Psicología de la traición
¿A qué obedece la conducta de una persona traidora? ¿A qué llamamos traición? ¿Qué relevancia puede tener para una persona haber padecido a lo largo de su biografía una cierta cantidad de traiciones o haberlas cometido?
En general alguien juzga que otra persona le traiciona cuando cambia, de estar a su favor o cooperando con él en algún proyecto común, a actuar en su contra o en oposición al fin común de que se trate.
Se trata de un giro por el que una persona a la que se cree “amiga” pasa a considerarse como “enemiga”, aunque si profundizamos en ese tipo de cambios el asunto no parece tan sencillo.
En primer lugar, la experiencia que pueda tener una persona de sentirse traicionada es consecuencia de percibir y evaluar una actitud o conducta ajena como opuesta a la que esperaba de ella en una o más circunstancias más o menos trascendentes.
En cuanto a la persona a la que se imputa la traición, puede admitir el hecho de la traición o reaccionar de las formas más diversas como, por ejemplo: que la percepción y el juicio de quien le imputa es irreal o inventado; justificarla en alguna acción previa negativa de quien le imputa; negar los hechos, las acciones o las intenciones que se le atribuyen, etc.
La percepción de una traición, cierta o supuesta, presupone la previsión o expectativa de que la otra persona se comportará dentro de ciertos límites, sujeta a unas reglas o sirviendo a un determinado fin, y, a partir de un cierto momento, su comportamiento excede esos límites, rompe las reglas o persigue fines contrarios o contraproducentes al fin al que se supone que sirve.
Ahora bien, todas esas reglas, límites y fines comunes, a menudo no se hacen explícitos en las relaciones y simplemente se dan por supuestos. Tampoco se suele hacer explícita la razón o el fundamento por el que una persona en unas determinadas circunstancias se sume a un proyecto en común con otra ni, en qué condiciones o por cuáles otras razones, actuará en sentido contrario.
Como vamos viendo la experiencia de la traición es un hecho que concierne a un sistema existencial compuesto de dos o más personas en el que interviene toda la posible complejidad de la personalidad individual, los sistemas de creencias y la cognición de las partícipes, la estructura de las relaciones entre ellas, los fines o motivos del grupo que conformen y las circunstancias en que se dé.
No obstante, la personalidad de quien cierta o supuestamente es traicionado en una relación propiamente personal y la de quien cierta o supuestamente traiciona, suelen tener más peso explicativo que las circunstancias en las que el hecho, cierto o supuesto, ocurra.
Hay personas que presentan una tendencia más fuerte que otras a sentirse traicionadas en sus relaciones personales y el factor principal que lo explica es la fuerza del yo, tanto en la faceta de la dependencia/independencia como en el de la autonomía/heteronomía.
En relaciones personales formadas por dos o más personas con niveles similares de fuerza del yo, la sensibilidad o la reactividad a las posibles traiciones, ya sea alta o baja, tienden también a ser parecidas. Por ejemplo, dos personas con niveles altos de independencia y autonomía tolerarán mejor las posibles traiciones de la otra que si la relación se establece entre dos personas con niveles bajos de fuerza del yo, o cuando una de ellas es muy dependiente y la otra no, por lo que la primera siente una mayor necesidad de confiar en la segunda que a la inversa.
En lo que respecta al proceso por el que suele discurrir la experiencia de una persona que está o cree estar siendo traicionada por otra persona próxima, en principio, la traición que está empezando a experimentar resulta muy difícil de creer, por lo que se tienden a conservar las creencias previas al respecto de la otra parte, ya sea una persona o un grupo. En un segundo momento, comienza la incertidumbre dentro de la cual se examinan las posibilidades, pero primando el deseo de negarla. A continuación, se va polarizando la decisión, a menudo bajo un sesgo pragmático en el que pueda pesar la utilidad de las posibles creencias resultantes, al tiempo que se suele continuar la indagación de la posible verdad de lo sospechado, aunque a veces hay quien opta por la evasión. Pero si se continúa la investigación, a medida que se aproxima la conclusión, los sentimientos asociados a la incertidumbre van cediendo y son sustituidos por los que origina la certeza de que la traición ha ocurrido o, por el contrario, no ha tenido lugar.
