Blog de Carlos J. García

¿Qué es el hombre?

En primer lugar, el hombre es el único ser vivo que conocemos capaz de hacerse esa pregunta. Se pregunta por él mismo. Es capaz de auto-cuestionarse, de tratar de conocerse y de cobrar conciencia del ser que es.

La pregunta « ¿qué es el hombre? » la efectúa un sujeto de la acción de preguntar, que es, al mismo tiempo, el objeto de la pregunta.

Además, esa pregunta auto-reflexiva, aparentemente sencilla, abre un panorama tan complejo que es como asomarse a un mirador cuya vista es la del universo al completo, e incluso, lo trasciende, al incluir su origen como una posible explicación que está todavía más lejana.

Por otro lado, algunos de los filósofos que han merodeado en torno a esta pregunta, como son los existencialistas Heidegger y de Sartre responden que el hombre es nada. Esta negación lleva implícita la tesis de que solo existen las acciones que demuestran la libertad absoluta del hombre que es nada, ya que emergen espontáneamente sin razón ni sujeto alguno que las produzca.

Ahora bien, si fuera así, si el hombre no es, o no es nada, dicha pregunta sería improcedente, pero entonces tal vez se pudiera decir que el hombre es aquello que se hace preguntas improcedentes acerca de sí mismo, por lo que negar su ser conllevaría una contradicción.

A pesar de las muchas dificultades de todo tipo que plantean esas formas de pensamiento que, como veremos, calan hondo en nuestra cultura, ninguna otra cosa aclararía más nuestra condición y nuestras vidas, relaciones, sociedades, actividades, y, en general, el mundo en el que participamos, que encontrar alguna respuesta sensata y convincente a la misma.

Un primer problema es si tenemos una naturaleza constitutiva, con una hechuras, características, propiedades, etc., o si, por el contrario, somos materia prima que adquiere cualquier posible forma en función del medio en el que se ubique.

A esto he de responder que nuestra naturaleza está abierta a muchas posibilidades de modos de ser pero, en ningún caso, son ilimitadas.

El ser humano presenta una constitución que requiere un largo proceso de formación hasta que desemboca en un modo de ser, pero si el entorno formativo no respeta los límites tolerados por esa constitución, los resultados contendrán disfunciones, discapacidades y anomalías psicológicas e, incluso orgánicas, perjudiciales, en grados que pueden ser extremos.

De hecho hay dos clases fundamentales de atmósferas formativas, que son, en primer lugar, aquellas que genera el amor aplicado de forma racional, y en segundo, las que genera el poder con sus múltiples formas de violencia.

Así, si el hombre fuera materia prima, resultaría indistinto que se le aplicara cualquiera de las dos clases de atmósferas ya que no se vería dañada su funcionalidad general por ninguna de las dos, pero no lo es, sino que posee una naturaleza sujeta a unas necesidades biológicas y psicológicas que deben satisfacerse.

Dicha formación solo puede dársela un entorno familiar. Su formación expuesta a entornos no predispuestos, no afectivos, hostiles, públicos, o inestables que introduzcan cambios frecuentes de cuidadores, y escasa vigilancia situacional, no aportan la seguridad vivencial básica para que el ser humano se forme convenientemente.

En ese entorno familiar afectivo, el niño necesita unos umbrales mínimo y máximo de estimulación ambiental para su desarrollo neurológico y psicológico del que dependerá su capacidad de comunicación con el entorno y otras funciones importantes.

La naturaleza del ser humano está abierta a un campo de posibilidades de realización que se irán abriendo o cerrando a lo largo de un periodo temporal significativamente extenso en relación con su esperanza de vida. Si todo va bien, su desarrollo real puede abarcar prácticamente toda su vida conservando, por otro lado, su propia identidad a lo largo de todo el proceso.

Pero, al contrario de lo que dijo Sartre de que el hombre es nada (una nada en absoluta libertad de acciones), es un ser definido que mientras se desarrolla y progresa produce acciones, si todo va bien, cada vez más reales.

