¿Sigue siendo posible la educación?
Se supone que todo el mundo quiere que no se generen formas de ser destructivas, ni violentas, en niños y adolescentes, y, sin embargo, cada día se añaden más y más condiciones formativas, sociales y familiares, que van generando sistemáticamente las causas que producen tales formas de ser.
Algunos educadores son conscientes de que la educación no se restringe a lo que el maestro dice en el aula, sino que es un ámbito en el que inciden multitud de factores, como son la atmósfera social, la información que emiten los medios de comunicación, los ejemplos, el trato y las condiciones familiares, las series televisivas, lo que ocurre en las calles…
Lo que absorben niños y adolescentes es una completa radiografía social y familiar, que resulta imposible ocultar.
Resulta obvio que, las condiciones sociales y familiares, se van a cumulando en una dirección que conduce a incrementos sistemáticos de malformación humana, y, especialmente, psicológica. No obstante, muchos adultos se quejan de que los niños no aprenden valores, como si se les tuvieran que enseñar en las aulas.
La educación es efecto directo de las hechuras de la civilización, con la que, asombrosamente, una mayoría de gente, no solo está conforme, sino que la admira por el poder que ha conseguido, la tecnología abrumadora que ha logrado, el sistema político al que ha accedido o el ordenamiento legal que ha desarrollado.
Sus efectos indeseables, no solo en la educación, sino en tantas otras cosas, como puedan ser la destrucción de la naturaleza o la constante generación de guerras y penalidades, se intentan ver con total independencia de las propiedades inherentes a la misma.
Ahora bien, en muchas familias, en las que imperan las relaciones de poder a ser sobre las relaciones de ser a ser, ni siquiera se asocian tales formas de relacionarse con la producción de problemas personales y alteraciones psicológicas en algunos de sus miembros.
Así, cuando por fin se manifiestan los efectos indeseables, también se tenderá a buscar las causas, en cualquier otra parte que no sea el verdadero caldo de cultivo de tales relaciones de violencia, ya sean manifiestas o encubiertas.
Parece ser que estamos asistiendo a una revolución en los modos de pensar al respecto de los hijos.
Hace solo unas pocas décadas, la mayoría de los padres tenían claro que debían educar a sus hijos, a pesar de que tal pretensión conllevara alguna molestia, tanto para los propios padres, como para los hijos implicados.
Esa idea era interesante. Los padres querían que sus hijos se hicieran adultos, se formaran lo mejor posible, aprendieran todo lo necesario para escapar de la ignorancia, y adquirieran un conjunto de cualidades que serían buenas para ellos y para sus allegados.
Al parecer, las modas actuales, se van alejando críticamente de dicho objetivo educativo. En este hecho, a veces pesan más los condicionantes sociales y políticos, y, en otras, más los personales, si bien, entre ambos, configuran un conglomerado de condiciones formativas que influye fuertemente en el cambio de tendencia.
Una de las actitudes parentales más nocivas, en el terreno que debiera ocupar la educación, es el de querer mal a los hijos creyendo que se les quiere bien.
Se trata de mirarlos, a cada uno de ellos, como si fueran un milagro de la naturaleza; juzgar incondicionalmente bien todo cuanto hagan; darles todo, especialmente lo que los padres no han tenido, de forma que no lleguen a saber lo que es una carencia de cualquier tipo; evitarles todo tipo de frustraciones e incomodidades; defenderles de sus profesores a la menor queja que den de ellos…
Cada vez más, cuanto más baja el índice de natalidad, los hijos se van considerando como una de las posesiones más preciadas, como si ya fueran un logro en sí mismos, por lo que ya son, sin más consideraciones.
A esto se añade la idea de que padres y madres deben ser, o hacerse, amigos de sus hijos y caerles bien, lo cual conlleva no importunarlos, estar al servicio de sus caprichos, etc. Es decir, se les pone en un lugar que no les corresponde y que es muy diferente del que necesitan, aunque solo fuera por razón de edad.
Con este tipo de actitudes se les están enviando mensajes que les aportan una identidad personal falsificada. ¿Qué acabarán creyendo aquellos niños que reciben esas formas de trato?
Que tienen derechos y no obligaciones, que sus conductas son siempre perfectas, que recibirán el respaldo y el apoyo incondicional de sus progenitores ante la más mínima adversidad que les surja, dentro y fuera de su casa,… Creerán que son perfectos, superiores, incluso a sus padres y a sus maestros. En definitiva, creerán tener una enorme importancia, por el simple hecho de que les trata como a reyes.
Parece que los lugares tradicionalmente asignados a los individuos de diferentes edades en el seno de la familia y de la sociedad, y las consideraciones, prerrogativas, modos de relación y demás atributos, asociados a la edad, están dando un giro de ciento ochenta grados.