No obstante, como antes apuntaba, no todas las personas experimentan la traición del mismo modo e, incluso, las hay propensas a inventar traiciones donde no las hay y, lo que es peor, a creérselas, sobre todo en el ámbito de las relaciones de pareja donde en mayor proporción suelen ocurrir los episodios de celos.
En principio solo puede darse la traición allí donde previamente hay una actitud de confianza de una persona en alguien, en un grupo, en una población, o en cualquier tipo de sujeto que podamos considerar.
Dicha confianza está depositada en las creencias que la persona contiene acerca del sujeto de que se trate, creencias que pueden tener más o menos fundamento en la experiencia vivida en la relación concreta de que se trate, o en creencias de tipo mucho general que operan por defecto, como pueda ser la confianza general en el ser humano, en su bondad, o similares.
Así, una persona que cree en otra o que cree en cualquier otra, sostiene una actitud de confianza acerca del modo en el que transcurrirá o devendrá la relación que tiene o que tendrá con ella.
De hecho, una de las reacciones más intensas que pueden producirse a consecuencia de las traiciones en el terreno de las relaciones interpersonales es la de sentirse perjudicado, herido o dañado, por la violación de determinados pactos o acuerdos a menudo tácitos en asuntos que involucran sentimientos personales intensos y afectan a aspectos sustanciales de la propia vida.
La observación de actitudes elementales de fidelidad y lealtad en las relaciones, que incluyen principios como la franqueza, la honestidad, la coexistencia y la autenticidad, son básicas en toda relación real y, si una relación lo es, se debe a que las dos partes se encuentran unidas de alguna manera en algún proyecto que involucra el bien de ambas.
Por lo tanto, cuando una persona cree estar participando en una relación de tales características, con una exposición existencial y ontológica intensa, y ocurren uno o más eventos que invierten el significado de sus creencias, no es nada raro que se sienta profundamente involucrada como objeto de lo ocurrido.
En tal caso, no es que la otra persona haya hecho algo malo, sino que le ha hecho algo malo a ella y, por lo tanto, por ser ella y no otra. De ahí, la auto referenciación resultante.
Pero eso no siempre es así. A menudo, una persona puede generar su confianza en una o más de sus relaciones a partir de lo que ella misma haga, en cuyo caso, la confianza no se funda en la otra persona, sino en ella misma.
Si una persona opera como sujeto de la relación con otra puede hacerlo de muchos modos, unos bastante más benignos que otros. Por ejemplo, alguien puede confiar plenamente en su capacidad de manipulación, compra, seducción, control, etc., sobre otra, lo cual le permite creer que la relación discurrirá según sus propios deseos y, en cierto grado, puede prescindir del conocimiento acerca de cómo sea la otra persona.
No obstante, también hay modos benignos de sustantivación en primera persona de una relación, de índole más infantil, que se fundan en creencias del tipo «si yo me porto bien con una persona, ella se portará bien conmigo».
Es obvio que, en estos distintos modos de generar confianza, ignorando el modo de ser de la otra persona, el riesgo de posibles frustraciones tiende a crecer, aunque las reacciones en los casos benignos suelen ser muy diferentes a aquellos otros fundados en tomar a la otra persona como objeto de las propias operaciones.
En los benignos la persona se siente propiamente traicionada y herida en sus sentimientos, mientras en los otros, la frustración directamente produce agresividad, pero no exactamente sentimientos de haber sido traicionada, dado que la otra persona no es vista como sujeto de lo ocurrido.
Ahora bien, el ámbito de la traición es mucho más amplio que el ceñido a relaciones personales concretas, de pareja, de amistad o similares.
En un orden mucho más amplio de relaciones como son las sociales, una persona suele esperar de otra un determinado modo de comportarse debido a los roles sociales institucionalizados que tienen ambas como, por ejemplo, el caso de un abogado y su cliente, de un representante político y su votante, de un investigado y un juez, un médico y un enfermo, etc.
En este terreno las creencias que constituyen la confianza tienen su correlato en que los roles correspondientes se verificarán de hecho en los correlativos modos de conducirse.