Como el ser humano es un ser interpersonal que es formado —y forma a las nuevas generaciones— llevando a cabo su vida en contextos familiares y sociales, debemos preguntarnos acerca de si su carácter es individual, social o una mezcla de ambos.

En el caso de que fuera un individualista ilimitado que suprimiera todo condicionamiento interpersonal o social de las acciones que llevara a cabo, daría lugar a la desaparición de la especie en una sola generación.

En el otro extremo, si el ser humano solo se rigiera por la subordinación social o emitiera sus acciones totalmente condicionado por el grupo social al que perteneciera, dentro de un orden férreo como el de una comunidad de abejas, perdería por completo su proactividad, renunciaría a la función de tomar decisiones, y cedería toda su sustantividad a la comunidad que la ejercería por él, lo cual daría lugar a una identidad no de ser, sino de ser parte de un engranaje contextual mecánico sin libertad de movimientos de ningún tipo.

Claramente podemos decir que está mal que un individuo tiranice a un grupo y, también, que un grupo tiranice a un individuo, ya que tiranizar consiste en sustraer a otro/s del dominio de sus propias funciones naturales.

Y si eso está mal, habrá otras modalidades de existencia que estén bien o, por decirlo con más precisión, que sean bienes intrínsecos o formas de vida buenas en sí mismas.

Esa función de valoración moral es exclusiva de nuestra especie a diferencia de los animales que no disponen de la capacidad de distinguir el bien del mal y poder obrar en consecuencia. Están genéticamente programados en la defensa de la vida a gran escala dentro de sus limitaciones de influencia en el sistema.

En este y otros muchos terrenos —como el anteriormente citado de la educación—, podemos vislumbrar una nueva función humana de la que carecen otras especies, que consiste en poder saber o reconocer lo que debe ser y lo que no debe ser.

Ahora bien, dicha capacidad de distinguir algo tan extremadamente metafísico no tendría sentido si faltara la capacidad de la intelección racional de la que dispone el hombre a diferencia de otras especies, la cual no se trata de una racionalidad segregada de principios, de fines y de valoraciones, sino que discurre dentro de ellos.

El ser humano dispone de muchos más recursos para existir que los meramente físicos o los rudimentos instintivos de los animales. Bastaría con que empleara su inteligencia al servicio del conocimiento de las cosas ─y de su comunicación a otros─ en la medida de lo posible, para descubrir las cosas que son buenas en sí mismas y también las que son malas, y, a partir de ahí conducir correctamente su vida.

Ahora bien, el mayor problema humano radica en el ejercicio del poder y sus múltiples formas de violencia en todos los órdenes de relación, lo cual atañe tanto a la sustantividad como a la identidad.

La concepción desigual de los seres humanos en términos de superioridad e inferioridad asociadas a dominio y subordinación, que se establezcan por creencias narcisistas con fundamento en el grupo étnico, en el familiar, el nacional o cualquier otra pertenencia social, resulta devastadora en términos de derechos y privilegios sociales.

La naturaleza humana es la misma para todos los miembros de la especie y se trata de una naturaleza extraordinaria precisamente por su carácter sustantivo, la capacidad cognoscitiva, la responsabilidad sobre las propias acciones, la intuición moral, la conciencia de sí misma, la coexistencia interpersonal, su capacidad para influir en la naturaleza exterior a ella misma, y tantas otras peculiaridades que obliga, en la práctica, a reconocerla en todos los miembros de la especie, y, por lo tanto, a la renuncia de toda creencia pragmática contraria a dicha valoración.

En líneas generales la expuesta es la concepción católica de lo que se entiende por persona, que también asimiló nociones platónicas y aristotélicas.

Es posible que la mejor aportación de la visión católica fuera esa perspectiva universal de la dignidad humana, asociada a las condiciones sociales del ser humano entendido como persona, de la que arrancaba un deber ser en el que primara el amor entre las personas, y de ahí el establecimiento de la cooperación entre ellas, como fundamento de la organización social, sin disolución alguna de la sustantividad personal.

