Seducción, demagogia y populismo
Todo sistema político debería tender al bien de la población, y, por eso, incluso los que no lo pretenden tienden a parecer que sí lo hacen.
Ahora bien, ¿en qué consiste ese bien?
¿Se puede dar por supuesto que todos y cada uno de los integrantes de una población saben cuál es su propio bien y el bien de la población de la que forman parte?
¿Coincide el verdadero bien con la voluntad que determina las acciones de las personas? ¿Lo que quiere una persona siempre es su bien o parte del mismo?
Parece que todo, o casi todo el mundo, juzga que una democracia se funda en la voluntad popular, o, más bien, en la voluntad mayoritaria de la población —sin considerar los muchos más aditamentos que puedan adjetivarla, ni otros muchos componentes a los que puede estar agregada para la formación de un concreto régimen político.
Aceptando que esto sea así —y, por tanto, que dicha voluntad emerja en cada persona de forma autónoma o sin influencias determinantes de sujetos diferentes— podemos preguntarnos si un sistema democrático, garantiza el fin fundamental que debe tener cualquier sistema político, consistente en promover el bien de la población.
Satisfacer la voluntad de una persona elegida al azar, ¿garantiza que se satisfaga el bien de dicha persona?
Si, ni siquiera, cuando una persona satisface su propia voluntad, cabe tener certeza alguna de que tal satisfacción coincida con su propio bien, ¿cómo suponer que un gobierno que tienda a satisfacer una o muchas voluntades de otras personas, va a contribuir al bien de las mismas?
Atendiendo al estado del mundo actual, podemos considerar que una gran parte de la población tiende a regirse por un criterio hedonista de la felicidad.
La mayor parte de la población prefiere los derechos a los deberes; gastar dinero en vez de ganarlo trabajando; la comodidad en vez del esfuerzo; recibir bienes a proporcionarlos…
Parece haber, por tanto, una manifiesta inclinación a constituir la propia voluntad desde criterios hedonistas, en mayor medida que con criterios que supongan privaciones materiales o de otros tipos.
La consecuencia de esto es que, entendido el ejercicio de la función política en términos de extraer el mayor número de votos o de apoyos de la población, los discursos, programas y promesas electorales, tenderán a ofrecer la satisfacción de la voluntad mayoritaria de la población.
Los diferentes partidos tratarán de competir entre ellos para conseguir el voto, atendiendo a lo que la población mayoritariamente quiera, es decir, ofreciendo derechos y satisfacciones materiales en mayor medida que los demás.
Hoy parece inverosímil, no solo porque quede muy lejos, aquel discurso de Winston Churchill en el que ofrecía a la población “sangre, sudor y lágrimas” para tratar de ganar la II Guerra Mundial, y, aun parece menos verosímil, que la población respondiera a tal promesa apoyándole con sus votos.
Por ejemplo, es normal que la mayoría de los niños y adolescentes prefieran no hacer exámenes a tener que hacerlos; aprobados generales en vez de suspensos selectivos; conseguir títulos académicos con el mínimo esfuerzo posible… La cuestión es si ese cúmulo de deseos, en evidente contradicción con su propio bien y con el de la sociedad, debería configurar, también, el deseo de sus padres, profesores y ministros de educación, con respecto a ellos.
La idea de que la democracia reside en la voluntad de los ciudadanos, no parece ser una definición correcta de la misma, por cuanto un régimen que funcione de tal modo se parece más a simple demagogia.
De hecho, los populismos —que están rebrotando por doquier— constituyen una prostitución política o, mejor dicho, de la política, por cuanto ofrecen dar satisfacción a muchas voluntades que se desvían de la consecución del bien hasta extremos insospechados.
A este problema se suma la interpretación absurda que se suele hacer del Estado del Bienestar, al que mucha gente considera como una especie de Rey Mago que llega para darle gratis todo aquello que desea.
No puede haber bienestar alguno en un Estado del Bienestar en el que la población confunda su bien con su placer; gaste más de lo que ingresa; no quiera deberes, sino derechos; o en que crea que el Estado está para servir a los individuos.
Se suele echar de menos un análisis profundo y detallado que explique las discrepancias entre aquello que las personas creen que es su bien en cada situación, de lo cual emerge la voluntad individual, en contraste con su verdadero bien.
Reflexionar en la razón de dichas discrepancias ayuda mucho a la propia realización.
Ahora bien, un sistema político debería tener la suficiente madurez como para dar por supuesto que existen tales discrepancias (más como regla que como excepción), por lo que debería disponer de los mecanismos necesarios para que, quienes aspiren al poder haciendo uso de la seducción, se ocupen de otras tareas que no sean de gobierno.
¿Acaso no saben los políticos populistas que seducir a la población prometiéndole lo que desea, siempre es malo para ella?
¿Cómo habría que denominar a alguien que colocado en un puesto en el que ha de hacer una serie de tareas beneficiosas no las hace, e, incluso, hace las contrarias a las que debería?
¿Cuántos de los políticos que ocupan el Parlamento español, nacionalistas y no nacionalistas, están en él gracias a su populismo?
Este es un modo de traición a la sociedad que, referido a cargos públicos, se denomina crimen de prevaricato que es el incumplimiento malicioso, o por ignorancia culpable, de las funciones públicas que se desempeñan.
De todas formas, creo que el único modo de que la población no caiga en ese tipo de trampas consiste en un tipo de educación que la prevenga.
En este sentido, el mejor modo de hacerlo es enseñar a los niños, mediante el ejemplo, a adoptar el criterio de atenerse al verdadero bien, para que la voluntad que emerja de ellos no se limite al placer, ni sea fácilmente manipulable.
Estoy al 100 % de acuerdo con la importancia de ayudar a los niños a que se adhieran al verdadero bien y creo que pueden descubrirlo y seguirlo.
Pero… a la hora de que una comunidad grande de personas tome acuerdos para organizar la vida en común no parece que haya otras posibilidades más allá del logro de consensos; con todos los riesgos que tan acertadamente comentas en tu artículo.
Me alegro de nuestro total consenso en la primera parte de tu comentario. En cuanto a la búsqueda de acuerdos, creo que los problemas emergen de las luchas por el poder entre grupos, con sus correspondientes prejuicios ideológicos, cuyo fin es imponer modalidades de cómo debe ser la sociedad sin tener en cuenta a la propia sociedad, su historia, sus creencias, su natural desarrollo, ni, tampoco, el daño que pueden producir las tensiones que producen dentro de ella. Los consensos sociales, exentos de pugnas por el poder para el control social, creo que serían extremadamente fáciles, tanto en grandes sociedades como en pequeñas.