Aquellas teorías, referidas al ser humano, que se alinean con el darvinismo ideológico, sostienen que los genes son simples moléculas físicas, en vez de lo que verdaderamente son.
Los genes son paquetes de información portados por estructuras moleculares que se destinan a la formación estructural de seres vivos.
Dichas líneas de pensamiento, también sostienen, de forma implícita o explícita, que los cerebros son simples estructurales celulares, cuya actividad es estrictamente bioeléctrica, de la que exclusivamente depende toda actividad de los seres vivos que los poseen.
No obstante, la función de las redes neurales y de sus actividades bioquímicas consiste en dar soporte material al procesamiento de la información, que todo organismo complejo necesita imperiosamente para producir sus correspondientes actividades.
Las formas de propaganda que postulan esas dos tesis, puramente materialistas, necesariamente, niegan el hecho elemental que vincula los genomas de las especies e individuos animales, que disponen de órganos cerebrales, con la finalidad de esos mismos órganos.
Por poner un ejemplo, un genoma humano, que está destinado en su inmensa mayor parte a constituir una estructura orgánica, y, solo mínimamente, a dotar a dicho organismo de unas pocas actividades de tipo instintivo, dispone de la información necesaria, que especifica su propia insuficiencia para determinar que un ser humano pudiera vivir disponiendo, exclusivamente, de la información contenida en el propio genoma.
Se trata de la manifiesta avidez de la información genética, propiamente dicha, por la información ambiental, en aras de la generación de seres vivos que puedan sobrevivir en el mundo.
A su vez, cuando nace un ser humano, uno de los escasos componentes instintivos con los que cuenta, es el de disponer de una avidez extrema de incorporar información, tanto ambiental, como de sí mismo, a su propio cerebro.
Tal instinto es al que denominamos curiosidad.
La curiosidad es el motor que mueve el enorme complejo funcional de todo ser humano, destinado a incorporar la mayor cantidad de conocimiento posible, y, el aprendizaje necesario, para constituirse como un ser existencialmente viable.
Ahora bien, de toda la información que aprehendemos, que consta de la que obtenemos directamente de los datos que ofrecen las cosas, y de la que nos aportan otros seres humanos, mediante mensajes, hay una parte que juzgamos como verdadera o válida, mientras, otra parte la desechamos.
El criterio último, que parece determinar la selección de la información verdadera de la falsa, consiste en su validez para contribuir a formar un gran sistema informativo interno, que emule, lo mejor posible, el mundo en el que estamos y a nosotros mismos con respecto a él.
Los ladrillos con los que se construye ese enorme modelo de representación, son las creencias, mientras la estructura de su arquitectura la constituyen los principios reales de razón, el de la verdad y los necesarios para hacer posible la coexistencia.
Se trata, por tanto, de disponer de un modelo de universo, que nos incluya a nosotros mismos, hecho de creencias, es decir, de formas de representación de cuanto haya, que consideremos fidedignas y válidas, para poder existir con la garantía de que nos informan correctamente.
Fijémonos en que dicho sistema de referencia interno, procesado y albergado en el cerebro, por un lado, viene a ser el espacio interior en el que estamos, mientras, por otro, es el que nos informa de lo que hay en el espacio fuera de él y de cómo nos relacionamos con todo aquello con lo que interaccionamos.
Además, una parte de nuestra propia actividad la experimentamos dentro de ese espacio interior, es decir, dentro de nuestro propio sistema de referencia, mientras, la otra parte, la experimentamos en las interacciones materiales que efectuamos.
La conciencia, el pensamiento; los sentimientos; una parte de las emociones; los recuerdos; los deseos; las tendencias; la voluntad; los miedos; los temores; las actitudes…, todo lo cual, puede considerarse como la actividad más propia de uno mismo, o, mejor dicho, con la que más nos identificamos, ocurre dentro de ese espacio interior conformado por nuestro propio sistema de creencias.
Las acciones; la conducta; hablar; movernos; tener sensaciones físicas; el dolor y otras muchas actividades funcionales de interacción con otros existentes materiales, las experimentamos, en mucha mayor medida, en tanto ubicadas en el espacio exterior en el que estamos.
Ahora bien, esos dos tipos de espacio, el interior y el exterior, han de contar con un nexo fundamental que haga posible, tanto la existencia, como la conciencia.
Han de estar relacionados entre sí de forma coherente. No pueden ser independientes, sino que, en condiciones normales, presentan una interdependencia que aporta la conexión del propio ser en el mundo, aunque diferenciado de él.
Si lo pensamos bien, se trata de dos mundos que podrían no tener nada en común. El primero, puramente informativo y, el segundo, sobre todo, material, podrían ir cada uno por su lado de formas totalmente incongruentes entre sí, pero, en condiciones normales no es así.
La clave del nexo entre ambos espacios, se encuentra en las creencias que los vinculan entre sí.
Esas mismas creencias que aportan una cierta geometría al espacio interior, sirven de ventanas por las que entran los significados de lo que hay en el exterior, y, además, configuran las actividades que emitimos, en consonancia con los requisitos derivados del mundo en el que estamos.
Por otro lado, en cuanto a las preferencias que pueden darse en diferentes personas, por experimentar, en mayor o menor medida, un espacio o el otro, básicamente hay tres posibilidades: 1) quienes tienden a estar más en su espacio interior, 2) quienes prefieren estar, sobre todo, en el espacio exterior, y 3) aquellos que no tienen especial preferencia por uno, o por el otro.
No obstante, es posible que dichas preferencias varíen en función de la edad ―a mayor edad, mayor tendencia hacia el interior― o de otros factores de índole cultural.
En la época que vivimos parece que la balanza se inclina hacia la experimentación de espacios exteriores, de intensa estimulación, que, generalmente, producen el ruido suficiente como para poner difícil la vida interior.
Lo que no se debe olvidar es que, el tiempo que dediquemos al análisis, la reflexión y la formación de nuestras propias creencias, para hacer del sistema que formen, un verdadero modelo de realidad, que contenga información verdadera del mundo y de nosotros mismos, tendrá efectos favorables, tanto en la vida interior como en la exterior.