También sabemos que las revoluciones protestantes, luterana y calvinista del siglo XVI rompieron con esa mentalidad, retornando a creencias (o generándolas) como la de los pueblos o los individuos elegidos por Dios frente a aquellos que inexplicablemente eran denostados o condenados por Él.

Se podría decir que nuestra civilización occidental no ha cesado de experimentar revoluciones internas, a partir de las protestantes que dieron comienzo a la rotura de la unidad cristiana. Las que siguieron, de las más importantes fueron la Revolución Inglesa (1642-1653), la Revolución de las Colonias Americanas (1776-1783) y la Revolución Francesa (1789-1804)[i], las tres anti-monárquicas y esta última con una importante dimensión ateísta o anti-religiosa.

Bertrand Russell[ii], en referencia a las corrientes de pensamiento del siglo XIX derivadas de tales revoluciones liberales (que se conocen como burguesas), dice lo siguiente:

«De este modo surge, en los que dirigen los negocios o en los que están en contacto con ellos, una nueva creencia en el poder: primero, en el poder del hombre en sus conflictos con la naturaleza, y, luego, en el poder de los gobernantes frente a los seres humanos, cuyas creencias y aspiraciones tratan de controlar por la propaganda científica, especialmente la educación. El resultado es una disminución de la fijeza; ningún cambio parece imposible. La naturaleza es una materia prima; lo mismo es la parte de la raza humana que no participa efectivamente en el gobierno. Hay ciertos conceptos viejos que representan la creencia de los hombres en los límites del poder humano; los dos principales son Dios y la verdad. (No quiero decir que estos dos estén lógicamente relacionados.) Tales conceptos tienden a disolverse; si no explícitamente negados, pierden importancia y se conservan sólo de un modo superficial. Toda esta actitud es nueva y es imposible decir cómo se adaptará la humanidad a ella. Ya ha producido inmensos cataclismos y sin duda producirá otros en el futuro. Idear una filosofía capaz de contener a los hombres intoxicados por la perspectiva de un poder casi ilimitado y también con la apatía de los que no tienen ningún poder es la tarea más apremiante de nuestro tiempo.» (pp. 783-784)

Lo que emergió de aquella enorme revolución fue la cultura de la modernidad derivada de la supresión del cristianismo y un cambio de la noción de ser humano, que pasó de ser persona a ser individuo o, mejor dicho, a profesar una identidad individualista.

El enfoque liberal o burgués, incluye ya el antropocentrismo sin límites al poder humano, tal como apunta Russell; agrega la concepción que luego recogió Sartre de carecer de naturaleza o esencia, siendo pura libertad de acción; carece de obligaciones y deberes y rechaza todo orden común y todo vínculo.

Se trata de una autonomía individual fundada en una ceguera de la realidad personal y social que no tiende a buscar lo bueno en sí, sino a satisfacer el propio interés y lo apetecido.

Las consecuencias sociales producidas por esa mentalidad fueron devastadoras, comenzando por una pugna de todos contra todos en competencia neodarwinista, la explotación laboral, las tremendas desigualdades, etc., lo cual desembocó en un auténtico caos con su consiguiente inestabilidad social.

De entre las variadas reacciones que suscitó esa etapa liberal, debemos destacar el giro copernicano en la noción de ser humano ocurrido dentro del marxismo y las revoluciones obreras.

El hombre pasa de “realizarse” por medio de sus actos libres, a “realizarse” por medio de sus deberes impuestos por una colectividad y más específicamente cumpliendo con el rol que le toque hacer en el proceso productivo.

Así se concibe como una partícula social absolutamente regida por el sistema imperante que, por otra parte, es rígidamente jerárquico, lo cual implica ser el eslabón de una cadena de obediencia y mando dentro de una burocracia descomunal.

Pero, en sí mismo, el hombre es igual de nada que en su concepción liberal. Solo varía en que es un conjunto de acciones, libres en el primer caso y subordinadas en el segundo.

