable: la elegancia del torero ante la muerte.
Debemos traer a colación a un filósofo existencialista —al que, por otra parte, no profeso admiración alguna—, como es Martin Heidegger, que plantea el problema de la vida humana girando en torno a la angustia ante la muerte. Pero para el caso, se comprende que esa angustia ante la muerte podría llegar a hacer sucumbir cualquier forma de valentía ante ella, dando lugar a actitudes que se podrían sentir como antiestéticas.
El torero no solo debe superar esa angustia ante la muerte enfrentándose a ella, no una sola vez, sino muchas a lo largo de su carrera, y es eso lo que el público valora en mayor medida. La grandeza de no tener miedo o, al menos, de no dejarse vencer por él en esa situación crítica, es lo que cualquier ser humano con algo de sensibilidad debería percibir y, en general, admirar.
La fiesta nacional española no queda fuera o al margen de la tragedia de la vida y de la muerte, sino que la incorpora con un realismo radical que, en términos ejemplares, puede inducir a adoptar actitudes de valor y valentía para elevar la vida a un plano superior al de la muerte.
Solo esa valentía puede reducir la angustia ante la muerte que, cuando consigue imperar, destruye la propia existencia humana, y son los grandes toreros los que la exhiben poniendo en riesgo la suya propia sin que el miedo destruya su arte y su elegancia.
Los ganaderos con sus dehesas, los toros y los toreros, forman parte de esa cultura fundamental que muestra un camino por el que debe discurrir la vida humana liberada del miedo a morir y, por ello, se considera como una fiesta propiamente dicha.
Creo yo que, por todo esto, en el artículo antes citado, David Benavente Sánchez dice lo siguiente:
«La Fiesta es la manifestación de entusiasmo regida por un orden – canon de belleza – y por un calendario y horario en conformidad con las estaciones del año y el común asentimiento de los aficionados. La Fiesta de carácter Nacional se distingue por su seriedad y disciplina a diferencia de la jarana que suele ser diversión o jolgorio animado, bullicioso y en la que casi siempre se cometen excesos. A la Fiesta no se va a divertirse únicamente sino a someterse a lo establecido, y a emocionarse con lo que ven los ojos y escuchan los oídos. El entusiasmo y el sobresalto de todo el ser es la nota dominante. La Fiesta tiene razón de conmemoración, de reunión de personas que participan de la misma afición y ambiente con el máximo rigor de las normas. En todas las Culturas la realidad de la Fiesta integra ritos, liturgias, brindis, suertes, formas de hacer y sacramentales que se convierten en ceremonias en sí mismas.»
No obstante, hay algunos aspectos más de fondo que atraviesa y empequeñece la argumentación del humanismo animalista para tratar de erradicar las fiestas de los toros.
Por una parte, se tiende a una igualación ontológica de animales y personas. Se proyectan cualidades personales sobre los animales humanizándolos y se deshumaniza a las personas animalizándolas, lo cual es una antigua aseveración del materialismo dogmático.
Por otro lado, en nuestra época se tiende a la negación de la muerte. Parece como si, dado que la muerte no tiene solución material alguna, ni los avances científicos pueden remediarlo, simplemente se considera como si no existiera, o, en línea con lo dicho por Heidegger, se opta por la evasión en el más amplio sentido. De hecho, cuando alguien muere, los cronistas actuales no suelen decir que ha muerto, sino que “se ha ido” o se refieren a la situación del muerto en términos como, por ejemplo, “allá donde estés”, a pesar de que ya poca gente cree en el más allá, en el cielo, en el alma, etc., con lo cual se deja la muerte en una condición de irrealidad por la que ni es ni deja de ser.
