Blog de Carlos J. García

Qué y cómo valoramos

En la historia del pensamiento ha habido un larguísimo debate acerca de la noción de valor y de las posibles explicaciones de los juicios de valor o, simplemente, de las valoraciones que hacemos.

Las dos principales teorías en discusión se conocen como teoría objetiva del valor y teoría subjetiva del valor.

Dicho de un modo simple, la primera afirma que las cosas tienen valor por sí mismas, mientras, la segunda, sostiene que no lo tienen y que se lo damos nosotros mismos.

En cuanto a la teoría subjetiva, creo que la expresión “juicio de valor” ha llegado a cobrar tal carga de subjetividad, que bastante gente ha llegado a creer que se trata de un tipo de juicio que debería ser eliminado del mapa.

En mi opinión, ninguna de ambas teorías es correcta, por cuanto el valor y la valoración tienen su fundamento en la existencia de las cosas y no en las cosas mismas.

Si nos fijamos bien, salvo casos infrecuentes debidos a determinadas alteraciones, todo cuanto existe tiende a seguir existiendo, y todo cuanto puede existir acaba existiendo, siempre que dicha posibilidad no desaparezca por causas ajenas al ser o la cosa de que se trate.

Dicho en otros términos, lo que mueve el mundo es la avidez por la existencia de todo cuanto hay en él.

Esto es igual que decir que lo que vale es la existencia, o que lo que posee valor de suyo, o en sí mismo, es la existencia.

Ahora bien, el primer requisito de toda forma de existencia es que sea la existencia de algo en vez de nada. Es lógico, pues la existencia de nada, no sería existencia.

Por otro lado, la existencia de cualquier cosa que imaginemos, depende directamente de la constitución que posea el ser o la cosa de que se trate, y, aunque, a menudo, de forma menos directa, de las condiciones del contexto que consideremos como un posible sistema existencial para el mismo.

Los modelos de representación que hacemos de cosas, estados de cosas, existentes y, en general, de seres en el mundo, incluyéndonos a nosotros mismos, contienen relaciones lógicas entre todos sus componentes, y, en lo que a existencia se refiere, representamos causas o factores de los que depende nuestra propia existencia y, por extensión, de las existencias de otros seres o cosas, vinculadas a la nuestra.

Pues bien, considerando la existencia como el factor original que posee valor de suyo, nuestra función de valoración discurre, desde el mismo, hasta todos aquellos componentes o elementos que están en relación de dependencia con él.

Por lo tanto, circunstancias, cosas, estados de cosas, seres, condiciones, etc., adquieren su valor por su conexión con nuestra propia existencia.

¿Qué nos importa? Todo aquello de lo que nuestra existencia depende. ¿A qué no le reconocemos ningún valor? A todo aquello que es independiente de nuestra existencia.

A su vez, dependiendo de nuestro propio sistema de referencia interno y, por lo tanto, de nuestro modo de ser y de existir, el conjunto de lo que nos importe será más o menos grande, tendrá más o menos ramificaciones con uno o más sistemas de existentes, y los procesos de valoración discurrirán por los caminos lógicos de la estructura de nuestro propio sistema de creencias.

Más arriba decía que la tendencia a existir es algo natural en todo existente, salvo casos que podemos considerar dentro del capítulo de las alteraciones.

¿Qué casos son esos? Se trata de aquellos seres, generalmente humanos, que perciben su propia existencia como algo imposible, es decir, que su ser no puede existir en este mundo. Cuando la persona ve cerrada toda posibilidad existencial, la juzga como algo irreal y, por extensión, la considera absurda, lo cual da lugar a la interrupción de los flujos de valor desde la misma hacia todo cuanto, en su sistema de creencias, se encuentre relacionado con ella. De ahí que entre en estados de indiferencia afectiva, tanto hacia el exterior, como hacia sí misma, indolencia, pérdida completa de autoestima y riesgo de atentar contra su propia vida.

La impresión subjetiva de posibilidad y de seguridad existencial, puede presentar niveles muy diferentes de unas personas a otras, dependiendo del soporte percibido a la propia existencia, aportado, tanto por ella misma, como por factores exteriores.

Hasta aquí he hablado del valor, la valoración o la atribución de importancia, en términos absolutos, es decir, sin signo positivo o negativo.

No obstante, lo cierto es que las valoraciones que efectuamos, poseen un signo, en función del tipo de relación que hay, entre la existencia, y aquello de lo que la existencia depende.

Hay factores que facilitan o favorecen nuestra existencia, mientras otros, la dificultan, e, incluso, pueden llegar a suprimirla. Juzgamos de forma positiva o favorable a los primeros y de forma negativa o desfavorable a los segundos.

Estos juicios se suelen efectuar en términos de bueno y malo. La definición más elemental de tales términos, y, su uso más común, se refiere a tales significados: bueno es lo que facilita la existencia y malo lo que la dificulta o la destruye.

En general, las personas valoramos bien o consideramos bueno aquello que creemos que nos ayuda a existir, mientras juzgamos malo lo contrario.

Es obvio que, tales usos de dichos términos, tienen muy poco o nada que ver con el posible significado moral de los mismos, aunque no es tan infrecuente que, una persona regida por el principio del bien, tenga delimitadas sus posibilidades existenciales a aquellas que se encuentren dentro de sus creencias morales, lo cual afecta decisivamente a sus criterios de qué es bueno y qué es malo, sin que por ello, tales criterios sean ajenos a su propia existencia.

Así, alguien puede juzgar que algún tipo de acción que considera inmoral la ayudaría a existir, es decir, que sería existencialmente buena, si bien al juzgarla moralmente mala, no optaría por efectuarla.

Ahora bien, ¿qué conexión hay entre lo existencialmente bueno y lo moralmente bueno?

Es posible que, si fuéramos capaces de percibir nuestra propia existencia, en conjunción con la del sistema universal de existentes, del que nuestra existencia depende, no veríamos ninguna. Como expuse en un artículo anterior titulado Mi bien, tu bien…, la apropiación de un universal como es el principio del bien, es ilógica, pues el bien es uno para todos.

Otra cuestión es que la existencia de una persona está intensamente cargada de su propia esencia, sea la que sea. La existencia no precede a la esencia, sino que ambos polos presentan relaciones intensas de influencia recíproca y, no debemos olvidar que, la existencia de una persona, es la existencia de aquello que esa persona concreta es.

Para terminar esta breve introducción al tema, comentaré una expresión que de un tiempo a esta parte se ha puesto de moda. Se trata de la expresión “poner en valor” algo que, previamente, se da por hecho que “no está puesto en valor”. La expresión parece más intuitiva que reflexiva, aunque parece hacer referencia a algún tipo de operación que consiste en hacer existir algo, o incrementar la existencia de algo, que previamente se encuentra oculto, o con una existencia circunscrita a un sistema reducido de existentes.

Ahora bien, la existencia de algo, incrementada de tal modo, pasa a depender del sujeto que la propaga, por lo que se trata de un modo existencial de algo en dependencia de tal sujeto, y, además, restringida al ámbito de la conciencia de potenciales observadores. Es decir, no es que esa persona o eso que se pretende poner en valor, pase a existir más por sí mismo, o de forma más segura, sino que quien suele cobrar más valor en ese acto es quien la pone en valor.

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