¿Qué percibimos?
La percepción de cualquier cosa equivale a tener conciencia de ella. Algo aparentemente tan sencillo y realmente tan complejo que, si no nos detenemos a pensarlo, nos parecerá erróneamente como una especie de reflejo automático.
Lo primero que hace falta para percibir alguna cosa es disponer de un «yo» que pueda percibirla.
Ahora bien, tal «yo» tampoco está ahí por arte de magia. Emerge de un ser vivo que ha de pasar por múltiples vicisitudes internas y externas hasta que comienza a disponer de la capacidad de efectuar las tareas que son propias de él, entre las cuales está su papel en la tarea de percibir alguna cosa.
Hasta entonces, la inconsciencia de las propias sensaciones deja al propio ser en un estado de total oscuridad, tanto de lo que pasa dentro de él, como de lo que hay u ocurre fuera de él.
La percepción es un hecho dual que concierne al ser que percibe y a la cosa percibida, y además, a las propiedades y limitaciones de ambos polos que componen dicho acto: el ser y las cosas.
En lo que concierne a las cosas, podríamos ser tan torpes como para creer que aquello que podemos percibir es todo cuanto hay. Dicho en otros términos, creer que todo cuanto realmente existe posee unas propiedades susceptibles de entrar por nuestros órganos sensoriales y de ahí hacerse consciente para nosotros.
Las limitaciones de nuestros órganos sensoriales son las que determinan la clase de sensaciones que podemos experimentar, y, a partir de ellas, lo que podamos percibir. Hay rangos de sensibilidad que escapan a nuestra detección, por la vista, el olfato y el resto de sensaciones. De las cosas que no emitan estímulos que caigan dentro de dichos rangos, incluyendo el uso de aparatos, no sabremos nada.
Pero, además, puede haber múltiples tipos de cosas cuya emisión de información acerca de su existencia, no tenga nada que ver con las cinco clases de sensaciones que podemos experimentar.
Ante este panorama, no solo podemos inferir que hay más cosas de las que podemos percibir, sino que también podemos inferir lo contrario, es decir, que no hay ningún tipo de cosa más aparte de las que podemos sentir.
Además habrá quien crea que ante este tipo de cuestiones, lo mejor es admitir que no podemos saber nada, es decir, adoptar una postura agnóstica y no mojarse, lo cual parece muy racional pero no lo es.
La cuestión remite a creer que podemos percibir todo lo que hay, o creer que hay más cosas de las que podemos percibir.
El modo de concebir el mundo en uno u otro sentido y la actividad derivada de adoptar la actitud correspondiente nos conducirán por caminos diferentes y, además, influirá seriamente en nuestro propio modo de ser, de conocer y de existir.
Es posible que tan legítima sea la creencia en una totalidad ceñida a lo conocido hasta ahora, como la que deja abierta la puerta a una totalidad por conocer o que no llegaremos a conocer jamás, pero no es posible lógicamente adoptar la postura escéptica.
O hay más cosas o no hay más cosas. Ante esta disyunción no se puede suspender el juicio.
Por otro lado, está la cuestión de diferenciar las sensaciones de las percepciones.
Las sensaciones son nuestras reacciones a los estímulos que impactan en nuestros órganos sensoriales, internos y externos, ya sea que su origen sea nuestro propio organismo, ya sea de las cosas que hay fuera de nosotros.
Pero no percibimos sensaciones sino ideas arduamente elaboradas a partir de tales sensaciones.
Cuando experimentamos la sensación que procede de una cosa que hay ante nosotros, dicha información accede a un “cajón” de nuestra memoria en el que están almacenadas todas las sensaciones que hemos tenido de esa cosa o de esa clase de cosas.
Dicho “cajón” es exactamente la idea que tiene a dicha cosa como su correlato real.
Es obvio que dicha idea de una cosa puede ser más o menos acertada, pero se activará igualmente por la estimulación correspondiente.