El problema de la identidad humana en conexión con la cuestión religiosa fue tratado por Sören Kierkegaard (1813-1845). En su libro “La enfermedad mortal”[ii], sostiene que el hombre es un ser espiritual al haber alcanzado ese estadio superior superando los dos estadios inferiores que son el estético y el ético. Y por serlo, ha de vivir como aquello que es. Si, por el contrario, vive como si perteneciera a un plano evolutivo inferior entonces padece la enfermedad mortal que se expresará en múltiples de los más diversos síntomas de malestar. En oposición al reconocimiento de esa dimensión espiritual, en el mismo siglo XIX, cobró relieve Ludwig Feuerbach (1804-1872), que en su primera obra importante[iii] de 1830, sentencia la muerte verdadera como conclusión a toda vida individual: “¿Qué es el más allá? Nada o, simplemente una bella, pero falsa, esperanza”. Si nos atenemos a las características que Kierkegaard reconoce al hombre, que conciernen a la triple dimensión ética, estética y espiritual, da la impresión de que la fiesta de los toros incluye a las tres o, dicho en otros términos, no se podría entender sin esa triple dimensión y es posible que proceda de ahí la congruencia que se manifiesta a los largo de la historia entre la cultura tradicional católica y la fiesta de los toros.
Si los toreros que se enfrentan a la muerte creyeran en Feuerbach en vez de en Kierkegaard, lo más probable es que entonces sería el final de dicha fiesta.
Desde ahí también se puede llegar a entender la profunda incongruencia existente entre, por un lado, la nueva antropología materialista junto al nuevo animalismo antropomórfico, y, por otro, la cultura tradicional a la que es inherente la fiesta de los toros.
Por último hay que decir algo tan obvio como que, si se erradicara la fiesta nacional para proteger a los toros, no solo desaparecerían los toreros, sino también los mismos toros bravos, los ganaderos, las dehesas y su vertiente didáctica de filosofía práctica para un público capaz de apreciar su ética, su estética y su dimensión espiritual, como paradigma de liberación para vivir por encima del miedo a la muerte.
[i] https://torosdelidia.es/la-fiesta-los-toros/
[ii] KIERKEGAARD, SÖREN; La enfermedad mortal; Alba Libros S.L., Madrid, 2005
[iii] FEUERBACH, LUDWIG; Pensamientos sobre muerte e inmortalidad; trad. y estudio preliminar de José Luis García Rúa; Alianza Editorial, S.A., Madrid, 1993
Hola Carlos. Gracias una vez más por compartir tus reflexiones.
Estoy de acuerdo con el diagnóstico del animalismo pero no con el de los toros.
Respetando las tradiciones, no comparto este análisis. La Fiesta, es como dices una representación de la victoria sobre la muerte gracias al valor humano. Pero es una ficción. Necesita de un profesional del riesgo entrenado (equiparable a domadores, acróbatas, etc) que vive de ello, y a un animal, cuya bravura no es nobleza, cualidad sólo posible en humanos, sino instinto. Esa bravura que no elige, es su sentencia de muerte, pues es necesaria para esa representación.
Ambos, torero y toro, son instrumentos para este espectáculo que tiene sus valores pero que es también un negocio. Mientras el torero elige involucrarse en una lucha que no necesita afrontar (lo cual tiene implicaciones en el valor real de esa valentía) el toro no puede elegir. Dices que el público solo aporta entusiasmo pero me parece obvio que es el auténtico sujeto sin el cual la representación no tiene sentido.
Creo que el catolicismo no tiene relación: Italia no los tiene y Portugal no los hiere ni mata. Por otra parte si no lo tienen los países protestantes es por falta de tradición y lugares de cría,(el uro se extinguió de allí en la pequeña edad de hielo), pero no por un respeto a los animales que históricamente no han mostrado. Finalmente, las dehesas no dependen del toro bravo (ni a la inversa) al menos biológicamente. De hecho los países sudamericanos que tienen el toreo no tienen dehesas.
Creo en fin que el toreo entra en conflicto con el respeto a los animales a los que no deberíamos hacer sufrir por mantener una tradición, a la que no niego los valores que citas, pero cuya razón de ser puede ser sustituida teniendo presente cada día la muerte para valorar más la vida. Utilizar a otra especie para aliviar nuestro miedo a la muerte no es buena idea. Pero yo no lo prohibiría. Las sociedades han de ir evolucionando sin coerciones.