Cuando la persona se considera traicionada por su médico, su abogado, el juez que le ha tocado, el político al que votó, etc., tenderá a buscar justicia en las instituciones públicas o a cambiar de sujeto cuando le resulte posible, pero generalmente no caerá en la creencia de que la traición se personaliza en ella misma.
Ahora bien, también pueden producirse experiencias de traición en planos todavía más abstractos o universales como es el caso de los sistemas de creencias poblacionales.
Pensemos en una población que comparte una determinada cultura constitutiva de su propio orden social, de sus costumbres, reglas, etc., todo lo cual se puede especificar como un sistema de creencias nuclear de una concreta mentalidad cultural.
A partir de un cierto momento, una parte de quienes ejercen tareas de gobierno, autoridad o poder empiezan a introducir cambios estructurales con el fin de cambiar las creencias nucleares que constituían dicha cultura, y proponen o establecen nuevas finalidades sociales que contravienen las que caracterizaban la originaria de conservación del sistema sociocultural y la supervivencia de dicha población.
Este tipo de alteraciones que son las revoluciones propiamente dichas no emergen históricamente de la propia cultura original, sino que proceden de culturas o ideologías exógenas, por lo que en sus inicios pueden considerarse como traiciones socioculturales efectuadas por el subconjunto de la población que las promueve.
La parte de la población que mantenga su fidelidad a su arquetipo cultural podrá sentirse traicionada por la otra parte que pretenda romperlo, pero si a la postre triunfa la revolución, la parte de la población que siga fiel a sus orígenes será la juzgada mayoritariamente como la que traiciona a los nuevos intereses, finalidades y dogmas establecidos, y, por lo tanto, al nuevo orden social.
En este tipo de procesos generalmente muy beligerante, que son mucho más frecuentes de lo que pueda parecer, se comprueba de forma experimental la influencia que la denominada opinión pública ejerce sobre las creencias humanas, y estas sobre las perspectivas tan cambiantes que pueden prevalecer en lo relativo a la fidelidad y lealtad que se deba guardar en diversas circunstancias.
Por otra parte, la pertenencia de un individuo a un sistema social puede darse de manera voluntaria y también de forma involuntaria. Es voluntaria cuando los motivos del individuo coinciden o son congruentes con los fines del sistema al que pertenece. Es involuntaria cuando los fines del individuo son contrarios al sistema al que debe fidelidad.
Ahora bien, ¿tiene sentido hablar de la fidelidad como de algo que se debe o no se debe?
En principio, se debe fidelidad a un sistema cuando aporta a la persona la mayor parte de los medios de vida y existencia de que dispone, por el simple factor de la reciprocidad o de la justicia retributiva, aunque dicho factor no se corresponde con ninguna ley natural de necesario cumplimiento, sino que pertenece al ámbito moral.
Por extensión, comprobamos que la infidelidad que se da en el terreno de las relaciones personales también atañe a la dimensión moral, pero su especificación es más compleja de lo que parece.
Por ejemplo, en el caso de las relaciones de amistad ésta hay que tratar de definirla correctamente, no como una mera relación de ayuda recíproca en variadas circunstancias como se suele entender, sino como una relación que se puede dar entre dos personas que comparten los mismos o similares principios.
Cuando hay verdadera amistad, esa comunidad de principios que la caracteriza implica que una de las partes no puede traicionar a la otra sin traicionarse a sí misma ni, por tanto, un amigo puede dañar al otro, sin dañarse él a sí mismo. En este caso el bien común es similar a los respetivos bienes individuales.
Si, por el contrario, entendemos la amistad como una mera relación de prestación de ayuda recíproca, puede darse el caso de que, cuando uno de los dos solicite ayuda del otro para la consecución de algún fin que éste no comparte e incluso que es contrario a él mismo, no le preste la ayuda solicitada, lo cual podría ser valorado por el primero como traición hacia él, mientras el segundo lo vería como fidelidad a sí mismo. Pero ¿quién traiciona a quién? ¿El que demanda del amigo algo que le hará daño o el que no presta la ayuda para no dañarse a sí mismo?
En el ámbito de las relaciones estables de pareja hay que volverse a plantear qué es una verdadera relación de pareja más allá de convenciones, circunstancias, intereses y demás factores que puedan participar en su formación.