Lo natural en la infancia es que se establezcan unas condiciones formativas que aseguren la estructura fundamental de la personalidad adulta, es decir, orientadas al futuro del niño, en tanto adulto, y no que se sublimen los aspectos infantiles de su momento de desarrollo.
No obstante, el niño, que, anteriormente, era esencialmente un ser en formación por su familia de origen, ha pasado a recibir un trato generalizado prácticamente de adulto, reconociéndosele una autoridad decisoria equivalente a la de sus progenitores, con el respaldo social. Se ha hecho de él una figura central, pero no por su condición de aprendiz, sino por la multitud de intereses que recaen sobre él.
Además, se encuentra expuesto, más que nunca, a tener relaciones con el mundo exterior a su familia, no sólo por la temprana edad a la que se le lleva a guarderías, jardines de infancia y colegios, tiempo que no transcurre en compañía de su familia sino, también, por medio de la televisión y de las comunicaciones informáticas.
Nacen pocos niños y, los que nacen, pasan poco tiempo con los padres. Además, hay un mundo exterior a las familias que, cada vez atrae con más fuerza la atención y las actividades de sus integrantes, por lo que el mantenimiento de las relaciones entre padres e hijos se torna más valioso, al tiempo que se incrementa su vulnerabilidad a los conflictos y las posibles roturas.
Así, hay tantos intereses puestos sobre los niños, que no es raro que se conviertan en objetos de seducción, en mercancías, prácticamente comerciales, en objetos de manipulaciones formativas de trasfondo ideológico, y recibir una variedad de influencias nocivas para su formación.
Además, la autoridad familiar, cada vez se merma más, mediante el poder del estado, que influye o pretende influir intensamente en la educación de los niños, como si el tema fuera objeto de una lucha más por el poder.
Si nos fijamos en las diferentes edades del hombre y las vemos en forma de los intervalos habituales, que consisten en la etapa de gestación del embrión, la infancia, la adolescencia, la adultez y la vejez, cada uno de ellos presenta unas condiciones de vulnerabilidad, por las que su existencia, o lo esencial que debe ocurrir en cada etapa del ciclo vital, puede ser seriamente modificado por las actuales condiciones de vida.
Lo cierto es que, cuando nacían muchos hijos, el sujeto de su educación no estaba en cuestión y había tiempo de sobra para las relaciones familiares, los niños eran simples niños, y eran tratados como tales.
En esas condiciones, los padres no tenían que hacer nada extraño para relacionarse con ellos, ni dicha relación se encontraba amenazada por factores del mundo exterior, hasta el punto de tener que ganárselos día a día, para conservarla.
Por otro lado, hoy en día, tener un hijo se ha convertido en algo opcional y deliberado, por lo que los motivos de aquellas personas que deciden tenerlos, no son equiparables a las causas, más o menos naturales, por las que nacían niños en épocas anteriores.
Tales motivos responden a la pregunta ¿para qué quiero tener un hijo?, lo cual abre enormes interrogantes, no solo acerca del conjunto de posibles motivos e intereses, sino, también, de las posibles relaciones que puedan tenerse con ellos, en función de cual sea la respuesta que cada cual dé a dicha pregunta.
En tales condiciones, crece el riesgo de que un hijo sea considerado como una propiedad de quien lo tenga, en mucha mayor medida que si los hijos fueran simple efecto de causas naturales.
En el caso de que un hijo sea considerado de tal modo, sobre él recaerán todos los intereses directos de quien lo tenga, y éstos, gravitarán intensamente sobre su modo de ser y el sentido de su vida.
Sí, una de las consecuencias de lo que dices en este artículo, está clara, educa la sociedad.
Ahora hay un panorama en las escuelas bastante peculiar. Prácticamente se da aprobados generales y se pasa de curso sin que los niños hagan nada. Y encima si un maestro se sale de esta norma, las consecuencias para éste pueden ser graves. Se oye decir a «grandes ideólogos» de la educación que hay que premiar a los maestros que mejores notas pongan.
Por otro lado, los alumnos parece que no valoran en la escuela nada mas que la nota (éxito, reconocimiento externo…). Triste es que no se valore conocer cómo son las cosas en el mundo en el que tienes que habitar, es decir, aprender matemáticas, lengua, ciencias, filosofía (cosa que debiera de estar presente desde la educación primaria).
Si lo único que se valora es la nota, y la nota la tienen segura, no se esfuerzan, no conocen, no valoran, … y no aprenden; y es más, esto lleva a que no pueden vivir plenamente.
Muy interesante artículo, que invita a reflexionar acerca de la sociedad y ayuda a comprender muchas de las cosas que ocurren. Como la sexualidad ya no sirve para procrear, la procreación se vuelve un capricho y se trata a los hijos como si fuesen un tesoro. Con las consecuencias que eso tiene…