En cuanto al animalismo, estoy de acuerdo en lo que dices. Enmarcado en el ecologismo, la especie humana es declarada enemiga de la Tierra, un virus que todo lo mata, la enfermedad del planeta y por tanto el enemigo de Gaia, la suprema diosa de esta nueva religión que tambien tiene sus profetas, iglesia, dogmas, herejes y una moral, irreal que tiene como efecto último el sentimiento de culpa de existir en tanto humanos. Un profundo resentimiento hacia la civilización, que necesariamente implica el rechazo de nuestra naturaleza racional, pues es el virus que en última instancia daña a Gaia (cuando lo que la daña es el insuficiente uso de la razón).
El resultado es que solo es lícita la existencia para un determinado y reducido número de seres humanos: aquellos que renuncian a su esencia y se animalizan para vivir en armonía en Gaia. Es decir, volver al paraíso terrenal renunciando al fruto del árbol del conocimiento. Una involución vegana que acabaría con la especie y de otras muchas especies que dependen de la nuestra
En términos racionales, los impactos que nuestra sociedad causa sobre el ecosistema han de ser correctamente evaluados en el seno de la ciencia de la Ecología. En este contexto, el respeto por el resto de seres vivos surge, no como un imperativo moral ideológico, como el del ecologismo (que dice respetar a los animales cuando en realidad hace uso de ellos en tanto víctimas), sino como algo necesario para nuestra propia supervivencia. Asi, el cariño sólido y sincero por los animales surge precisamente del uso masivo de nuestras funciones y no de imposiciones morales externas que las culpan. Ese respeto es el que me hace no compartir la fiesta taurina.
Gracias de nuevo. Un abrazo
Hola Ignacio,
Tus argumentos, en oposición a los que expongo en el artículo, son muy difíciles de refutar y tienen posiblemente un valor argumental similar a los que yo mismo planteo. Es un tema muy complejo en el que resulta difícil concluir algo unívoco.
No obstante, en este caso creo que es mi obligación intentar refutar tus argumentos para dar apoyo al propio artículo, cuyo fin principal es poner de relieve el papel de la fiesta de los toros en relación con las actitudes del hombre ante la muerte.
Es indudable que ningún ser vivo puede vencer a la muerte, por lo que no cabe hablar de victoria en ese sentido, pero hay diferentes modos de afrontar esa tragedia de forma que unos se experimentan con miedo y de ahí que la mera previsión perjudica a la propia existencia, y otros, sin embargo, son formas de afrontarla con actitudes que no la dañan.
El miedo a la muerte puede venir de valorar más la muerte que la vida, lo cual parece incongruente ya que la vida pose valor precisamente porque es efímera y a cada paso es contingente.
En cuanto a que la Fiesta es una ficción, no creo que sea exactamente así. Si quieres, puede desenvolverse en un escenario artificial, pero lo que ocurre en el albero me parece muy real.
El hecho de que en la fiesta de los toros circule dinero no es raro ya que cualquier actividad humana lo requiere, pero no me parece que el móvil económico sea el que más prevalezca en todos los que participan en el espectáculo propiamente dicho. Habrá excepciones y circunstancias en que el dinero sea el móvil principal de quienes trabajan en ese ámbito, pero parece haber otros motivos que suelen tener más peso.
Quienes tienen la vocación de torear a menudo lo hacen en el campo, sin necesidad de que les vea nadie o en capeas en las que no reciben ni atención ni dinero. En esas circunstancias en las que están solos ante el toro, no hay ni sangre, ni heridas, ni público, ni dinero de por medio. Parecen experimentarlo como un reto personal al tiempo que disfrutan al hacerlo y tratan de mejorar como en cualquier ámbito vocacional.
Por otro lado, el hecho de que el torero, pudiendo elegir no hacerlo, decida torear no le quita mérito, sino tal vez todo lo contrario, al afrontar asumir voluntariamente el riesgo que conlleva.
También es cierto que con el gran avance de la medicina en las plazas de toros y en los hospitales, ahora mueren muchos menos toreros que antiguamente, lo cual encierra cierta trampa en las corridas actuales y le quita parte de la esencia a la fiesta actual.