De estas dos últimas perspectivas no es extraño que emergiera el conductismo en el que se conciben las conductas o las respuestas sin sujeto que las efectúe y tratan de explicarse por estímulos ambientales.

Por último, hemos llegado a la noción de hombre que se está produciendo en la actualidad.

Ya queda muy lejos la concepción del hombre como persona, algo menos lejos la del hombre como sujeto individual, y todavía cerca la del hombre como partícula social.

Aunque es difícil aseverar con exactitud, precisamente por la cercanía perceptiva de algo tan complejo, en mi opinión, la noción actual del hombre implica, más que nunca, la noción de que es nada, padece la ilusión de ser libre y está cerca de ser más esclavo que nunca, mientras el amor ha desaparecido casi por completo, las relaciones interpersonales están cargadas de ficciones, la comunicación está mixtificada, la mayor parte necesita imperiosamente ser tenida en cuenta por una conciencia ajena para sentir que existe, y depende mucho más que nunca de todo lo exterior.

El materialismo se ha acentuado, el culto al cuerpo, la prolongación de mentalidades infantiles con especial predilección por jugar en lugar de tomarse la vida en serio, el desprecio a la adultez y a la vejez, la ocupación intensiva en ganar dinero, el imperio total de los derechos sobre los deberes…

Además, la noción de la propia existencia está confinada a un presente muy limitado, sin expectativas de trascendencia de ningún tipo y se aborrece inspeccionar la historia o el pasado. Está muy potenciado un hedonismo Carpe diem como modo de refugio para soportar una vida insulsa, aburrida e intrascendente en la que son minoría los que le encuentran un sentido, una razón o un fin.

Se trata de un ser humano muy debilitado que, en el fondo, no sabe apreciar la vida en su más pleno sentido trascendental.

De todo lo expuesto se desprende que la noción que el hombre tenga del hombre es la que acaba imponiendo su modo de existencia y la robustez o fragilidad de su propio ser. Al fin y al cabo la idea que uno mismo tenga del ser humano es una parte muy relevante de la propia identidad personal al completo.

 

[i] Periodos aproximados

[ii] RUSSELL, BERTRAND; Historia de la Filosofía; trad. Julio Gómez de la Serna y Antonio Dorta del original de 1945; prólogo de Jesús Mosterín cedido por Espasa Calpe, S.A., RBA Coleccionables S.A., Barcelona, 2005

4 Comments
  • Ignacio Benito Martínez on 27/02/2020

    Está claro que todo el ideario sobre el que se basa el progreso está dedicado a convertir al hombre en algo que no sea hombre, sin sentimientos ni nada que recuerde que antiguamente éramos personas capaces de amar, de pensar, de respetar la verdad, e incluso de disfrutar con todas aquellas cosas buenas que este mundo aporta… en definitiva de ser personas.
    En la actualidad, y en el mal llamado progreso, solo importa el aparentar, hasta el punto de que si quieres contrarrestar esto, te encuentras un montón de obstáculos y trampas artificialmente implantadas.
    Por lo que describes en muchos de tus artículos, esta transformación del «Ser Humano» en «Nada» lleva siglos preparándose, y de forma exponencial en los últimos siglos, siendo algo cada vez más acuciante…
    Se ha creado «la tormenta perfecta» en la cual hundir a los últimos seres humanos…
    Pero por otro lado a muchos seres humanos de verdad no va a quedar otra opción que rebelarse…

    • Carlos J. García on 05/03/2020

      Es obvio que la naturaleza real del ser humano está siendo ninguneada de todos los modos posibles, lo cual es base fundamental de una etapa de decadencia muy acusada de la civilización de la que provenimos.
      Esa preponderancia de las apariencias sobre la autenticidad es un síntoma más de la tiranía social que se está imponiendo a un ritmo progresivamente acelerado.