¿Se activará siempre que se active alguna sensación que nos llegue de ella? La respuesta es negativa.
Será el propio «yo» quien decida si la atiende o la desatiende, en función de la importancia que tenga en relación con la propia existencia.
El papel del «yo» en la conciencia de las cosas consiste en permitir que el proceso perceptivo, de algo que hay o que ocurre, se active o desactive en cada caso según la relevancia de las sensaciones que experimente el propio ser.
Por ejemplo, si está pensando en algo y recibe una sensación que detecta un peligro inminente, como un ruido intenso, detendrá el curso de su pensamiento y se ocupará de ser consciente del ruido y de su origen.
De hecho el propio ser efectúa múltiples tareas automáticas mientras el «yo» se ocupa conscientemente de aquello que en cada caso juzgue como más importante. Así, aprovecha la función de la conciencia del modo más eficiente, incluso en términos de gasto de energía, ya que la conciencia, aparte de tener una capacidad limitada, implica un mayor gasto energético que los procesos automatizados.
Ahora bien, el enorme sistema informativo que subyace a estos procesos es la clave de lo que podemos percibir y de lo que no.
Las ideas son producto del conocimiento y de otras muchas fuentes como, por ejemplo, de los mensajes que recibimos o de nuestra propia imaginación, por lo que no toda idea es un medio para percibir alguna cosa.
Por lo tanto, las ideas no bastan para percibir cosas. De hecho, si juzgamos que no tienen referente real alguno, carecen de todo valor.
Para que nuestras ideas tengan algún papel en nuestra vida, han de convertirse en creencias y, desde luego, no a toda idea le reconocemos correlato real.
Nuestras creencias constituyen el sistema desde el cual percibimos y desde el cual existimos, lo cual significa que constituyen nuestro verdadero vínculo con la realidad y con nuestra existencia.
La realidad y la existencia son los factores que constituyen nuestro sistema de creencias. Neguemos la realidad y no creeremos absolutamente nada, y si no creemos nada, ni percibiremos nada, ni seremos nada.
Pues bien, las creencias que nos vinculen a la realidad antes que creencias han de ser ideas y cuanto mejor seamos capaces de elaborarlas por medio de la función de conocimiento, tanto más se fundarán en la realidad.
Ahora bien, no solo nuestras creencias dependen de nuestro conocimiento, sino que nuestro sistema de creencias irá siendo, cada vez más, el factor determinante del conocimiento que seamos capaces de hacer de ahora en adelante. Es decir, no es solo que nuestras creencias dependan de nuestro conocimiento, sino que el conocimiento que hagamos depende a su vez de nuestras creencias.
Es obvio que, el factor clave del valor de realidad de nuestras creencias, reside en su carácter de ser verdaderas o falsas.
Cuantas más creencias falsas tengamos peor conoceremos y, por lo tanto, menos podremos percibir la realidad, y cuanto menos percibamos la realidad, tanto menos verdaderas serán nuestras creencias.
No obstante, el peligro mayor no se ubica en el conocimiento fundado en las sensaciones físicas que rara vez nos engañan, sino en dar crédito a los mensajes que nos transmitan otras personas por el simple hecho de creer en ellas.
Aunque no se hable de todo esto en lo que actualmente se considera importante en nuestra civilización, lo cierto es que es la clave de los derroteros hacia los que está derivando.
La propaganda masiva constituida por mensajes transmitidos por los grandes medios está siendo el foco principal de formación de creencias en la población general. La educación que se imparte en muchos colegios, está adoctrinando a niños en edades clave de formación de sus sistemas de creencias. Aquello de lo que se da información, cierta o falsa, es elegido quirúrgicamente para encubrir todo aquello de lo que no se informa…
Nunca antes se hizo tanto uso práctico de la psicología para ocultar la importancia de la propia psicología en la formación personal.
O empezamos a percibir esas cosas que supuestamente no existen, o esas mismas cosas nos deformarán de manera irreversible.