Nadie es propiedad de nadie
Dentro de una campaña publicitaria emitida por televisión contra la violencia de género, de pronto aparece un mensaje impactante escrito en blanco sobre fondo negro: «Nadie es propiedad de nadie».
La frase es tan bella que no cabe dudar de que refleja una alta dosis de verdad, y, además, es pertinente, por cuanto una parte considerable de las muchas formas de violencia conllevan apropiación indebida.
Precisamente, por esa misma razón, la verdad de dicho enunciado no se encuentra de forma generalizada en el orden de la existencia humana, en la que hay tanta transgresión de su significado.
La cuestión, entonces, es ¿de dónde proviene su carácter verdadero? Su origen no puede estar en otro lugar que en el orden de lo que debe ser.
Por ejemplo, si se dijera «Nadie debe apropiarse de nadie» nos acercamos a un plano de indudable contenido moral, aceptando que es posible que alguien se apropie de alguien, o, al menos, que lo intente.
Ahora bien, ese plano moral, si no tuviera fundamento alguno en la realidad, estaría tan vacío de contenido que su enunciación sería arbitraria. Cualquier moral que se precie de ser auténtica, necesita tener su raíz en la realidad.
¿Dónde encontrar esa raíz real del criterio moral «Nadie debe apropiarse de nadie»?
Sin duda, la encontramos en nuestras propiedades como especie. El ser humano no está hecho para ser propiedad de nadie y, de hecho, su autonomía potencial es su principal distintivo como especie.
De ahí que, arrebatársela por cualquier medio, constituya una agresión a su propia naturaleza. Se puede hacer, pero no se debe hacer, y si se hace, se le hace daño.
Dicho esto, también hay que decir que el enunciado «Nadie debe apropiarse de nadie» no debe quedar confinado a combatir una única forma de violencia, aunque pueda servir de paradigma.
Allí donde, tal vez, se produzcan más apropiaciones indebidas de seres humanos es a lo largo de la niñez y de la adolescencia, y, de hecho, dan lugar a graves alteraciones del desarrollo de la personalidad de los afectados, con consecuencias personales que pueden consistir en trastornos de difícil resolución en la edad adulta.
Cuando coloquialmente decimos expresiones como, por ejemplo «mi hijo», «mis padres», etc., se sobrentiende que ese «mi» no indica propiedad alguna sobre tales parientes, y, por lo tanto, uno no tiene derecho a hacer con ellos lo que quiera, sino que se trata de un «mi» que indica una mera relación de ascendencia o descendencia generacional.
Sería gravísimo que un padre o una madre se refiriera a un descendiente suyo en términos de «mi hijo», significando que efectivamente lo considera una propiedad suya, como si fuera de libre disposición para hacer con él lo que desee.
«Nadie es propiedad de nadie» es un axioma referido a nuestra propia naturaleza que no admite excepciones de ningún tipo.