  • Nacho on 05/03/2020

    Muchas gracias por este nuevo magnífico artículo Carlos.
    Tan sólo quería enfatizar algo importante. La disposición a ayudar, cooperar, asistir, construir, aquello que en definitiva es amar, solo puede provenir de una manera genuina (realmente altruista) si la persona llega a comprender que todo lo importante que necesita ha de buscarlo exclusivamente en sí misma. Si nada realmente malo o realmente bueno puede venir de los otros carece de todo sentido ejercer poder sobre ellos. Esta visión autosuficiente, autofundamentada, independiente, tan importante para su propio equilibrio y felicidad, es también clave para construir sociedades sanas basadas en la cooperación.
    Pero esto no es sorprendente; no hay un solo ser vivo no gregario que no fundamente en sí mismo su propia existencia. Y cada especie lo hace usando aquellos recursos con los que la naturaleza le ha dotado. Y el ser humano no es una excepción.
    De ahí la enorme importancia de este magnífico artículo. Comprender lo que somos es vital para saber cómo vivir vidas con sentido y, en consecuencia aunque subsidiariamente, crear sociedades sanas.
    Y lo que somos no es más que una especie, de cualidades físicas muy mediocres, pero con la capacidad única de comprender el funcionamiento de la realidad. Un recurso inmenso pero que necesariamente implica la casi completa desprogramacion instintiva, lo que nos ‘condena’ a aprender también qué somos nosotros. Algo que tú nos has ayudado a comprender a través de tus escritos.
    Mil gracias y un abrazo

    • Carlos J. García on 05/03/2020

      Hasta hace algunas décadas en las culturas tradicionales la sociedad se entendía como un conjunto de personas que compartían el fin del bien común, el cual, obviamente no excluía que cada persona estuviera movida por muchos otros fines diferentes compatibles con aquel. Por lo tanto, las sociedades se componían de personas, que, a su vez, componían familias, grupos, etc.
      Al contrario de esto y, coincidiendo con la desaparición de la persona, la sociología cambió esa noción de sociedad por la de que era el conjunto de clases sociales, obviamente con predominio de la perspectiva marxista de la lucha de clases.
      Pero, también, la perspectiva funcionalista liderada por Émile Durkheim, (brazo derecho en materia educativa de Augusto Comte) en su obra “Educación y sociología” de principio del siglo XX, postuló la disolución de la persona en el grupo y la supresión de todo individuismo, definiendo la educación como la socialización de los jóvenes a manos de los adultos y, por escuela, un microcosmos social. Según este planteamiento había que transformar al ser egoísta y asocial que acaba de nacer, por otro, capaz de llevar una vida social.
      En Durkheim, como representante del paradigma “educación=socialización”, la educación acontece como un modelo de privación de libertad del individuo, su progresiva domesticación por el grupo, su anulación sustantiva y su consiguiente necesidad imperiosa de que sea el grupo el que gobierne a la persona quedando destruida en sus aspectos más característicos. El “ser egoísta y asocial” al que alude Durkheim, al igual que aquel hombre individualizado al que aludía Augusto Comte, cuando se referían a seres humanos, no se parecen mucho a los seres humanos de verdad.
      Con estas ideologías la persona desaparece, ya que no se concibe que un ser humano sustantivo se rija por principios que le enriquezcan a él mismo y a la propia sociedad de forma compatible y conjugada.
      Entre una población de individualistas egocéntricos y hedonistas incapaz de conformar una sociedad propiamente dicha y una población de entes despersonalizados, carentes de autogobierno de cualquier tipo, que solamente pueden vivir en un comunidad orgánica a la que no pueden aportar más que su propia subordinación radical, se encuentran las sociedades sanas compuestas por personas que se rigen por criterios reales, tanto en sus actividades individuales como en las sociales.
      La visión de la naturaleza humana que comparten las dos aberraciones mencionadas, es la de una malignación fundamental del ser humano al que parece necesario tiranizar socialmente para que no haga daño a los demás, la cual, por cierto, es la que previamente postuló Juan Calvino.
      La moraleja de ese enfoque es que, dado que el ser humano es malo por naturaleza hay que convertirlo en nada para que no pueda serlo. Y así nos va.

      Te agradezco mucho tu comentario. Un abrazo.

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