En la relación natural de pareja parece prioritaria la finalidad reproductiva en la que tiene un peso determinante la atracción sexual y, por lo tanto, su ubicación en el orden biológico está clara, pero en nuestra especie no se reduce a ella.
La diversidad humana de formas de ser es tan amplia que la conducta de los individuos de nuestra especie, todos diferentes en un grado notable, no tiene nada que ver con la conducta estándar que puedan esperar de manera recíproca los miembros, machos y hembras, de otras especies.
En el reino animal, las características físicas de los miembros de las parejas reproductivas, sus estados de celo, las condiciones ambientales en relación con la reproductividad, sus instintos, etc., componen la totalidad de los factores que determinan la formación de las parejas reproductivas.
Uno de los factores más relevantes que hay que considerar en las relaciones humanas de pareja, en relación con la conveniencia de su estabilidad temporal, es la extensa duración que conlleva la formación de los hijos hasta que acceden a una capacitación suficiente para vivir y existir por sí mismos en el mundo.
Además, para llevar a cabo esta dimensión reproductiva/formativa/emancipadora, que es muy compleja, es necesario, o al menos obligado, que los dos miembros compongan un equipo coordinado cuyas dedicaciones produzcan un efecto sinérgico que facilite la tarea.
Ya no se trata del bien común de ambos, sino del bien común de la pareja y el de su descendencia, y esto no es tan fácil como parece.
En este campo, el factor de la fidelidad al grupo y a su causa, resulta esencial para llegar a buen puerto, por lo que cualquier traición que se produzca suele ser muy perjudicial para todos los integrantes.
Ahora bien, la infidelidad, la deslealtad y la traición que ocurra en cualquier ámbito puede producirse con falsedad y alevosía o sin ella, aunque generalmente ocurre con ella, en especial durante una primera fase que suele ser mucho más larga que aquella otra en la que se manifiesta con mayor cantidad de indicios y que es en la que se puede descubrir con menor dificultad.
Una característica muy significativa que emerge al examinar los criterios por los que se concluye que ocurre alguna traición, es su aparente relativismo, derivado de juzgar la acción examinada poniéndola en un sistema de referencia en el que la acción se carga de su significado en términos de lealtad o, en su caso, deslealtad o traición.
Por mi parte lo que creo es que las traiciones a personas, grupos, sociedades, o cualquier sistema de que se trate, siempre o casi siempre llevan el componente de la traición a sí mismo, pero no en el sentido de que se traicionen los propios intereses, motivos o voluntades, que son los factores volitivos que anteceden a cualquier tipo de acción, sino en el sentido de traicionar el componente real que pueda tener el propio sistema de referencia interno.
La fidelidad al ser, al bien, la verdad y la belleza, que conllevan la fidelidad a una verdadera existencia, no puede reducirse a la fidelidad concreta hacia uno mismo, dado que son principios que explican la existencia de todo lo real, por lo que o son universales o no son nada.
No obstante, esto no debe confundirse con que deba prestarse lealtad a todo lo exterior, ya que aquello que sea sustancialmente anti-real es exactamente lo que se debe contrariar y, lamentablemente, en la actualidad suele ser a lo que más lealtad se presta.
Además, por regla general, cualquier persona constituida con un cierto grado de determinantes reales llevará peor el hecho de traicionarse a sí misma o, incluso, de traicionar a otros seres o sistemas reales, que ser ella misma traicionada por otros, en lo cual vuelve a cobrar importancia el carácter sustantivo del propio ser frente a su dimensión objetual.
En cuanto a los efectos a medio y largo plazo de la traición puede dar lugar a un incremento del escepticismo o de dificultad de creer en algo, a cambios en las propias actitudes de relación, a determinados cambios cognitivos, y a posibles resentimientos hacia el sujeto de la traición, que puede focalizarse en uno mismo o en otros sujetos, ya sean personas, grupos, instituciones o de cualquier tipo al que se atribuya lo ocurrido.
Un mundo plagado de traiciones pierde solidez, se licúa, se caracteriza por su laxitud, pierde definición, se torna ambiguo y confuso, etc., todo lo cual se puede trasladar a las propias creencias, dificultar su producción y, en consecuencia, debilitar a quienes lo integran.