Por otro lado, es cierto que el toro no puede elegir, aunque eso ocurre con todos los animales que el ser humano cría para los muchos fines a los que los dedica.
Los toros bravos suelen vivir más o menos libremente en las fincas en las que se crían alrededor de cinco años, antes de ser llevados a la plaza, lo cual no tiene comparación posible con las formas y la duración de la vida de los animales destinados al consumo de proteínas.
Por otro lado, las fincas de los ganaderos que se destinan a ese fin suelen tener decenas, centenas o miles de hectáreas prácticamente vírgenes, lo cual permite su conservación casi como si fueran reservas naturales.
No sé la razón por la que en Italia no hay fiestas con toros, ya que había diversas variedades de las mismas desde tiempos pre-romanos en muchas partes de la península ibérica lo cual implica que son anteriores al proceso de cristianización.
Siendo cierto que el catolicismo no trajo la fiesta de los toros, tampoco las prohibió y, además las asimiló dentro de sus propias fiestas religiosas, como hizo con otros muchos ritos paganos. Recordemos, por ejemplo, que la fecha de la navidad se hizo coincidir con la fiesta pagana de adoración al sol, preexistente de muy antiguo.
Una de las virtudes de la cultura católica puede que sea su asimilación respetuosa de la naturaleza y de toda cultura anterior que no colisionara con su metafísica o con su moral. Así se implantó también en el nuevo mundo, al que, por cierto, España exportó la fiesta de los toros.
Por último, en relación con la conexión del catolicismo con los toros, no creo equivocarme al afirmar que los toreros están formados en la cultura católica y que la mayoría de ellos son creyentes, tienen sus capillas privadas, rezan antes de salir a la plaza, etc.
Al respecto de todos estos asuntos, también me pregunto cuánto tiempo tardaría en extinguirse el toro bravo, si se eliminara la fiesta de los toros dado el coste económico que conlleva su mantenimiento.
Estoy de acuerdo en que no se debe hacer sufrir a los animales por el mero hecho de mantener una tradición, pero la cuestión remite a la razón de la existencia de dicha tradición durante muchos siglos. Las tradiciones, por sí mismas, vacías de contenido, no son nada, y si son algo de verdad se debe a que encierran elementos valiosos que portan las generaciones de personas que las sostienen. Antes de quitarlas hay que examinarlas a fondo para conocer si su razón de ser prevalece sobre la que se aduzca para que dejen de existir.
También debemos considerar que el sufrimiento del toro en la plaza, que es el único que tiene en toda su vida, se limita a ser picado y a que se le pongan banderillas, pero es que sin esos dos modos de mermar su fuerza creo que sería extremadamente difícil el acto de matarlo.
Dicho todo esto, yo también dudo si no sería mejor sustituir las actuales corridas españolas por las portuguesas en las que no se mata al toro ni se le ponen banderillas. Cabe la posibilidad de que esa sea la solución para terminar con tantas discordias, si bien, creo que el momento de entrar a matar es el más peligroso para el propio torero y quitarlo, cambiaría mucho la fiesta tal como ha sido hasta la actualidad.
En todo lo demás que comentas, estoy plenamente de acuerdo contigo.
Muchas gracias por tu comentario, sobre todo porque invita a seguir pensando en este asunto tan complejo.
Muchas gracias por tu contestación y aclaraciones.
Podría matizar algunas cosas pero creo que no es necesario porque, y por eso dije que nunca lo prohibiría, lo que en mi opinión hace de este asunto algo tan complejo es que está cargado de elementos subjetivos y sentimentales que respeto mucho. Creo que en este tema, tan ligado a nuestra identidad, cargado de elementos históricos, culturales, estéticos y épicos, una aproximación exclusivamente objetiva no puede dar cuenta completa de ello.
Hay muchas personas que ven todos esos valores que dices mucho antes que cualquier otra connotación negativa y he de respetarlo. En mi caso, y solo lo he visto en la tele, cualquiera de esas consideraciones se ve empañada y son secundarias a la pena que siento por el toro y también por el torero que se juega la vida.
Un abrazo!